Ya
había transcurrido algún tiempo desde aquella primera cita en que la hice mía,
en que fui de ella; tal vez era mi impresión, o tal vez fue la rutina lo que
había menguado nuestro apetito, nuestra mutua devoción.
En
mi mente aún estaba presente esa vez primera, en que un dulce y tierno beso
desató toda esa pasión contenida, acumulada por quien sabe cuánto tiempo, pero
que estuvo dispuesta a entregarme sin reparo alguno. Desde un inicio resultó
ser una magnífica amante; intensa, candente y sin prejuicios a la hora de
experimentar nuevas sensaciones, nuevas emociones. Se entregó a mí como una
colegiala quinceañera, pero con la experiencia de una mujer vivida, vivida y
gozada.
Pasado
el encuentro inicial, aquél en que uno se juega todas sus cartas, venía lo más
difícil de una relación nacida al fulgor de una pasión intensamente vivida, y
era precisamente, sobrevivir a la monotonía. Cada día intenté sorprenderla con
algo distinto, con una canción romántica (que le trajo malos recuerdos), con
flores (que le causaron alergia), con chocolates (que provocaron enrojecimiento
en su rostro); ante tanto error, un vino blanco no podía fallar (pero este le
causó mareos y un dolor de cabeza que le duró días)…
Tras
tamaña cadena de errores, mi cortesía e intentos de sorprenderla cada día, se
tornaron en angustia. Probé con un poema, sobre el cual me atribuí autoría (era
de una autor desconocido, un ebrio que tenía una sola publicación a lo largo de
su vida; pero justo era el ebrio de la ciudad donde ella había nacido… Era toda
una leyenda). Vi la decepción en sus ojos cuando recité cada palabra, y lo
peor, en sus labios vi que las iba pronunciando al tiempo que yo lo hacía. Por
suerte paré a tiempo y reconocí en el acto que en realidad yo no había escrito
esos versos, pero que los sentía como si fueran míos… Una lágrima rodó por su
mejilla y se retiró en silencio.
No
supe de ella en varios días; no contestaba mis llamadas, no respondía mis
mensajes, entonces me replantee nuestra relación (si es que así se podía llamar
lo que había entre nosotros). Toqué el timbre de su casa y llegué con un ramo
de flores (distinto del anterior) y una botella de vino tinto (un carménère
exquisito), dispuesto a darlo todo por ese amor (y pasión), que ella había
despertado e incitado en mi maduro (y más de una vez dañado) corazón.
Pasamos
a su terraza, tal cual sucedió esa primera vez en que fuimos uno (uno y todo a
la vez), ella llevó un par de copas y puso las flores en agua (hasta ahí, todo
marchaba muy bien); luego charlamos largo y tendido, me disculpé por la serie
de errores que había cometido y que prometí no volver a cometer. Bebimos
pausadamente ese exquisito vino, que resultó ser de su absoluto agrado; ella
agregó algunos quesos y rebanadas de jamón que complementaron perfectamente con
la embriagadora bebida.
Tal
como la primera vez, nos dirigimos a la sala de su casa y una vez más la hice
mía, pero esta vez me aseguré de que fuera diferente. No solo cubrí de sutiles
besos cada parte de su cuerpo, sino que además mis labios le provocaron un
intenso y muy prolongado orgasmo, como ningún otro que hubiera sentido en su
vida. Para cuando su cuerpo, laxo y completamente satisfecho yacía tendido
junto a mí, mis manos se dieron a la dulce labor de estimular nuevamente sus
sentidos y, una vez más, hacerla vibrar y estremecer hasta que se durmió en mis
brazos… Fue el momento más sublime e intenso de nuestra relación. Fue un
momento que marcó un antes y un después.
A
la mañana siguiente la sorprendí con un exquisito desayuno que además de su
infaltable café, incluía una porción de strudel, tostadas y jugo de naranja;
pero eso no era todo, ya que lo serví tal cual me había levantado (sin prenda
alguna que me cubriera)… Valió la pena, ya que tras su bella sonrisa y su
insaciable apetito, nos dimos a la tarea de solucionar un punto muy importante:
La noche fue su momento y la mañana debía ser el mío.
Terminado
ese apetitoso desayuno, un beso llevó al otro y pronto ella se volvió la mujer
intensa y sensual que me había sorprendido la primera vez. Estampó sus labios
en mi pecho, en mi vientre, y sus labios dieron cuenta de mi pasión acumulada,
tensa, fielmente dispuesta a sus deseos... No solo fue mi momento, sino que
fue la coronación de una noche intensamente pasional…
Esa
noche se consolidó nuestra relación; hicimos un pacto firmado con piel, sudor y
dulce ambrosía que manó de nuestros cuerpos, hasta endulzar nuestros labios.
Aunque
parecía que eso era suficiente para consolidar nuestra intensa pasión,
decidimos cambiar de ambiente; viajar a una isla paradisíaca, para luego
embarcarnos en un crucero a bordo del cual pedí su mano; sin presiones, sin
plazos y del mismo que sigo esperando una respuesta (que llegará próximamente),
y por lo que vi en sus ojos, no dudo será positiva…