Las noches de otoño tenían ese
encanto especial que despierta la nostalgia, los recuerdos de infancia y por
sobre todo, de aquellos amores que llegaron sin ser buscados y se retiraron un
atardecer cualquiera.
Estaba pensando en eso, cuando su
recuerdo invadió mi mente; tal parece que no se fue del todo porque en mí
quedaron grabadas sus miradas, esas dulces sonrisas que brotaban de forma
espontánea cada vez que yo me sonrojaba, o esas miradas inquietas que me
apresuraban y a la vez me incitaban a seguir sus pisadas (hasta encontrar un
lugar discreto donde amarnos intensamente).
Poco importaba donde
estuviésemos; una cena de la oficina, una fiesta, un restaurante… Cuando el deseo
incitaba su piel y sus ansias, la pasión que desbordaba era un exquisito manjar
que yo no estaba dispuesto a perder. Nos fugábamos a un rincón oscuro, un baño,
el cuarto donde se guardaban los útiles de aseo o entre la negrura de la noche.
Solo nos bastaba con un poco de intimidad para mezclar nuestra pasión con el adrenalínico
riesgo de ser descubiertos.
De sus ojos recuerdo que eran
intensos, profundos, de un café oscuro que siempre me estaba examinando con delicadez,
como intentando descubrir mis secretos, mis deseos o si la miraba con la
intención de arrancarle la ropa y hacerla mía en el momento menos esperado… Yo
lo sentía, lo percibía como si leyera su mente, entonces solo me aproximaba y
de improviso le arrebataba un intenso beso mientras mi mano exploraba su
entrepierna, calculando el momento exacto en que estallaba su fuego interno;
ese era el momento en que la desnudaba sin delicadez alguna y la hacía mía,
mientras ella me miraba con inusitada pasión… Yo sabía que jamás fui el cazador
y que ella siempre tuvo el control de la situación, pero eso perdía relevancia
cuando estallaban mis ansias y un gemido ahogado brotaba de su garganta.
Bellos y vívidos recuerdos
asomaban con cada sorbo del vino que recién había descorchado. Nuestras noches
de alcoba no eran menos intensas o menos agresivas. Sus asaltos solían ser
brutales y a la vez tan pasionales que deseaba acabar en cada embestida, pero
su control era superior al mío y, no me daba gusto hasta que yo dejara su
cuerpo laxo y rendido a mis deseos.
Comenzaba por besar mi cuello, mi
pecho y sentir como se completaba mi erección al ritmo de las caricias que con
su lengua me propinaba; luego devoraba mi virilidad hasta la base misma y
cuando mi placer demandaba más, se retiraba entre sutiles lamidas, mientras
estrangulaba con fuerza y jalaba una o dos veces más.
Era una mujer formidable, única
en su tipo y por sobre todo, no temía explorar nuevas sensaciones, nuevas
emociones o lugares en los cuales pudiésemos dar rienda suelta a nuestros
instintos.
No sé quién se apagó primero; si
fue ella quien se aburrió de la rutina, o yo perdí el apetito por su cuerpo.
Nosotros no solo hacíamos el amor
con pasión, también cogíamos con locura y ese era nuestro principal nexo.
Pensábamos que el sexo sería eterno pero yo ya no lograba hacer que ella
derramara la miel de sus labios, ni ella mantenía mi turgencia en su máximo.
Un día desapareció; no sé si
encontró a alguien que le diera lo que deseaba o solo se decepcionó de la vacía
vida que creía estar llevando. La busqué durante algún tiempo y por cosas del
destino la encontré, en uno de nuestros rincones secretos, siendo prisionera de
unos brazos ajenos y gimiendo como en nuestros mejores tiempos. Me retiré sin
que notara mi presencia, pero me quedé el tiempo suficiente para convencerme de
que nunca fui yo quien ella había amado, sino que era mi entrega y mi sexo lo
que la había cautivado.
No sé por qué vino a mi mente,
siendo que tras ella otras conocieron mi lecho; ciertamente ninguna estuvo a su
altura, pero todas ellas se retiraron satisfechas. Tal vez era su noche, tal
vez sería que ella también estaba pensando en mí y ansiaba una noche más entre
mis brazos, con la misma intensidad con que yo deseaba su entrepierna.
Bebí mi copa hasta el fondo y la
volví a llenar mientras me reía de mi propia estupidez; una mujer como ella
debe haber conocido a otros mucho mejores que yo. Todo lo que supe del amor y
la pasión lo descubrí bajo su falda, haciendo a un lado ese diminuto calzón que
solo usaba para disimular su deseo (o provocar los míos).
