domingo, 8 de noviembre de 2015

LA chica de los pañuelos

Él es el bello pañuelo del escaparate;
seguirá siendo hermoso para mí,
aunque no pueda lucirlo en mi piel.


Era el primer año en la escuela de artes y, frente a los nuevos alumnos, estaban todos los maestros con los que se relacionarían durante el transcurso de su carrera.

Entre los alumnos estaba Paola. Ella era una joven de mediana estatura, delgada, de larga cabellera, tez clara y rasgos bien definidos. Vestía jean y una amplia casaca larga, lo que contrastaba un poco con el vestuario de sus compañeros, que usaban atuendos holgados y coloridos (como salidos de una feria artesanal).

Paola no pudo evitar prestarle atención a uno de los maestros, que tenía una bien mantenida barba, tras la cual se ocultaba un rostro bastante juvenil; ella estimó que él tendría unos 26 años, a lo más 27 (pero se esforzaba por verse mayor).

Paola no vio más al joven profesor, hasta que iniciado el segundo semestre tuvieron clases de pintura contemporánea. A mediados del semestre y como trabajo final, se les pidió que con las técnicas que se les habían enseñado, realizaran una pintura de la figura humana. Podía ser de cuerpo entero o medio cuerpo, pero él o la modelo, debía ser alguien de la clase. Al sortearse las parejas, varios quisieron protestar por tocarles alguien con quien no tenían cercanía y por ende, no estarían cómodos; pero el profesor los calmó, señalando que si algún día decidían seguir con ese estilo, se deberían enfrentar a modelos que no se sentirían a gusto y era su obligación hacerlos sentir cómodos y demostrarles que lo suyo era un trabajo profesional.

Existía un aula acondicionada para la realización de este tipo de trabajos, contaba con telas de distintos colores y piezas móviles para crear el ambiente en que el artista se sintiera más cómodo. El profesor supervisaría el inicio del trabajo y luego evaluaría el resultado final, permitiendo así la “intimidad” entre modelo y artista.

Paola se sentía complicada para la realización de este trabajo y no es que tuviera algún defecto físico. Ella no estaba conforme con su cuerpo ya que sentía que tenía unos pechos muy pequeños, los cuales disimulaba tras varias prendas de ropa y algunos pañuelos de colores (tenía un pañuelo para cada día de la semana).


Llegado el momento, con timidez comenzó a quitarse su atuendo. Solo estaban presentes su profesor y su compañera Elisa, pero la presencia de él hacía que sus músculos actuaran torpemente; más con nerviosismo de ansiedad, que con la timidez propia de exponer el cuerpo a un desconocido, hasta que en un arrebato de valor, soltó todo y ocultó sus pechos sentándose de cara al respaldo de una silla.


Ella no pudo evitar sentir la mirada de su maestro, con ojos que no eran los de un artista. Su piel también lo sintió, pero no quiso hacer nada alocado, por temor a que su compañera dijera algo que era errado. Tras las dos primeras sesiones, el profesor no volvió a visitar el estudio y ambas pudieron trabajar con mayor libertad.

Semanas después, casualmente, Paola casi tropezó con su profesor, al interior de un centro comercial. Este, a modo de cortesía, la invitó a beber un café, lo que la dejó muda por algunos instantes. Una verdadera batalla estaba ocurriendo en su interior. Era su maestro, pero a la vez, era el hombre que le estremecía la piel. Mientras su maestro esperaba respuesta su vocecita interior le decía: “Dile que sí, aunque estés muriendo de miedo, aunque después te arrepientas, porque de todos modos te vas a arrepentir toda tu vida si le contestas que no”.

Mientras bebían ese café, una bella muchacha le cubrió los ojos al joven.
-         ¡Hola mi amor!
-         ¡Hola!
-         ¿Interrumpo?
-         No mi amor. Ella es Paola, una de mis alumnas; casualmente nos encontramos en el pasillo.
-         Mucho gusto Paola, yo soy Teresa, la novia de Andrés.

Teresa bebió un café con ellos, pero en tanto Paola terminó, se excusó y los dejó. Todavía no salía de su asombro, y aunque él era su amor secreto y jamás le había dado alguna muestra de interés, sentía que su corazón le pertenecía.

Ese dolor se vio reflejado en sus sesiones de pintura y debió contarle a su compañera lo que le sucedía. Le relató cómo se había enamorado y la desilusión que se había llevado. A esas alturas, Andrés (su maestro), había pasado a formar parte de sus fantasías nocturnas.


Soñaba con que hubiera llegado el preciado momento, en que la noche se hiciera lluvia en su alcoba y entre esas cuatro paredes, sus cuerpos húmedos se rozaran y estremecieran, como si no hubiera un mañana, como si de esa mutua entrega, dependiera su futuro.

Entre los brazos de su amiga lloró, y lloró hasta vaciar el alma de todo su desamor. Con sutileza, Elisa le rindió un homenaje en la pintura. Para el final del trabajo, ya eran entrañables amigas y aunque un corazón roto no se sana del todo, la fuerza de la amistad es una cura milagrosa.



Terminado el semestre, salieron juntas a disfrutar de sus vacaciones. En sus salidas conocieron a varios muchachos, entre los cuales uno hizo volver a estremecer la piel de Paola. La piel, y algo más…

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