Él
es el bello pañuelo del escaparate;
seguirá
siendo hermoso para mí,
aunque
no pueda lucirlo en mi piel.
Era el primer año en la
escuela de artes y, frente a los nuevos alumnos, estaban todos los maestros con
los que se relacionarían durante el transcurso de su carrera.
Entre los alumnos
estaba Paola. Ella era una joven de mediana estatura, delgada, de larga
cabellera, tez clara y rasgos bien definidos. Vestía jean y una amplia casaca
larga, lo que contrastaba un poco con el vestuario de sus compañeros, que
usaban atuendos holgados y coloridos (como salidos de una feria artesanal).
Paola no pudo evitar
prestarle atención a uno de los maestros, que tenía una bien mantenida barba,
tras la cual se ocultaba un rostro bastante juvenil; ella estimó que él tendría
unos 26 años, a lo más 27 (pero se esforzaba por verse mayor).
Paola no vio más al
joven profesor, hasta que iniciado el segundo semestre tuvieron clases de
pintura contemporánea. A mediados del semestre y como trabajo final, se les
pidió que con las técnicas que se les habían enseñado, realizaran una pintura
de la figura humana. Podía ser de cuerpo entero o medio cuerpo, pero él o la
modelo, debía ser alguien de la clase. Al sortearse las parejas, varios
quisieron protestar por tocarles alguien con quien no tenían cercanía y por
ende, no estarían cómodos; pero el profesor los calmó, señalando que si algún
día decidían seguir con ese estilo, se deberían enfrentar a modelos que no se sentirían
a gusto y era su obligación hacerlos sentir cómodos y demostrarles que lo suyo
era un trabajo profesional.
Existía un aula
acondicionada para la realización de este tipo de trabajos, contaba con telas
de distintos colores y piezas móviles para crear el ambiente en que el artista
se sintiera más cómodo. El profesor supervisaría el inicio del trabajo y luego
evaluaría el resultado final, permitiendo así la “intimidad” entre modelo y
artista.
Paola se sentía
complicada para la realización de este trabajo y no es que tuviera algún
defecto físico. Ella no estaba conforme con su cuerpo ya que sentía que tenía
unos pechos muy pequeños, los cuales disimulaba tras varias prendas de ropa y
algunos pañuelos de colores (tenía un pañuelo para cada día de la semana).
Llegado el momento, con
timidez comenzó a quitarse su atuendo. Solo estaban presentes su profesor y su
compañera Elisa, pero la presencia de él hacía que sus músculos actuaran
torpemente; más con nerviosismo de ansiedad, que con la timidez propia de
exponer el cuerpo a un desconocido, hasta que en un arrebato de valor, soltó todo
y ocultó sus pechos sentándose de cara al respaldo de una silla.
Ella no pudo evitar
sentir la mirada de su maestro, con ojos que no eran los de un artista. Su piel
también lo sintió, pero no quiso hacer nada alocado, por temor a que su compañera
dijera algo que era errado. Tras las dos primeras sesiones, el profesor no
volvió a visitar el estudio y ambas pudieron trabajar con mayor libertad.
Semanas después,
casualmente, Paola casi tropezó con su profesor, al interior de un centro
comercial. Este, a modo de cortesía, la invitó a beber un café, lo que la dejó
muda por algunos instantes. Una verdadera batalla estaba ocurriendo en su
interior. Era su maestro, pero a la vez, era el hombre que le estremecía la
piel. Mientras su maestro esperaba respuesta su vocecita interior le decía: “Dile que sí, aunque estés muriendo de miedo,
aunque después te arrepientas, porque de todos modos te vas a arrepentir toda
tu vida si le contestas que no”.
Mientras bebían ese
café, una bella muchacha le cubrió los ojos al joven.
-
¡Hola mi amor!
-
¡Hola!
-
¿Interrumpo?
-
No mi amor. Ella es Paola, una de mis
alumnas; casualmente nos encontramos en el pasillo.
-
Mucho gusto Paola, yo soy Teresa, la
novia de Andrés.
Teresa bebió un café
con ellos, pero en tanto Paola terminó, se excusó y los dejó. Todavía no salía
de su asombro, y aunque él era su amor secreto y jamás le había dado alguna
muestra de interés, sentía que su corazón le pertenecía.
Ese dolor se vio
reflejado en sus sesiones de pintura y debió contarle a su compañera lo que le
sucedía. Le relató cómo se había enamorado y la desilusión que se había llevado.
A esas alturas, Andrés (su maestro), había pasado a formar parte de sus
fantasías nocturnas.
Soñaba con que hubiera llegado
el preciado momento, en que la noche se hiciera lluvia en su alcoba y entre
esas cuatro paredes, sus cuerpos húmedos se rozaran y estremecieran, como si no
hubiera un mañana, como si de esa mutua entrega, dependiera su futuro.
Entre los brazos de su
amiga lloró, y lloró hasta vaciar el alma de todo su desamor. Con sutileza,
Elisa le rindió un homenaje en la pintura. Para el final del trabajo, ya eran
entrañables amigas y aunque un corazón roto no se sana del todo, la fuerza de
la amistad es una cura milagrosa.
Terminado el semestre,
salieron juntas a disfrutar de sus vacaciones. En sus salidas conocieron a varios muchachos, entre los cuales
uno hizo volver a estremecer la piel de Paola. La piel, y algo más…