Me asomé a la ventana mientras el
viento golpeaba fuerte los batientes y estos resistían a su fuerza estoicamente
(como yo alguna vez intenté resistir a sus provocaciones, a la marcada pasión
de sus pezones que profanaban la delgada tela con que solía abrigar sus noches).
Una vez más la deseaba, ansiaba
el fuego de su boca devorando mi simiente, mientras mis manos exprimían su piel
provocando gemidos apenas audibles (pero muy sugerentes).
El viento dio paso a la lluvia y
mientras esta tornaba borrosa mi visión hacia el exterior, un destello iluminó
todo en derredor. Estallaba la tormenta mientras mis ojos se clavaron en un
árbol grueso que crecía a unos veinte metros de mi ventana; creí ver una
silueta de mujer que se refugiaba de la lluvia, una silueta con ropas muy
ajustadas y lo que pareció ser una sensual falda que poco dejaría a la
imaginación.
Volví a mi sillón, mientras bajaba
el volumen de la música. Quería oír el repicar de la lluvia sobre el tejado y
como crepitaba el fuego en la chimenea. Dormitaba profundamente cuando un golpe
seco estremeció mi puerta; solté la copa que aún sostenía en mi mano y fui a
ver qué sucedía.
Tras la puerta estaba ella, con
su misma mirada y esos labios rojos que tantas veces besé hasta dejarlos de una
intensa tonalidad oscura, ya desprovistos de labial. Quise decir algo pero ella
temblaba de frío (sus ropas estaban completamente empapadas por la lluvia). La
invité a pasar y ella se aproximó al fuego, quitándose las ropas mojadas y
pidiendo que le alcanzara una toalla. Para cuando regresé estaba desnuda ante
mí; lucía algo más delgada y pálida que como la recordaba. Me quedé impávido, un
poco amodorrado por el vino y otro tanto aturdido por su belleza. Arrebató la
toalla de mis manos y se cubrió completamente. Por primera vez sentí vergüenza
de mi actitud; yo, que tantas veces desnudé su cuerpo y lo hice mío, ahora solo
lo veía como algo único, pero distante y frío.
Charlamos un rato mientras sus
ropas se secaban frente al fuego. Presté atención a estas y no había perdido la
costumbre de usar brasier con encajes y un diminuto calzón donde se
transparentaba la humedad de su sexo. Bebimos lo que quedaba en la botella y
descorchamos dos más. Estábamos ebrios y muy contentos cuando ella se abalanzó
una vez más sobre mí, como solía hacer antaño. Nos besamos, nos abrazamos, mis
manos se apoderaron de la desnudez de su cuerpo y ella se deshizo de mis ropas.
Una vez más provocó mi turgencia con su boca y mientras me tendía de espaldas
sobre la alfombra, ella se montó sobre mí como nunca había hecho. Su cintura se
movía a un ritmo diferente, más pausado pero más intenso, como si no quisiera
que acabara la noche o que mi pasión estallara. Me dejé llevar una vez más
mientras exprimía sus pechos y alternadamente los llevaba a mi boca.
A pesar de la pasión y el calor
de la habitación su piel seguía fría; puse su espalda contra la alfombra y
apoyé sus piernas en mis hombros, la tomé de los brazos y la jalaba hacia mí,
mientras mi pelvis se estrellaba con la suya. Tardé muy poco en conseguir su
primer orgasmo, luego se vino un segundo orgasmo entre mis dedos y el tercero
mientras boca abajo oponía escasa resistencia y mis manos en sus caderas
llevaban el ritmo a la medida de mis ansias.
Terminamos tendidos sobre la
alfombra, exhaustos y sonriendo. La miré a los ojos y le dije que la amaba, que
jamás dejé de pensar en ella y aunque entre otras pieles y otras mieles busqué
reemplazarla, no hubo mujer alguna que la superara. Sonrió, me beso sutilmente
con esos rojos labios que tanto la caracterizaban y me susurró algo al oído…
No sé si cuando me habló me
adormecí o es que desperté. Sí, desperté sobresaltado. Sentí un golpe seco en
la puerta y solté la vacía copa de vino que sostenía en mi mano; me levanté del
sillón, ya había amanecido y el frío de la mañana se colaba por la ventana. Fui
a la puerta y recogí el diario de la mañana, lo leí sin prestar mucha atención
hasta que llegué a los obituarios; no podía ser, su nombre figuraba en esa
funesta página. Intenté comprender lo que sucedía, la noche que pasé y lo que
de ella recordaba. Instintivamente mi mano se fue a mis genitales y sentí el
mismo jalón que sentía tras cada noche apasionada que viví con ella; estuvo
conmigo y de eso podía estar seguro, pero en el periódico decía que había fallecido
hacía dos días…