miércoles, 2 de diciembre de 2015

Frente al espejo


Ya casi era la hora en que se reunirían. ¿Qué vestiría? Tal vez algo liviano, fácil de quitar, por si la noche invitaba algo más tras la última copa. Tal vez algo escotado, para motivar a su nueva conquista. Antes era muy simple elegir el atuendo adecuado; solo iba y ligaba con quien se le presentara, con lo que vistiera. La ropa era algo que siempre le venía bien, vale decir, todo le calzaba.
Se habían conocido en el parque. Ella paseaba a su perro, un coker que era un dulce y tierno can; él tenía un pastor belga albino. Curiosamente, ambos perros congeniaron y eso permitió que ellos dialogaran por un largo tiempo.
Tras varios encuentros en el parque, habían tenido algunas citas, las que incluyeron uno o dos encuentros sexuales bastante intensos.
Él la llenaba por completo; era dulce, tierno, cariñoso; sabía lo que ella quería, incluso antes de que ella misma lo supiera. Adivinaba cada uno de sus deseos y eso era lo que a ella más le sorprendía. No era de aquellos que ostentaran de sus “habilidades”, por el contrario, nada hacía presumir que fuera un amante excepcional. Eso era lo que más le había gustado de él.
Era la noche esperada. Toda una noche, para conocerlo mejor. En definitiva, optó por algo liviano, con sutiles transparencias y “fácil de quitar”.
Él ya estaba sentado a la mesa, para cuando ella llegó. Cenaron pastas, y las acompañaron de un buen vino tinto; cosecha del año, y producido en la zona. Esa noche fueron al departamento de ella.
Él la besó en el cuello y sutilmente comenzó a bajar hasta sus pechos, despejando el camino con seguridad y sutileza. Ella se dejaba querer; le apasionaba su forma de besar, las cosquillas que le ocasionaban su abundante barba y las caricias que no dejaban ningún centímetro de su piel, sin estimular.
Se tomó más tiempo del habitual. Primero le causó un orgasmo con un uso magistral  de su lengua;  el segundo, lo provocó con sus dedos y el tercero con su viril miembro, tras lo cual ambos durmieron profundamente. El amanecer no fue un amanecer más; caricias, besos y abrazos, que se prolongaron hasta el mediodía.
Ella nunca se había sentido tan plena y él, cumplió todas y cada una de sus expectativas. Tras una última arremetida pasional, se marchó… Se marchó y ella no logró saber nada más de él.
Una semana después, ella estaba desnuda, mirando su cuerpo reflejado en aquel espejo que siempre le acompañó. Aquél en que ensayaba sus vestuarios, sus discursos amatorios, sus gestos y sus lascivas miradas… Ese espejo en que siempre se vio glamorosa y altanera. Era el mismo espejo que aquel día la mostraba tal cual era: Bella, con una envidiable armónica figura, pero sola; tan sola como nunca se había sentido. Carente de abrazos, de besos y de orgasmos.
Esa mañana, recorrió con la yema de sus dedos el contorno de su areola, de sus pechos; bajó por su vientre y sintió aquél fuego interno que aún le extrañaba. Recordó la manera en que él le provocaba intensos espasmos con su lengua, con sus dedos, con su viril miembro; y sintió el torrente interno que fluía tras su recuerdo.

Jamás había practicado la autocomplacencia; no lo necesitaba, habiendo tanto macho cabrío rondándola. Pero esa mañana, ella quería estar sola; sola con sus recuerdos, con su lascivia interna y sus dedos consumiéndose en su fuego interno.

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