lunes, 25 de junio de 2018

Calles viejas


La vida quiso que volviera a pisar esas viejas calles donde mis pisadas no dejaron huella. Seguían en pie las mismas casas con sus pinturas cada vez más añejas, algunos adoquines sobrevivían en las veredas mientras los débiles árboles parecían poseer nuevas fuerzas, engalanados de blanco sus fustes rectos, como si a mano los hubieran pintado.

         El almacén de la esquina había cerrado, como cerrado estuvo el día en que mi primer beso me fue robado. Se llamaba Teresa, una chica de octavo grado que siempre tomaba lo que quería. No sé en qué minuto llamé su atención, ni por qué me había besado, solo recuerdo que sus labios sabían a fresa fresca, mientras sus cabellos olían a jazmines y sus ropas a violetas.

         A pasos del almacén se ubicaba el juzgado, lleno de gente por el día, mientras por las noches parecía un lugar abandonado. Allí besé a Ximena, la de la sonrisa eterna, la de mejillas rosadas y cabellos rizados, como pelo de muñeca. La estreché entre mis brazos y sin que ella se opusiera, besé su boca hasta que el infortunio interrumpió la pasión que afloraba; su padre, de pocas palabras, me tomó por el cuello y me arrojó como si nada.

         Poco más adelante seguía en pie el viejo sauce, aquel donde apoyé a Florencia, la de las largas trenzas, quien besaba sin gracia alguna, pero tenía unas caderas que se contorneaban cadenciosamente, provocando toda la lujuria contenida en mi cuerpo adolescente. Recuerdo que yo no era el único que soñaba con su cintura o tenía húmedos sueños pensando en su figura; también le interesaba a Max, Alex y al Correa, un bandido adolescente, cobarde y pendenciero, que amenazaba a quien la pretendiera. Nos trenzamos a golpes por ella; perdí no solo dos dientes y el orgullo, sino que además se quedó con ella.

         Justo en frente de la plazoleta una banca sobrevivía desde aquella época; era la única y aunque algo caída, seguía siendo el lugar favorito de quienes amor se prometieran. Allí me declaré a Margarita, a Isabel y Violeta; allí besé a Estela, a Gabriela y Manuela. Desde ahí vi pasar a Cristina, a Carmen y Javiera, a Constanza y Adelaida, a Fernanda y también a Paola…

Tantos recuerdos, tantos momentos bellos de otro mundo, de otro tiempo; ahora ya nadie queda. Se marcharon mis amigos, algunos de sus padres, abuelos o solitarios que vivían apegados a una botella.

         Mientras divagaba oí una voz que no me era familiar, me llamó por mi nombre y dijo llamarse Manuela; no podía ser esa Manuela, la hermana pequeña de Carmela, aquella que me dejó por Marcos y terminó casada con el crespo Contreras. Hablé con ella como si la conociera, entonces sonrió y sí era ella, la hermana pequeña de Carmela, la que colgaba de mi cuello como si robarme un beso quisiera.

         Charlamos largo y tendido, como si un gran amigo yo fuera; nos sentamos bajo el sauce, en la banca única banca que había sobrevivido en estos años. Reímos, recordamos viejos amigos y en un momento inesperado, tomó mi mano y sin que yo opusiera resistencia, un beso robó de mis labios. Fue un beso breve, sin pasión pero con mucho corazón. En seco me detuvo cuando quise darle respuesta, a decir verdad, me explicó que era una fantasía que tenía desde aquellos tiempos en que se colgaba de mi cuello y yo no atendía sus infantiles protestas. Se puso de pie y se marchó, haciendo gala de unas hermosas caderas que se cimbraban, como provocando que tras sus pasos fuera.

         Llegó la noche y con ella el silencio, volvieron a mí los recuerdos, los viejos momentos pero lo sucedido con Manuela me hizo ver la vida de otra forma, otra vez yo era un chicuelo…

lunes, 26 de marzo de 2018

Asistente personal


Asistente personal

         Cuando se es joven, uno mira el futuro como algo lejano, algo que quizá no sucederá jamás; pero los años pasan y la vida va sumando nuevas lecciones que, de ser oídas, van pavimentando el camino que uno ha trazado.

Es del caso que ya, pasados los 40, obtuve mi primer triunfo laboral y este fue el de gerenciar, o más bien dicho “administrar”, una empresa familiar de aquellas reacias al cambio, pero que no desprecian las oportunidades que vienen acompañadas de resultados exitosos y yo, calzaba con sus necesidades; ello se debía a que llevaba años trabajando para la empresa líder en el área y, aunque mi puesto no era de gran jerarquía, me permitía estar interiorizado de cada detalle, en cuanto a las innovadoras propuestas que se llevaban a cabo.

Al principio hubo dificultades para compatibilizar lo moderno con lo tradicional, pero las cosas se fueron flexibilizando al ver los resultados. Pero una cosa son los resultados inmediatos y otra, el mantenerlos en el tiempo.

