Era el aniversario de matrimonio, y aunque ella estuvo varios días antes consultando si haría algo, yo callaba o cambiaba el rumbo de la conversación.
Llegado el día, solicité permiso en mi trabajo. Llevé los peques a la casa de mis suegros y les expliqué lo que planeaba hacer. Ellos, que adoraban a los pequeños, se quedaron muy contentos de poder pasar una noche de mimos y juegos con los nietos.
Por mi parte, no quería una cena de restaurante, quería privacidad; quería la seguridad del hogar y la cercanía del lecho. Debo reconocer que desde el nacimiento de los pequeños, eran muy pocos los instantes de intimidad que podían disfrutar, plenamente y a gusto.
Me di a la tarea de preparar el ambiente ideal. Como un hábil cazador que espera la presa, fui sigiloso. Puse atención hasta en el más mínimo detalle: Cubiertos, mantel, vasos... Comida... Y el postre; mi postre sería ella... En tanto llegara la iba a recibir con un ramo de rosas rojas. Luego la invitaría a servirse un aperitivo; vino blanco bien frío, y una tabla de quesos, jamones y hongos silvestres (que yo mismo había preparado en su oportunidad y guardaba hecho conservas).
La cena consistiría en un corte de carne, para lo cual no escatimé en gastos. La preparé a fuego muy lento, con variados aliños; la idea es que cada trozo que se llevara a la boca se deshiciera en esta, y que los aliños estimularan todos sus sentidos. De acompañamiento, papas cocidas molidas hechas bolitas y horneadas, una salsa de champiñones y ensaladas varias (zanahorias con trozos de nueces; lechugas con palmitos y aceitunas), cosas ¡frescas!, como ella solía decir. Todo esto acompañado de vino tinto. Una mezcla de Syrah - Carménère, que a mí me encantaba (servido a la temperatura justa).
Personalmente preparé cada plato, cada corte, cada pizca de aliño, no olvidando el detalle de la música; temas antiguos, temas con los que la enamoré en aquellos tiempos en que se bailaba música lenta y el abrazo comunicaba pasión o rechazo.
Para la intimidad, pétalos de rosa sobre la cama. Me di el trabajo de perfumar las sábanas, de manera sutil, pero evidente. Todo era perfecto, sólo faltaba que ella se hiciera presente.
Mi vestuario, camisa holgada con dos botones desabrochados que permitían ver el vello de mi pecho, pantalón de tela y calzado liviano (ropa fácil de quitar, pensaba yo); afeitada al ras y el perfume que ella me había obsequiado para navidad.
En tanto sentí estacionar el auto corrí a la puerta; ella, elegantemente vestida, traía una pequeña cartera en su mano derecha, muy apegada a su vientre, mientra con los dedos de la mano izquierda se tomaba las sienes. Pasó rápidamente por el comedor sin notar que la mesa estaba puesta, llegó al dormitorio y se puso su pijama, mientras me pedía que le llevara un "guatero" con agua caliente; corrí a la cocina, para llenar el recipiente, mientras en la habitación el perfume en las sábanas le provocó nauseas y corrió al baño a vomitar lo poco que tenía en el estómago. En ese instate yo ya tenía claro que lo que había preparado con tanto cariño no lo podríamos disfrutar. El momento ya se estaba tornando muy incómodo para mí. Al salir del baño, se topó conmigo, me dijo que era un imbécil por derramar su perfume favorito; tomó el "guatero" y se fue a la pieza de los niños, cerrando de golpe la puerta y poniendo llave a esta.
A esas alturas, yo aún muy confundido pasé de la preocupación a la pena y de la pena a la rabia... ¡Mujeres y su famoso período!... Entre dientes murmuré lo que parecían ser unos garabatos, mientras guardaba la loza y el mantel. La tabla y el plato principal fueron a dar al basurero, y el vino..., el vino no. Llené una copa y me senté a oír la música que sonaba en ese instante; eran aquellas dulces melodías que bailamos nuestra primera noche juntos, cuando tras algunas copas nos retiramos a la alcohoba y nos entregamos por completo. Lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer, fue cuando entre mis labios su flor se abrió y su capullo estalló tras un sublime gemido... Me quedé horas sosteniendo la copa a medio llenar, mirando el fuego a través del cristal de la estufa, el cual se iba extinguiendo lentamente a medida que avanzaba la noche.
Bebí de un sorbo el frío vino y me fui a dormir... Solo... Triste... Apesadumbrado... Era una cena para olvidar y lo peor de todo, ella jamás se enteró de todo lo que yo había hecho por revivir esa noche en que fuimos uno por vez primera, noche en que realizamos todos nuestros sueños y yo aprendí entre sus piernas, lo que era una mujer verdadera...