Llevábamos saliendo desde
hace algún tiempo y la armonía que resplandecía en nosotros era algo más que
evidente. Las tardes se habían vuelto nuestro refugio favorito, así como
caminar por el parque a la sombra de los árboles, árboles vestidos de tonos
rojos y marrones a causa del otoño.
En el centro de la plaza,
bajo un añoso abeto había una deslustrada banca de colores ya irreconocibles,
esa banca había sido el lugar en que nos sentamos en nuestra primera cita,
donde le di el primer beso y donde charlábamos tardes enteras, o solo nos
abrazábamos viendo como el viento desnudaba los caducos árboles.
Tanta armonía a veces se
veía perturbada por un brillo gris en su mirada, pero ante cualquier pregunta
ella respondía que nada sucedía, entonces me abrazaba, me besaba y me pedía que
jamás la dejara sola. Sus palabras me confundían un poco, ya que yo la quería
bien; para mí jamás fue una aventura o un capricho, ella hizo florecer en mí
algo que yo jamás había sentido.
Ambos habíamos tenido
romances previos, disfrutado de momentos felices pero también de crueles
decepciones. Nuestro pasado hacía que fuéramos más cautos a la hora de expresar
nuestro sentir, pero esa tarde, ese día en particular, un beso, un dulce,
solitario y prolongado beso, despertó en nosotros ese sentir más intenso, más
cercano a la piel que a los sentimientos.
Caminamos sin rumbo
conocido, aunque ambos sabíamos nuestro destino, el viejo hotel de junto al
río. Cenamos y luego pedimos una habitación. Ella tomó mi mano y me siguió un
paso detrás de mí. En ese instante yo no noté nada raro, ella lucía feliz,
radiante y muy hermosa también.
Ingresamos a la
habitación, una pieza con decorado antiguo, algo descolorido, con sus cortinas
raídas, pero una vista muy bella, se veían los letreros luminosos de los
restaurantes ubicados en el otro lado del río. La cama era amplia y tras
dejarme caer noté que rechinaba un poco, muy poco. Ella me observaba en
silencio, tenía una risa nerviosa.
Tomé una ducha mientras
ella admiraba la vista, para cuando volví al cuarto ya estaba entre las
sábanas; fui donde ella y le besé en la frente, luego en los labios, me quité
la toalla y le hice compañía. Mi frío cuerpo desnudo contrastaba con la tibieza
del suyo; nos besamos sin acariciarnos, solo abrazados, evitándonos un poco,
como temiendo que el contacto anticipado de nuestras ansias nos perturbara de alguna
forma, afectando el momento.
Le besé en la boca, en
los ojos y en su frente, mientras ella se dejaba llevar por la pasión, por los
sentimientos. Besé su cuello y seguí un par de lunares hasta llegar a su pecho,
su albo y delicado pecho cuya piel se erizó al primer beso. Hice una pausa, la
miré y le vi dispuesta, entonces besé con sutileza esos botones púrpura, de
forma alterna y sin despegar mis manos de su cintura. Noté que mordió su labio
inferior y con mi mano exploré su hirsuto bello, deslizándome después
suavemente entre sus piernas. Percibí su deseo y un sutil gemido me indicó el
punto en que se estremecía su ser. Le sentí arder y llegue a la fuente de su
pasión líquida, mientras mis besos alcanzaban el punto que dejaron libre mis
dedos.
Hasta ahí yo estaba confiado
de mis dotes como amante pero había algo, un cierto nerviosismo que me
desconcentraba. Hice una pausa y le consulté si algo le pasaba. Besé sus
pechos, su boca y me recosté junto a ella esperando me dijera si algo le
sucedía.
Charlamos un rato,
bebimos una copa de vino que pedimos nos llevaran a la habitación. Ella se
cubrió, sentía vergüenza de lo sucedido, mas yo permanecí desnudo y le abracé
sin presionar el momento, sin exigirle culminar lo que horas antes inició con
un beso.
Le besé, le besé de la
manera más dulce y sutil que jamás había besado, entonces ella acarició mi
espalda, mis muslos y sintió mi viril pasión dispuesta a satisfacer sus ansias.
Cayeron sus ropas y ahí, de pie frente a la ventana, abrazó mis caderas con sus
piernas y fuimos uno. Su pasión parecía no tener límite y yo, yo estaba
extasiado ante ese frenesí de lujuria y deseo.
El amanecer nos
sorprendió tendidos sobre una desecha cama, ella acostada boca abajo mirando
hacia la ventana y yo, con mi brazo sobre su espalda. Le acaricié suavemente,
recorrí su armónica figura con mis manos y luego nos vestimos, no sin antes
besarnos hasta provocarnos una última arremetida, un último estertor que acabara
con nuestras ganas…
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