Don Bernabé, hombre de avanzada edad, había mantenido una tradición de estabilidad laboral que mantenía contentos a sus empleados, algunos de ellos de avanzada edad, y mi trabajo era conseguir resultados manteniendo esa tradición. Doris, mi secretaria, era una de las más antiguas en la empresa y por ello me fue asignada. Efectivamente, conocía cada detalle del funcionamiento de la empresa y me puso al día en cuanto a lo que me era necesario saber; cosa que agradecí muchísimo porque ayudó a que prontamente se vieran resultados de mi gestión.

Transcurridos seis meses, tuve que ausentarme de la empresa para ser parte de una gira comercial que nos permitiría ofrecer nuestros productos a terceros, cosa que permitiría en definitiva, el real despegue de la empresa.

Dado su delicado estado de salud, era imposible que Doris me acompañara y su presencia se me hacía necesaria, no solo por sus conocimientos de la empresa (los cuales ya me había transmitido íntegramente), sino que por su posición de empleado leal, que mantenía ante Don Bernabé. Aunque mis resultados fueron más allá de lo esperado, no lo sentía con la suficiente confianza como para cederme las riendas de la empresa, así, sin garantías definitivas. Por otra parte, yo sospechaba que él se enteraba de mis avances, primero por Doris y luego por las cifras que redondeaba el contador de la empresa.

Así las cosas, Doris me sería igualmente útil estando en la empresa, pero yo necesitaba alguien de su confianza, para que me acompañara. ¿Por qué? (inquirió ella), precisamente para solucionar cualquier imponderable que surgiera, para lo cual ambas debían conocerse y saber que estaban transmitiendo información clara y precisa. Ahí conocí a Fernanda. Ella trabajaba en una sucursal externa y no habíamos tenido la oportunidad de vernos, lo que no fue impedimento al momento de yo saber sus funciones y resultados (bastante buenos por lo demás). Era la persona perfecta.

El viaje se desarrolló sin contratiempos, llegamos a destino y procedimos a alojarnos en un hotel que satisfacía nuestras necesidades. Ella quedó en la habitación contigua a la mía y tras los resultados en las primeras jornadas la invité a cenar. Era una cena informal, pero ella llegó con un vestido muy bello, sobrio pero ceñido al cuerpo lo que daba cuenta de una cuidada figura. Me sorprendió apreciando su belleza, esbozando un gesto de desagrado; “no se haga ilusiones conmigo”, manifestó. La vergüenza del momento de hizo no ser capaz de mirarla a los ojos en toda la velada; velada en la cual estaban presentes delegados de otras empresas, quienes también resultaron encantados por mi bella acompañante.

Faltaban dos días para el cierre de la feria y los resultados se fueron dando según lo esperado. Fernanda mantenía permanente contacto don Doris y a la vez don Bernabé estaba al tanto de todo, permitiéndome trabajar de forma más abierta.

Ya con varios compromisos en carpeta, era la hora de regresar a la empresa, pero un problema con los vuelos nos dejó varados un día más, por lo que debimos regresar al hotel y dado que solo debíamos esperar, invité a Fernanda a almorzar, comprometiéndome esta vez a no ser el lascivo ser humano de días atrás. Por primera vez la vi sonreír. Luego del almuerzo salimos a caminar y charlamos de cosas triviales y claro, no podían quedar fuera los temas de la empresa. Regresamos a la hora de la cena, ella subió a tomar una ducha mientras yo fui por ropa más cómoda.

Estando en mi habitación salí al balcón, la tarde lucía hermosa y aunque ya casi estábamos en penumbras, las luces de la ciudad prologaban ese efecto mágico de paz y tranquilidad. Divagaba cuando percibí que se abría la ventana de la habitación contigua; era Fernanda, quien asomaba para observar el mismo paisaje que me tenía extasiado. Ella no notó mi presencia y, creo que de haberla notado, poco le habría importado. La vi salir envuelta en la toalla del hotel, con su cabello envuelto en otra más pequeña. Su tez era de un tostado suave, muy hermoso. Sus brazos delicados y sus piernas contorneadas, daban clara cuenta de las horas de gimnasio a las que probablemente acudía sin falta. Definitivamente era una muy hermosa mujer, algo fría quizá, pero hermosa desde sus cabellos, hasta la punta de los pies… Nuevamente me sorprendió admirándola, lo que me hizo enrojecer al punto de no saber dónde ocultarme; pero esta vez se sonrió... Sí; se sonrió. Me dijo que no tardaría, que tenía hambre y me cobraría mis imprudencias con una copa de vino, durante la cena.

