domingo, 25 de junio de 2017

Una cena para olvidar

Era el aniversario de matrimonio, y aunque ella estuvo varios días antes consultando si haría algo, yo callaba o cambiaba el rumbo de la conversación.

Llegado el día, solicité permiso en mi trabajo. Llevé los peques a la casa de mis suegros y les expliqué lo que planeaba hacer. Ellos, que adoraban a los pequeños, se quedaron muy contentos de poder pasar una noche de mimos y juegos con los nietos.

Por mi parte, no quería una cena de restaurante, quería privacidad; quería la seguridad del hogar y la cercanía del lecho. Debo reconocer que desde el nacimiento de los pequeños, eran muy pocos los instantes de intimidad que podían disfrutar, plenamente y a gusto.

Me di a la tarea de preparar el ambiente ideal. Como un hábil cazador que espera la presa, fui sigiloso. Puse atención hasta en el más mínimo detalle: Cubiertos, mantel, vasos... Comida... Y el postre; mi postre sería ella... En tanto llegara la iba a recibir con un ramo de rosas rojas. Luego la invitaría a servirse un aperitivo; vino blanco bien frío, y una tabla de quesos, jamones y hongos silvestres (que yo mismo había preparado en su oportunidad y guardaba hecho conservas).

La cena consistiría en un corte de carne, para lo cual no escatimé en gastos. La preparé a fuego muy lento, con variados aliños; la idea es que cada trozo que se llevara a la boca se deshiciera en esta, y que los aliños estimularan todos sus sentidos. De acompañamiento, papas cocidas molidas hechas bolitas y horneadas, una salsa de champiñones y ensaladas varias (zanahorias con trozos de nueces; lechugas con palmitos y aceitunas), cosas ¡frescas!, como ella solía decir. Todo esto acompañado de vino tinto. Una mezcla de Syrah - Carménère, que a mí me encantaba (servido a la temperatura justa).

Personalmente preparé cada plato, cada corte, cada pizca de aliño, no olvidando el detalle de la música; temas antiguos, temas con los que la enamoré en aquellos tiempos en que se bailaba música lenta y el abrazo comunicaba pasión o rechazo.

Para la intimidad, pétalos de rosa sobre la cama. Me di el trabajo de perfumar las sábanas, de manera sutil, pero evidente. Todo era perfecto, sólo faltaba que ella se hiciera presente.

Mi vestuario, camisa holgada con dos botones desabrochados que permitían ver el vello de mi pecho, pantalón de tela y calzado liviano (ropa fácil de quitar, pensaba yo); afeitada al ras y el perfume que ella me había obsequiado para navidad.

En tanto sentí estacionar el auto corrí a la puerta; ella, elegantemente vestida, traía una pequeña cartera en su mano derecha, muy apegada a su vientre, mientra con los dedos de la mano izquierda se tomaba las sienes. Pasó rápidamente por el comedor sin notar que la mesa estaba puesta, llegó al dormitorio y se puso su pijama, mientras me pedía que le llevara un "guatero" con agua caliente; corrí a la cocina, para llenar el recipiente, mientras en la habitación el perfume en las sábanas le provocó nauseas y corrió al baño a vomitar lo poco que tenía en el estómago. En ese instate yo ya tenía claro que lo que había preparado con tanto cariño no lo podríamos disfrutar. El momento ya se estaba tornando muy incómodo para mí. Al salir del baño, se topó conmigo, me dijo que era un imbécil por derramar su perfume favorito; tomó el "guatero" y se fue a la pieza de los niños, cerrando de golpe la puerta y poniendo llave a esta.

A esas alturas, yo aún muy confundido pasé de la preocupación a la pena y de la pena a la rabia... ¡Mujeres y su famoso período!... Entre dientes murmuré lo que parecían ser unos garabatos, mientras guardaba la loza y el mantel. La tabla y el plato principal fueron a dar al basurero, y el vino..., el vino no. Llené una copa y me senté a oír la música que sonaba en ese instante; eran aquellas dulces melodías que bailamos nuestra primera noche juntos, cuando tras algunas copas nos retiramos a la alcohoba y nos entregamos por completo. Lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer, fue cuando entre mis labios su flor se abrió y su capullo estalló tras un sublime gemido... Me quedé horas sosteniendo la copa a medio llenar, mirando el fuego a través del cristal de la estufa, el cual se iba extinguiendo lentamente a medida que avanzaba la noche.

