Asistente
personal
Cuando se es joven, uno mira el futuro como algo lejano,
algo que quizá no sucederá jamás; pero los años pasan y la vida va sumando
nuevas lecciones que, de ser oídas, van pavimentando el camino que uno ha
trazado.
Es del caso que ya,
pasados los 40, obtuve mi primer triunfo laboral y este fue el de gerenciar, o
más bien dicho “administrar”, una empresa familiar de aquellas reacias al
cambio, pero que no desprecian las oportunidades que vienen acompañadas de
resultados exitosos y yo, calzaba con sus necesidades; ello se debía a que
llevaba años trabajando para la empresa líder en el área y, aunque mi puesto no
era de gran jerarquía, me permitía estar interiorizado de cada detalle, en
cuanto a las innovadoras propuestas que se llevaban a cabo.
Al principio hubo
dificultades para compatibilizar lo moderno con lo tradicional, pero las cosas
se fueron flexibilizando al ver los resultados. Pero una cosa son los
resultados inmediatos y otra, el mantenerlos en el tiempo.
Don Bernabé, hombre de
avanzada edad, había mantenido una tradición de estabilidad laboral que
mantenía contentos a sus empleados, algunos de ellos de avanzada edad, y mi
trabajo era conseguir resultados manteniendo esa tradición. Doris, mi
secretaria, era una de las más antiguas en la empresa y por ello me fue asignada.
Efectivamente, conocía cada detalle del funcionamiento de la empresa y me puso
al día en cuanto a lo que me era necesario saber; cosa que agradecí muchísimo
porque ayudó a que prontamente se vieran resultados de mi gestión.
Transcurridos seis meses,
tuve que ausentarme de la empresa para ser parte de una gira comercial que nos
permitiría ofrecer nuestros productos a terceros, cosa que permitiría en
definitiva, el real despegue de la empresa.
Dado su delicado estado
de salud, era imposible que Doris me acompañara y su presencia se me hacía
necesaria, no solo por sus conocimientos de la empresa (los cuales ya me había
transmitido íntegramente), sino que por su posición de empleado leal, que
mantenía ante Don Bernabé. Aunque mis resultados fueron más allá de lo
esperado, no lo sentía con la suficiente confianza como para cederme las
riendas de la empresa, así, sin garantías definitivas. Por otra parte, yo
sospechaba que él se enteraba de mis avances, primero por Doris y luego por las
cifras que redondeaba el contador de la empresa.
Así las cosas, Doris me
sería igualmente útil estando en la empresa, pero yo necesitaba alguien de su
confianza, para que me acompañara. ¿Por qué? (inquirió ella), precisamente para
solucionar cualquier imponderable que surgiera, para lo cual ambas debían
conocerse y saber que estaban transmitiendo información clara y precisa. Ahí
conocí a Fernanda. Ella trabajaba en una sucursal externa y no habíamos tenido
la oportunidad de vernos, lo que no fue impedimento al momento de yo saber sus
funciones y resultados (bastante buenos por lo demás). Era la persona perfecta.
El viaje se desarrolló
sin contratiempos, llegamos a destino y procedimos a alojarnos en un hotel que
satisfacía nuestras necesidades. Ella quedó en la habitación contigua a la mía
y tras los resultados en las primeras jornadas la invité a cenar. Era una cena
informal, pero ella llegó con un vestido muy bello, sobrio pero ceñido al
cuerpo lo que daba cuenta de una cuidada figura. Me sorprendió apreciando su
belleza, esbozando un gesto de desagrado; “no se haga ilusiones conmigo”,
manifestó. La vergüenza del momento de hizo no ser capaz de mirarla a los ojos
en toda la velada; velada en la cual estaban presentes delegados de otras
empresas, quienes también resultaron encantados por mi bella acompañante.
Faltaban dos días para el
cierre de la feria y los resultados se fueron dando según lo esperado. Fernanda
mantenía permanente contacto don Doris y a la vez don Bernabé estaba al tanto
de todo, permitiéndome trabajar de forma más abierta.
Ya con varios compromisos
en carpeta, era la hora de regresar a la empresa, pero un problema con los
vuelos nos dejó varados un día más, por lo que debimos regresar al hotel y dado
que solo debíamos esperar, invité a Fernanda a almorzar, comprometiéndome esta
vez a no ser el lascivo ser humano de días atrás. Por primera vez la vi
sonreír. Luego del almuerzo salimos a caminar y charlamos de cosas triviales y
claro, no podían quedar fuera los temas de la empresa. Regresamos a la hora de
la cena, ella subió a tomar una ducha mientras yo fui por ropa más cómoda.
Estando en mi habitación
salí al balcón, la tarde lucía hermosa y aunque ya casi estábamos en penumbras,
las luces de la ciudad prologaban ese efecto mágico de paz y tranquilidad.
Divagaba cuando percibí que se abría la ventana de la habitación contigua; era
Fernanda, quien asomaba para observar el mismo paisaje que me tenía extasiado.
Ella no notó mi presencia y, creo que de haberla notado, poco le habría
importado. La vi salir envuelta en la toalla del hotel, con su cabello envuelto
en otra más pequeña. Su tez era de un tostado suave, muy hermoso. Sus brazos
delicados y sus piernas contorneadas, daban clara cuenta de las horas de gimnasio
a las que probablemente acudía sin falta. Definitivamente era una muy hermosa
mujer, algo fría quizá, pero hermosa desde sus cabellos, hasta la punta de los
pies… Nuevamente me sorprendió admirándola, lo que me hizo enrojecer al punto
de no saber dónde ocultarme; pero esta vez se sonrió... Sí; se sonrió. Me dijo
que no tardaría, que tenía hambre y me cobraría mis imprudencias con una copa
de vino, durante la cena.
