Ya casi era la hora en
que se reunirían. ¿Qué vestiría? Tal vez algo liviano, fácil de quitar, por si
la noche invitaba algo más tras la última copa. Tal vez algo escotado, para
motivar a su nueva conquista. Antes era muy simple elegir el atuendo adecuado;
solo iba y ligaba con quien se le presentara, con lo que vistiera. La ropa era
algo que siempre le venía bien, vale decir, todo le calzaba.
Se habían conocido en
el parque. Ella paseaba a su perro, un coker que era un dulce y tierno can; él tenía
un pastor belga albino. Curiosamente, ambos perros congeniaron y eso permitió
que ellos dialogaran por un largo tiempo.
Tras varios encuentros
en el parque, habían tenido algunas citas, las que incluyeron uno o dos
encuentros sexuales bastante intensos.
Él la llenaba por
completo; era dulce, tierno, cariñoso; sabía lo que ella quería, incluso antes
de que ella misma lo supiera. Adivinaba cada uno de sus deseos y eso era lo que
a ella más le sorprendía. No era de aquellos que ostentaran de sus “habilidades”,
por el contrario, nada hacía presumir que fuera un amante excepcional. Eso era
lo que más le había gustado de él.
Era la noche esperada.
Toda una noche, para conocerlo mejor. En definitiva, optó por algo liviano, con
sutiles transparencias y “fácil de quitar”.
Él ya estaba sentado a
la mesa, para cuando ella llegó. Cenaron pastas, y las acompañaron de un buen
vino tinto; cosecha del año, y producido en la zona. Esa noche fueron al
departamento de ella.
Él la besó en el cuello
y sutilmente comenzó a bajar hasta sus pechos, despejando el camino con
seguridad y sutileza. Ella se dejaba querer; le apasionaba su forma de besar,
las cosquillas que le ocasionaban su abundante barba y las caricias que no
dejaban ningún centímetro de su piel, sin estimular.
Se tomó más tiempo del
habitual. Primero le causó un orgasmo con un uso magistral de su lengua;
el segundo, lo provocó con sus dedos y el tercero con su viril miembro,
tras lo cual ambos durmieron profundamente. El amanecer no fue un amanecer más;
caricias, besos y abrazos, que se prolongaron hasta el mediodía.
Ella nunca se había
sentido tan plena y él, cumplió todas y cada una de sus expectativas. Tras una
última arremetida pasional, se marchó… Se marchó y ella no logró saber nada más
de él.
Una semana después,
ella estaba desnuda, mirando su cuerpo reflejado en aquel espejo que siempre le
acompañó. Aquél en que ensayaba sus vestuarios, sus discursos amatorios, sus
gestos y sus lascivas miradas… Ese espejo en que siempre se vio glamorosa y
altanera. Era el mismo espejo que aquel día la mostraba tal cual era: Bella,
con una envidiable armónica figura, pero sola; tan sola como nunca se había
sentido. Carente de abrazos, de besos y de orgasmos.
Esa mañana, recorrió
con la yema de sus dedos el contorno de su areola, de sus pechos; bajó por su vientre
y sintió aquél fuego interno que aún le extrañaba. Recordó la manera en que él
le provocaba intensos espasmos con su lengua, con sus dedos, con su viril
miembro; y sintió el torrente interno que fluía tras su recuerdo.
Jamás había practicado
la autocomplacencia; no lo necesitaba, habiendo tanto macho cabrío rondándola.
Pero esa mañana, ella quería estar sola; sola con sus recuerdos, con su
lascivia interna y sus dedos consumiéndose en su fuego interno.
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