Había pasado un año
desde mi retiro de la universidad. Tres años perdidos estudiando derecho, y
quedar en nada por culpa de un maestro arrogante y petulante. Al menos, quería
convencerme de que ese desgraciado me había perjudicado; pero ya estaba
comenzando a asumir que fue mi propia mediocridad la que me hizo fracasar. Un
año ya, y con mis reservas económicas agotadas. Había vendido todos los muebles
que podía vender, sólo me quedaba la TV, la cama, algunos libros y mis trajes
formales…
Esa mañana salí a
trotar, como solía hacer todas las mañanas;
era la forma de olvidar mis problemas y sentirme más animado. Me tropecé
con un periódico del día anterior, que alguien había dejado tirado en la calle
y, al levantarlo para arrojarlo al basurero, vi un aviso de empleo. Necesitaban
vendedores de terreno y no se requería experiencia previa; la entrevista era
con tenida formal. Al ver la fecha y la hora de la entrevista, noté que era en
un par de horas, a pocas cuadras de mi casa. Tomé aire y corrí a tomar una
ducha, recortar mi barba y lustrar mi calzado; la primera impresión lo es todo
(pensé).
Conseguí el trabajo y
hasta disfrutaba de lo que hacía. Más que vender suscripciones a revistas
extranjeras, lo que hacía era venderles estatus a jóvenes profesionales. Gente aspiracional que con muy poco trabajo, querían conquistar el éxito, y según
solía señalar en mi discurso de venta: “mi producto le abrirá las puertas a un
mundo reservado sólo para gente triunfadora, gente relacionada a un alto nivel
y con un bagaje cultural que no se encuentra en otras publicaciones de esta
misma línea”… Los arribistas caían como moscas. Era mi venganza en contra de
todos esos 'cerebritos' que me apabullaron en la universidad.
Tras algunos meses, el
incentivo de la venganza quedó atrás; debía tratar bien a mis clientes, porque
de su ego se alimentaba mi cuenta corriente. Había que moverse por distintas
ciudades, y las de provincia eran un nicho poco explotado. Decidí tomar un
avión a la zona costera y desde ahí, saltar de ciudad en ciudad hasta retornar
a la capital. Iba a ser un vuelo más, pero jamás pensé que el amor viajaba en
clase económica. Era una joven e inexperta aeromoza, cuyos ojos cafés y piel
canela me dejaron estupefacto. Sin duda, era la mujer con la que siempre había
soñado. Simulé que era mi primer viaje y que estaba un poco nervioso, por lo
que requerí de su ayuda en más de una oportunidad. Cuando se inclinó para
asegurarse de que tenía bien puesto el cinturón de seguridad, no pude evitar
desviar la vista a su sutil escote; un coqueto lunar atrajo mi atención. Ya no
cabía duda, esa mujer, que sin hacer nada fuera de lo normal, me estaba
arrebatando el corazón y el alma (y despertando mi lado salvaje).
Cuando aterrizamos,
esperé que ella abandonara el aeropuerto y le pedí al conductor del taxi que
siguiera el vehículo en que se trasladaba. Llegamos a un hotel y casualmente,
tenía habitaciones disponibles. El recepcionista me indicó la habitación 207,
“queda junto a la de aquellas jóvenes” – manifestó, con risa un tanto irónica.
Dejé mis cosas en la
habitación, me calcé las zapatillas, la remera y el short con que usualmente
salía a trotar. Esa sería una buena forma de salir a recorrer la costa y de
paso, ver la ubicación de potenciales futuros clientes; además, trotar siempre
me ayudaba a pensar y debía idear una estrategia para lograr un encuentro
casual con la encantadora aeromoza (su nombre era María Isabel, según pude
averiguar).
La ciudad no me era
desconocida, pasé algunos veranos en ella durante mi niñez. Enfilé hacia la
plaza central, donde se ubicaban un alto número de oficinas y restaurantes.
Tras un breve reconocimiento del terreno, dirigí mi rumbo hacia la costa. Era
una tarde cálida y muy agradable. Paré unos minutos a elongar junto una pequeña
plaza de juegos y para sorpresa mía, junto a mí pasaron trotando la bella María Isabel, junto a dos de sus compañeras de trabajo. Se detuvo de golpe, me
reconoció, pero esta vez su mirada era distinta y su sonrisa me dio pie para
dirigirle la palabra.
Sus amigas se alejaron
discretamente, y nosotros charlamos por unas horas. Nos sorprendió el atardecer
caminado por la playa. Grande fue su sorpresa al descubrir que alojábamos en el
mismo hotel. Esa noche la invité a cenar y sin titubear, le robé un beso, un
solitario, tierno y dulce beso. Cuando pensé que solo sería eso, ella se
abalanzó a mis brazos y antes de que lo notáramos, estábamos en mi habitación.
Por mis viajes, llevaba
mucho tiempo sin tener una aventura, y mucho tiempo más desde mi última
relación estable. No podía creer que tras varios meses de soledad y dedicación
exclusiva a mi trabajo, el amor me sonriera de manera tan intensa. La
estrechaba en mis brazos, miraba tiernamente sus ojos, sus labios, su sonrisa.
Recién la estaba conociendo, pero sentía que la conocía de toda la vida.
Esa misma noche ella
fue mía; comencé besando apasionadamente sus labios, y mientras una a una iban
cayendo nuestras vestimentas, asomó ese bello lunar que tanto había llamado mi
atención, lo besé sin prisa y con mucha sutileza. Sentí como se agitaba su
aliento y noté la firme erección de sus pezones, tras el brasier.
Cayeron nuestras
últimas prendas, la sangre ya nos hervía, pero no teníamos prisa. A la mañana
siguiente salía su vuelo y para eso faltaban varias horas…, y varios orgasmos…
De su cuello a su
lunar, y de ahí a sus pechos. Besos, sutiles o efusivos, según los estallidos
de nuestras hormonas. Bajé por su vientre y descubrí una sutil y suave flor,
cuyos pétalos se abrieron ante mis suspiros. Primero fueron mis labios, luego
mi lengua, quienes despertaron ese botón mágico. Corrientes eléctricas corrían
desde esa sutileza hacia sus rodillas, al tiempo que arqueaba su espalda y
sufría leves asfixias; espasmos de la piel, al tiempo que brotaba de ella una
dulce miel. Poseerla fue un sueño. Como volar sobre las nubes, quedarse sin
aire y volver al suelo.
Amándonos, nos
descubrió el amanecer. Ya se aproximaba la hora de la despedida y ninguno
quería ceder. La despedida fue dolorosa, pero la vida debía continuar. En dos
días volvería a la ciudad, dos días en que yo podría dedicarme a trabajar,
realizar algunas buenas ventas y luego, con ella disfrutar.
Meses estuvimos juntos,
su ruta de vuelo trazaba mi destino. Bailábamos, reíamos, nos amábamos con el
alma, como si fuera cosa de mi destino estar con ella, o el de ella estar
conmigo…
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