Bebí de un sorbo el frío vino y me fui a dormir... Solo... Triste... Apesadumbrado... Era una cena para olvidar y lo peor de todo, ella jamás se enteró de todo lo que yo había hecho por revivir esa noche en que fuimos uno por vez primera, noche en que realizamos todos nuestros sueños y yo aprendí entre sus piernas, lo que era una mujer verdadera...

domingo, 11 de junio de 2017

El amante

Llevábamos saliendo desde hace algún tiempo y la armonía que resplandecía en nosotros era algo más que evidente. Las tardes se habían vuelto nuestro refugio favorito, así como caminar por el parque a la sombra de los árboles, árboles vestidos de tonos rojos y marrones a causa del otoño.
En el centro de la plaza, bajo un añoso abeto había una deslustrada banca de colores ya irreconocibles, esa banca había sido el lugar en que nos sentamos en nuestra primera cita, donde le di el primer beso y donde charlábamos tardes enteras, o solo nos abrazábamos viendo como el viento desnudaba los caducos árboles.
Tanta armonía a veces se veía perturbada por un brillo gris en su mirada, pero ante cualquier pregunta ella respondía que nada sucedía, entonces me abrazaba, me besaba y me pedía que jamás la dejara sola. Sus palabras me confundían un poco, ya que yo la quería bien; para mí jamás fue una aventura o un capricho, ella hizo florecer en mí algo que yo jamás había sentido.
Ambos habíamos tenido romances previos, disfrutado de momentos felices pero también de crueles decepciones. Nuestro pasado hacía que fuéramos más cautos a la hora de expresar nuestro sentir, pero esa tarde, ese día en particular, un beso, un dulce, solitario y prolongado beso, despertó en nosotros ese sentir más intenso, más cercano a la piel que a los sentimientos.
Caminamos sin rumbo conocido, aunque ambos sabíamos nuestro destino, el viejo hotel de junto al río. Cenamos y luego pedimos una habitación. Ella tomó mi mano y me siguió un paso detrás de mí. En ese instante yo no noté nada raro, ella lucía feliz, radiante y muy hermosa también.
Ingresamos a la habitación, una pieza con decorado antiguo, algo descolorido, con sus cortinas raídas, pero una vista muy bella, se veían los letreros luminosos de los restaurantes ubicados en el otro lado del río. La cama era amplia y tras dejarme caer noté que rechinaba un poco, muy poco. Ella me observaba en silencio, tenía una risa nerviosa.
Tomé una ducha mientras ella admiraba la vista, para cuando volví al cuarto ya estaba entre las sábanas; fui donde ella y le besé en la frente, luego en los labios, me quité la toalla y le hice compañía. Mi frío cuerpo desnudo contrastaba con la tibieza del suyo; nos besamos sin acariciarnos, solo abrazados, evitándonos un poco, como temiendo que el contacto anticipado de nuestras ansias nos perturbara de alguna forma, afectando el momento.
Le besé en la boca, en los ojos y en su frente, mientras ella se dejaba llevar por la pasión, por los sentimientos. Besé su cuello y seguí un par de lunares hasta llegar a su pecho, su albo y delicado pecho cuya piel se erizó al primer beso. Hice una pausa, la miré y le vi dispuesta, entonces besé con sutileza esos botones púrpura, de forma alterna y sin despegar mis manos de su cintura. Noté que mordió su labio inferior y con mi mano exploré su hirsuto bello, deslizándome después suavemente entre sus piernas. Percibí su deseo y un sutil gemido me indicó el punto en que se estremecía su ser. Le sentí arder y llegue a la fuente de su pasión líquida, mientras mis besos alcanzaban el punto que dejaron libre mis dedos.
Hasta ahí yo estaba confiado de mis dotes como amante pero había algo, un cierto nerviosismo que me desconcentraba. Hice una pausa y le consulté si algo le pasaba. Besé sus pechos, su boca y me recosté junto a ella esperando me dijera si algo le sucedía.
Charlamos un rato, bebimos una copa de vino que pedimos nos llevaran a la habitación. Ella se cubrió, sentía vergüenza de lo sucedido, mas yo permanecí desnudo y le abracé sin presionar el momento, sin exigirle culminar lo que horas antes inició con un beso.
Le besé, le besé de la manera más dulce y sutil que jamás había besado, entonces ella acarició mi espalda, mis muslos y sintió mi viril pasión dispuesta a satisfacer sus ansias. Cayeron sus ropas y ahí, de pie frente a la ventana, abrazó mis caderas con sus piernas y fuimos uno. Su pasión parecía no tener límite y yo, yo estaba extasiado ante ese frenesí de lujuria y deseo.

El amanecer nos sorprendió tendidos sobre una desecha cama, ella acostada boca abajo mirando hacia la ventana y yo, con mi brazo sobre su espalda. Le acaricié suavemente, recorrí su armónica figura con mis manos y luego nos vestimos, no sin antes besarnos hasta provocarnos una última arremetida, un último estertor que acabara con nuestras ganas…