Según estimé, me alcanzaba el tiempo para tomar una ducha y no acudir hecho un desastre; o al menos, mejor de como lucía en ese momento. Bajé por las escaleras y nos encontramos en el pasillo que conducía al comedor (ella bajó en el ascensor). Tras ubicar la mesa que había reservado, pedimos a la carta y ella solicitó un vino de su agrado; para sorpresa mía, no solo un excelente vino, sino que uno que también era de mi gusto.

Quise iniciar la charla y para variar, no fue de la mejor manera. Manifesté que había llegado primero, a pesar de haber tomado una ducha tras nuestro encuentro en el balcón; pero ella, muy tranquila, afirmó que estuvo esperando a que yo cerrara mi puerta tras salir, para después salir ella, dado que no era de caballeros dejar esperando a una dama. A esas alturas mi vergüenza era máxima, pero ella dulcemente tomó mi mano y me tranquilizó, señalando que estuvo lista solo un par de minutos antes que yo… Contrario a lo que ella pensaba, nuevamente me sonrojé; ella verdaderamente era una dama.

Nos sirvieron la cena y disfrutamos del vino, sin darnos cuenta de la hora, de no ser porque el mozo se presentó con la cuenta y manifestó que ya se había cerrado la cocina. Realmente estaba disfrutando del momento y de la compañía, ante lo cual la invité al bar a beber unos margaritas u otro trago que fuera de su agrado. La acompañé del brazo, ante lo cual me miró extrañada pero no manifestó desagrado; sonrió, y no paró de sonreír hasta que estuvimos frente a la puerta de su cuarto.

La noche estuvo maravillosa, tranquila y hasta ahí, perfecta. Yo no quería matar el momento y decidí despedirme y enfilar hacia mi habitación, cuando oí que me llamaba por mi nombre. Era primera vez que lo hacía, lo cual me turbó un poco. Me pidió que le ayudara; antes de salir se había atorado la cremallera de su vestido y no quería dañarlo. Con mucho cuidado fui deslizando la cremallera, hasta que su espalda quedó al descubierto. No pude evitar deslizar una caricia, tomarla por los hombros y besarle detrás de su cuello…

El vestido se deslizó hasta el suelo, ella seguía dándome la espalda y yo ya estaba besando su cuello. Mis manos se habían apartado de sus hombros, ahora alcanzaban sus pechos, firmes y turgentes, como turgente estaba mi hombría, mientas suavemente se apoyaba su espalda en mi pecho.

Volteó suavemente, mientras la admiré nuevamente en silencio. Tenía un lunar junto a su cuello, bajo su mentón, y otro más discreto, entre sus pechos, los que instintivamente besé (y lamí), sin siquiera pedir su consentimiento. Ella me arrancó la camisa, haciendo saltar lejos los botones. Pasó a la ofensiva; me arrojó sobre la cama y me desnudó en cosa de segundos, para luego atrapar mi virilidad entre sus labios. Fue salvaje, fue intensa, fue todo lo hembra que uno podía esperar que fuera. Todo eso mientras terminaba de desnudarse. Luego saltó sobre mí y aproximó sus caderas a las mías, dirigió la embestida y sentí el fuego intenso de su entrepierna. Una vez más cogí sus pechos, lamí con fuerza, mientras ella se contorneaba, se cimbraba, se mecía… Nuestros pechos sudaban; el de ella resplandecía con la luz de la luna que se filtraba por la ventana…

Cesaron sus movimientos, pero su orgasmo aún no llegaba; pasé a la ofensiva, ahora sobre ella, besaba su cuello mientras ella gemía pidiendo que no me detuviera. En realidad, era una mujer intensa y, aunque claramente no era la primera en mi vida (ni yo en la suya), parecía estar cumpliendo sus expectativas. Esta vez yo no quedaría mal (me decía a mí mismo), entonces embestía con más pasión, con más gallardía, hasta que la sentí estallar, derramarse intensamente, mientras pedía más, y gemía… En ese punto yo sentía que estaba a la altura, cuando me derramé en ella, sintiendo que me quemaba, que ella también había alcanzado su orgasmos… Nos besamos, nos miramos a los ojos y nos quedamos abrazados hasta que nos sorprendió el alba.

Desayunamos junto; pedimos servicio a la habitación. Ya se aproximaba la hora de nuestro vuelo pero no me quería separar de ella. Nos amamos nuevamente, con la misma pasión derrochada durante la noche… Esta vez, sus besos fueron más tiernos, aunque no por ello fue menos intensa…

Regresamos a la empresa, felices con los logros cosechados. Bárbara volvió a la sucursal que administraba y yo con mi servicial secretaria.

Pasados los días, Doris me sorprendió mirando por la ventana, con la mirada perdida, como si algo me faltara. Espero que no se haya enamorado de la hija del jefe, manifestó… Creo que me delató mi cara de sorpresa… ¿La hija del jefe?... Sí, respondió; una que tuvo por fuera de su matrimonio... Su única hija, aunque solo lleva el apellido de la madre…, remató…