La
vida quiso que volviera a pisar esas viejas calles donde mis pisadas no dejaron
huella. Seguían en pie las mismas casas con sus pinturas cada vez más añejas,
algunos adoquines sobrevivían en las veredas mientras los débiles árboles
parecían poseer nuevas fuerzas, engalanados de blanco sus fustes rectos, como
si a mano los hubieran pintado.
El almacén de la esquina había cerrado,
como cerrado estuvo el día en que mi primer beso me fue robado. Se llamaba
Teresa, una chica de octavo grado que siempre tomaba lo que quería. No sé en
qué minuto llamé su atención, ni por qué me había besado, solo recuerdo que sus
labios sabían a fresa fresca, mientras sus cabellos olían a jazmines y sus
ropas a violetas.
A pasos del almacén se ubicaba el juzgado,
lleno de gente por el día, mientras por las noches parecía un lugar abandonado.
Allí besé a Ximena, la de la sonrisa eterna, la de mejillas rosadas y cabellos
rizados, como pelo de muñeca. La estreché entre mis brazos y sin que ella se
opusiera, besé su boca hasta que el infortunio interrumpió la pasión que
afloraba; su padre, de pocas palabras, me tomó por el cuello y me arrojó como
si nada.
Poco más adelante seguía en pie el
viejo sauce, aquel donde apoyé a Florencia, la de las largas trenzas, quien
besaba sin gracia alguna, pero tenía unas caderas que se contorneaban
cadenciosamente, provocando toda la lujuria contenida en mi cuerpo adolescente.
Recuerdo que yo no era el único que soñaba con su cintura o tenía húmedos
sueños pensando en su figura; también le interesaba a Max, Alex y al Correa, un
bandido adolescente, cobarde y pendenciero, que amenazaba a quien la
pretendiera. Nos trenzamos a golpes por ella; perdí no solo dos dientes y el
orgullo, sino que además se quedó con ella.
Justo en frente de la plazoleta una
banca sobrevivía desde aquella época; era la única y aunque algo caída, seguía
siendo el lugar favorito de quienes amor se prometieran. Allí me declaré a
Margarita, a Isabel y Violeta; allí besé a Estela, a Gabriela y Manuela. Desde
ahí vi pasar a Cristina, a Carmen y Javiera, a Constanza y Adelaida, a Fernanda
y también a Paola…
Tantos
recuerdos, tantos momentos bellos de otro mundo, de otro tiempo; ahora ya nadie
queda. Se marcharon mis amigos, algunos de sus padres, abuelos o solitarios que
vivían apegados a una botella.
Mientras divagaba oí una voz que no me
era familiar, me llamó por mi nombre y dijo llamarse Manuela; no podía ser esa
Manuela, la hermana pequeña de Carmela, aquella que me dejó por Marcos y
terminó casada con el crespo Contreras. Hablé con ella como si la conociera,
entonces sonrió y sí era ella, la hermana pequeña de Carmela, la que colgaba de
mi cuello como si robarme un beso quisiera.
Charlamos largo y tendido, como si un
gran amigo yo fuera; nos sentamos bajo el sauce, en la banca única banca que
había sobrevivido en estos años. Reímos, recordamos viejos amigos y en un
momento inesperado, tomó mi mano y sin que yo opusiera resistencia, un beso
robó de mis labios. Fue un beso breve, sin pasión pero con mucho corazón. En
seco me detuvo cuando quise darle respuesta, a decir verdad, me explicó que era
una fantasía que tenía desde aquellos tiempos en que se colgaba de mi cuello y
yo no atendía sus infantiles protestas. Se puso de pie y se marchó, haciendo
gala de unas hermosas caderas que se cimbraban, como provocando que tras sus
pasos fuera.
Llegó la noche y con ella el silencio,
volvieron a mí los recuerdos, los viejos momentos pero lo sucedido con Manuela
me hizo ver la vida de otra forma, otra vez yo era un chicuelo…