martes, 1 de septiembre de 2015

El vuelo

Había pasado un año desde mi retiro de la universidad. Tres años perdidos estudiando derecho, y quedar en nada por culpa de un maestro arrogante y petulante. Al menos, quería convencerme de que ese desgraciado me había perjudicado; pero ya estaba comenzando a asumir que fue mi propia mediocridad la que me hizo fracasar. Un año ya, y con mis reservas económicas agotadas. Había vendido todos los muebles que podía vender, sólo me quedaba la TV, la cama, algunos libros y mis trajes formales…
Esa mañana salí a trotar, como solía hacer todas las mañanas;  era la forma de olvidar mis problemas y sentirme más animado. Me tropecé con un periódico del día anterior, que alguien había dejado tirado en la calle y, al levantarlo para arrojarlo al basurero, vi un aviso de empleo. Necesitaban vendedores de terreno y no se requería experiencia previa; la entrevista era con tenida formal. Al ver la fecha y la hora de la entrevista, noté que era en un par de horas, a pocas cuadras de mi casa. Tomé aire y corrí a tomar una ducha, recortar mi barba y lustrar mi calzado; la primera impresión lo es todo (pensé).


Conseguí el trabajo y hasta disfrutaba de lo que hacía. Más que vender suscripciones a revistas extranjeras, lo que hacía era venderles estatus a jóvenes profesionales. Gente aspiracional que con muy poco trabajo, querían conquistar el éxito, y según solía señalar en mi discurso de venta: “mi producto le abrirá las puertas a un mundo reservado sólo para gente triunfadora, gente relacionada a un alto nivel y con un bagaje cultural que no se encuentra en otras publicaciones de esta misma línea”… Los arribistas caían como moscas. Era mi venganza en contra de todos esos 'cerebritos' que me apabullaron en la universidad.
Tras algunos meses, el incentivo de la venganza quedó atrás; debía tratar bien a mis clientes, porque de su ego se alimentaba mi cuenta corriente. Había que moverse por distintas ciudades, y las de provincia eran un nicho poco explotado. Decidí tomar un avión a la zona costera y desde ahí, saltar de ciudad en ciudad hasta retornar a la capital. Iba a ser un vuelo más, pero jamás pensé que el amor viajaba en clase económica. Era una joven e inexperta aeromoza, cuyos ojos cafés y piel canela me dejaron estupefacto. Sin duda, era la mujer con la que siempre había soñado. Simulé que era mi primer viaje y que estaba un poco nervioso, por lo que requerí de su ayuda en más de una oportunidad. Cuando se inclinó para asegurarse de que tenía bien puesto el cinturón de seguridad, no pude evitar desviar la vista a su sutil escote; un coqueto lunar atrajo mi atención. Ya no cabía duda, esa mujer, que sin hacer nada fuera de lo normal, me estaba arrebatando el corazón y el alma (y despertando mi lado salvaje).
Cuando aterrizamos, esperé que ella abandonara el aeropuerto y le pedí al conductor del taxi que siguiera el vehículo en que se trasladaba. Llegamos a un hotel y casualmente, tenía habitaciones disponibles. El recepcionista me indicó la habitación 207, “queda junto a la de aquellas jóvenes” – manifestó, con risa un tanto irónica.
Dejé mis cosas en la habitación, me calcé las zapatillas, la remera y el short con que usualmente salía a trotar. Esa sería una buena forma de salir a recorrer la costa y de paso, ver la ubicación de potenciales futuros clientes; además, trotar siempre me ayudaba a pensar y debía idear una estrategia para lograr un encuentro casual con la encantadora aeromoza (su nombre era María Isabel, según pude averiguar).
La ciudad no me era desconocida, pasé algunos veranos en ella durante mi niñez. Enfilé hacia la plaza central, donde se ubicaban un alto número de oficinas y restaurantes. Tras un breve reconocimiento del terreno, dirigí mi rumbo hacia la costa. Era una tarde cálida y muy agradable. Paré unos minutos a elongar junto una pequeña plaza de juegos y para sorpresa mía, junto a mí pasaron trotando la bella María Isabel, junto a dos de sus compañeras de trabajo. Se detuvo de golpe, me reconoció, pero esta vez su mirada era distinta y su sonrisa me dio pie para dirigirle la palabra.


Sus amigas se alejaron discretamente, y nosotros charlamos por unas horas. Nos sorprendió el atardecer caminado por la playa. Grande fue su sorpresa al descubrir que alojábamos en el mismo hotel. Esa noche la invité a cenar y sin titubear, le robé un beso, un solitario, tierno y dulce beso. Cuando pensé que solo sería eso, ella se abalanzó a mis brazos y antes de que lo notáramos, estábamos en mi habitación.
Por mis viajes, llevaba mucho tiempo sin tener una aventura, y mucho tiempo más desde mi última relación estable. No podía creer que tras varios meses de soledad y dedicación exclusiva a mi trabajo, el amor me sonriera de manera tan intensa. La estrechaba en mis brazos, miraba tiernamente sus ojos, sus labios, su sonrisa. Recién la estaba conociendo, pero sentía que la conocía de toda la vida.

Esa misma noche ella fue mía; comencé besando apasionadamente sus labios, y mientras una a una iban cayendo nuestras vestimentas, asomó ese bello lunar que tanto había llamado mi atención, lo besé sin prisa y con mucha sutileza. Sentí como se agitaba su aliento y noté la firme erección de sus pezones, tras el brasier.
Cayeron nuestras últimas prendas, la sangre ya nos hervía, pero no teníamos prisa. A la mañana siguiente salía su vuelo y para eso faltaban varias horas…, y varios orgasmos…


De su cuello a su lunar, y de ahí a sus pechos. Besos, sutiles o efusivos, según los estallidos de nuestras hormonas. Bajé por su vientre y descubrí una sutil y suave flor, cuyos pétalos se abrieron ante mis suspiros. Primero fueron mis labios, luego mi lengua, quienes despertaron ese botón mágico. Corrientes eléctricas corrían desde esa sutileza hacia sus rodillas, al tiempo que arqueaba su espalda y sufría leves asfixias; espasmos de la piel, al tiempo que brotaba de ella una dulce miel. Poseerla fue un sueño. Como volar sobre las nubes, quedarse sin aire y volver al suelo.


Amándonos, nos descubrió el amanecer. Ya se aproximaba la hora de la despedida y ninguno quería ceder. La despedida fue dolorosa, pero la vida debía continuar. En dos días volvería a la ciudad, dos días en que yo podría dedicarme a trabajar, realizar algunas buenas ventas y luego, con ella disfrutar.

Meses estuvimos juntos, su ruta de vuelo trazaba mi destino. Bailábamos, reíamos, nos amábamos con el alma, como si fuera cosa de mi destino estar con ella, o el de ella estar conmigo…

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