Lo recuerdo como si fuera ayer. Era una fresca tarde de otoño, cuando decidí salir a dar un paseo por la ciudad; visitar sus calles vacías
siempre me ayudaba a despejar mis ideas y crear nuevas, según fuera lo que me
rodeara.
Elegí pasar por aquella villa de estrechas calles coloniales,
en que solo la diferencia de colores separa una casa de la otra. De sus
balcones (todos iguales), penden maceteros que en primavera se colman de
coloridas flores; pero era otoño y era un día gris, entonces los descoloridos
maceteros parecían ánforas que guardaban los restos mortales de aquello que algún
día fue bello.
Iba a paso lento, mientras algunas hojas bailaban por el
suelo al ritmo marcado por la brisa, cuando sorpresivamente cayó ante mí una
flor, era una rosa blanca, una perfumada y lozana rosa blanca. Inmediatamente
miré para saber de qué habitación había caído, pero me fue imposible saberlo ya
que varias cortinas se mecían al mismo tiempo; extraño, ya que una sutil
llovizna empapaba la tarde.
Seguí mi camino en dirección al parque, esta vez, sosteniendo
una rosa en mis manos. Los vetustos árboles crujían sutilmente mientras se
desprendían algunas de sus doradas hojas. Oí el trinar de algunas aves, pero
tras eso el silencio sepultó la tarde; se encendieron los faroles, con una
tímida luz dorada, mientras a lo lejos se oían las risas de unos niños que
caminaban junto a sus padres.
Quedé solo en medio del silencio, entonces aproximé a mi
rostro aquella flor, y su aroma despertó un recuerdo dormido en lo más profundo
de mi mente y de mi alma. Entonces su rostro volvió a mi mente, y sus cabellos
y su piel y sus suaves pechos, blancos y puros, adornado uno por un diminuto
lunar que solía besar cuando la amaba, o cuando despertaba junto a mí. Recordé su
nombre, su sonrisa y esa mirada que me pedía un beso, y luego otro, y que la
poseyera pronto, antes de que nos descubriera el alba…
Fue un tiempo maravilloso, que terminó una abrupta mañana en que ella me pidió que
la hiciera estremecer como la noche anterior, pero mi amodorrado cuerpo no
respondió. Esa fue la última vez que la volví a ver. Tal vez sintió que yo no
la deseaba, que no me apetecía devorar su cuerpo, derramar su miel (o sorberla
mientras mi lengua provocaba su manantial). Solo se marchó, sin una triste
despedida o un cruel adiós.
Cinco años habían pasado; aunque había derramado muchas
lágrimas y creía haber superado ese inmenso dolor, descubrí que este seguía tan
vigente como si la hubiera perdido ayer.
Instintivamente volví a aproximar la flor a mis labios y
mientras la besaba vi que una pareja cruzaba el parque. Él llevaba algunas
rosas maltrechas, mientras ella se adelantaba, con paso firme y decidido;
parecía huir de él…
Una cruel sonrisa se dibujó en mis labios y un brillo oscuro
perturbó mi vista. Parece que yo no era el único que sufría penas de amor,
parece que a él también lo habían rechazado. Aún no acababa de regocijarme en
mi propia maldad, cuando vi que él se adelantaba a ella y le cerraba el paso,
apoyaba una rodilla en el suelo, mientras abría una diminuta caja. Seguramente le
estaba pidiendo matrimonio. Ella tomó el anillo y las flores, dio un paso y las
arrojó a la fuente. ¡Qué diablos!, lo rechazaba y le dejaba ahí con el corazón
roto. Volví a sonreír, pero esta vez un escalofrío recorrió mi espalda. Ella me
había visto y caminó hacia mí. Quise huir; una mujer ofuscada es incontenible.
No sé qué cara puse en ese momento, ella titubeó algunos
segundos, me arrebató la flor y la desmenuzó entre sus manos… “¡Miserable!”,
expresó; “al menos pudiste haber comprado flores rojas”, entonces dio media
vuelta y se retiró con rumbo desconocido.
Pero eso no terminaba ahí. El sujeto se aproximó a mí, me
pidió disculpas y me invitó un café. La conversación resultó muy interesante;
él me contó sus penas, yo le conté las mías… del café pasamos al vino y tras la
primera botella llegó la segunda.
No sé cómo llegué a mi casa, solo sé que esa tarde pasé de
las lágrimas a la risa, y a recordar el perfume de su piel impregnando mis
sábanas…
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