Según estimé, me
alcanzaba el tiempo para tomar una ducha y no acudir hecho un desastre; o al
menos, mejor de como lucía en ese momento. Bajé por las escaleras y nos
encontramos en el pasillo que conducía al comedor (ella bajó en el ascensor).
Tras ubicar la mesa que había reservado, pedimos a la carta y ella solicitó un
vino de su agrado; para sorpresa mía, no solo un excelente vino, sino que uno
que también era de mi gusto.
Quise iniciar la charla y
para variar, no fue de la mejor manera. Manifesté que había llegado primero, a
pesar de haber tomado una ducha tras nuestro encuentro en el balcón; pero ella,
muy tranquila, afirmó que estuvo esperando a que yo cerrara mi puerta tras
salir, para después salir ella, dado que no era de caballeros dejar esperando a
una dama. A esas alturas mi vergüenza era máxima, pero ella dulcemente tomó mi
mano y me tranquilizó, señalando que estuvo lista solo un par de minutos antes
que yo… Contrario a lo que ella pensaba, nuevamente me sonrojé; ella
verdaderamente era una dama.
Nos sirvieron la cena y
disfrutamos del vino, sin darnos cuenta de la hora, de no ser porque el mozo se
presentó con la cuenta y manifestó que ya se había cerrado la cocina. Realmente
estaba disfrutando del momento y de la compañía, ante lo cual la invité al bar
a beber unos margaritas u otro trago que fuera de su agrado. La acompañé del
brazo, ante lo cual me miró extrañada pero no manifestó desagrado; sonrió, y no
paró de sonreír hasta que estuvimos frente a la puerta de su cuarto.
La noche estuvo
maravillosa, tranquila y hasta ahí, perfecta. Yo no quería matar el momento y
decidí despedirme y enfilar hacia mi habitación, cuando oí que me llamaba por
mi nombre. Era primera vez que lo hacía, lo cual me turbó un poco. Me pidió que
le ayudara; antes de salir se había atorado la cremallera de su vestido y no
quería dañarlo. Con mucho cuidado fui deslizando la cremallera, hasta que su
espalda quedó al descubierto. No pude evitar deslizar una caricia, tomarla por
los hombros y besarle detrás de su cuello…
El vestido se deslizó
hasta el suelo, ella seguía dándome la espalda y yo ya estaba besando su
cuello. Mis manos se habían apartado de sus hombros, ahora alcanzaban sus
pechos, firmes y turgentes, como turgente estaba mi hombría, mientas suavemente
se apoyaba su espalda en mi pecho.
Volteó suavemente,
mientras la admiré nuevamente en silencio. Tenía un lunar junto a su cuello,
bajo su mentón, y otro más discreto, entre sus pechos, los que instintivamente besé
(y lamí), sin siquiera pedir su consentimiento. Ella me arrancó la camisa,
haciendo saltar lejos los botones. Pasó a la ofensiva; me arrojó sobre la cama
y me desnudó en cosa de segundos, para luego atrapar mi virilidad entre sus
labios. Fue salvaje, fue intensa, fue todo lo hembra que uno podía esperar que
fuera. Todo eso mientras terminaba de desnudarse. Luego saltó sobre mí y
aproximó sus caderas a las mías, dirigió la embestida y sentí el fuego intenso
de su entrepierna. Una vez más cogí sus pechos, lamí con fuerza, mientras ella
se contorneaba, se cimbraba, se mecía… Nuestros pechos sudaban; el de ella
resplandecía con la luz de la luna que se filtraba por la ventana…
Cesaron sus movimientos,
pero su orgasmo aún no llegaba; pasé a la ofensiva, ahora sobre ella, besaba su
cuello mientras ella gemía pidiendo que no me detuviera. En realidad, era una
mujer intensa y, aunque claramente no era la primera en mi vida (ni yo en la
suya), parecía estar cumpliendo sus expectativas. Esta vez yo no quedaría mal
(me decía a mí mismo), entonces embestía con más pasión, con más gallardía,
hasta que la sentí estallar, derramarse intensamente, mientras pedía más, y gemía…
En ese punto yo sentía que estaba a la altura, cuando me derramé en ella, sintiendo
que me quemaba, que ella también había alcanzado su orgasmos… Nos besamos, nos
miramos a los ojos y nos quedamos abrazados hasta que nos sorprendió el alba.
Desayunamos junto; pedimos
servicio a la habitación. Ya se aproximaba la hora de nuestro vuelo pero no me
quería separar de ella. Nos amamos nuevamente, con la misma pasión derrochada
durante la noche… Esta vez, sus besos fueron más tiernos, aunque no por ello
fue menos intensa…
Regresamos a la empresa,
felices con los logros cosechados. Bárbara volvió a la sucursal que
administraba y yo con mi servicial secretaria.
Pasados los días, Doris
me sorprendió mirando por la ventana, con la mirada perdida, como si algo me
faltara. Espero que no se haya enamorado de la hija del jefe, manifestó… Creo
que me delató mi cara de sorpresa… ¿La hija del jefe?... Sí, respondió; una que
tuvo por fuera de su matrimonio... Su única hija, aunque solo lleva el apellido
de la madre…, remató…
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