lunes, 11 de septiembre de 2017

Brisa de otoño

Las noches de otoño tenían ese encanto especial que despierta la nostalgia, los recuerdos de infancia y por sobre todo, de aquellos amores que llegaron sin ser buscados y se retiraron un atardecer cualquiera.
Estaba pensando en eso, cuando su recuerdo invadió mi mente; tal parece que no se fue del todo porque en mí quedaron grabadas sus miradas, esas dulces sonrisas que brotaban de forma espontánea cada vez que yo me sonrojaba, o esas miradas inquietas que me apresuraban y a la vez me incitaban a seguir sus pisadas (hasta encontrar un lugar discreto donde amarnos intensamente).
Poco importaba donde estuviésemos; una cena de la oficina, una fiesta, un restaurante… Cuando el deseo incitaba su piel y sus ansias, la pasión que desbordaba era un exquisito manjar que yo no estaba dispuesto a perder. Nos fugábamos a un rincón oscuro, un baño, el cuarto donde se guardaban los útiles de aseo o entre la negrura de la noche. Solo nos bastaba con un poco de intimidad para mezclar nuestra pasión con el adrenalínico riesgo de ser descubiertos.
De sus ojos recuerdo que eran intensos, profundos, de un café oscuro que siempre me estaba examinando con delicadez, como intentando descubrir mis secretos, mis deseos o si la miraba con la intención de arrancarle la ropa y hacerla mía en el momento menos esperado… Yo lo sentía, lo percibía como si leyera su mente, entonces solo me aproximaba y de improviso le arrebataba un intenso beso mientras mi mano exploraba su entrepierna, calculando el momento exacto en que estallaba su fuego interno; ese era el momento en que la desnudaba sin delicadez alguna y la hacía mía, mientras ella me miraba con inusitada pasión… Yo sabía que jamás fui el cazador y que ella siempre tuvo el control de la situación, pero eso perdía relevancia cuando estallaban mis ansias y un gemido ahogado brotaba de su garganta.
Bellos y vívidos recuerdos asomaban con cada sorbo del vino que recién había descorchado. Nuestras noches de alcoba no eran menos intensas o menos agresivas. Sus asaltos solían ser brutales y a la vez tan pasionales que deseaba acabar en cada embestida, pero su control era superior al mío y, no me daba gusto hasta que yo dejara su cuerpo laxo y rendido a mis deseos.
Comenzaba por besar mi cuello, mi pecho y sentir como se completaba mi erección al ritmo de las caricias que con su lengua me propinaba; luego devoraba mi virilidad hasta la base misma y cuando mi placer demandaba más, se retiraba entre sutiles lamidas, mientras estrangulaba con fuerza y jalaba una o dos veces más.
Era una mujer formidable, única en su tipo y por sobre todo, no temía explorar nuevas sensaciones, nuevas emociones o lugares en los cuales pudiésemos dar rienda suelta a nuestros instintos.
No sé quién se apagó primero; si fue ella quien se aburrió de la rutina, o yo perdí el apetito por su cuerpo.
Nosotros no solo hacíamos el amor con pasión, también cogíamos con locura y ese era nuestro principal nexo. Pensábamos que el sexo sería eterno pero yo ya no lograba hacer que ella derramara la miel de sus labios, ni ella mantenía mi turgencia en su máximo.
Un día desapareció; no sé si encontró a alguien que le diera lo que deseaba o solo se decepcionó de la vacía vida que creía estar llevando. La busqué durante algún tiempo y por cosas del destino la encontré, en uno de nuestros rincones secretos, siendo prisionera de unos brazos ajenos y gimiendo como en nuestros mejores tiempos. Me retiré sin que notara mi presencia, pero me quedé el tiempo suficiente para convencerme de que nunca fui yo quien ella había amado, sino que era mi entrega y mi sexo lo que la había cautivado.
No sé por qué vino a mi mente, siendo que tras ella otras conocieron mi lecho; ciertamente ninguna estuvo a su altura, pero todas ellas se retiraron satisfechas. Tal vez era su noche, tal vez sería que ella también estaba pensando en mí y ansiaba una noche más entre mis brazos, con la misma intensidad con que yo deseaba su entrepierna.
Bebí mi copa hasta el fondo y la volví a llenar mientras me reía de mi propia estupidez; una mujer como ella debe haber conocido a otros mucho mejores que yo. Todo lo que supe del amor y la pasión lo descubrí bajo su falda, haciendo a un lado ese diminuto calzón que solo usaba para disimular su deseo (o provocar los míos).
Me asomé a la ventana mientras el viento golpeaba fuerte los batientes y estos resistían a su fuerza estoicamente (como yo alguna vez intenté resistir a sus provocaciones, a la marcada pasión de sus pezones que profanaban la delgada tela con que solía abrigar sus noches).
Una vez más la deseaba, ansiaba el fuego de su boca devorando mi simiente, mientras mis manos exprimían su piel provocando gemidos apenas audibles (pero muy sugerentes).
El viento dio paso a la lluvia y mientras esta tornaba borrosa mi visión hacia el exterior, un destello iluminó todo en derredor. Estallaba la tormenta mientras mis ojos se clavaron en un árbol grueso que crecía a unos veinte metros de mi ventana; creí ver una silueta de mujer que se refugiaba de la lluvia, una silueta con ropas muy ajustadas y lo que pareció ser una sensual falda que poco dejaría a la imaginación.
Volví a mi sillón, mientras bajaba el volumen de la música. Quería oír el repicar de la lluvia sobre el tejado y como crepitaba el fuego en la chimenea. Dormitaba profundamente cuando un golpe seco estremeció mi puerta; solté la copa que aún sostenía en mi mano y fui a ver qué sucedía.
Tras la puerta estaba ella, con su misma mirada y esos labios rojos que tantas veces besé hasta dejarlos de una intensa tonalidad oscura, ya desprovistos de labial. Quise decir algo pero ella temblaba de frío (sus ropas estaban completamente empapadas por la lluvia). La invité a pasar y ella se aproximó al fuego, quitándose las ropas mojadas y pidiendo que le alcanzara una toalla. Para cuando regresé estaba desnuda ante mí; lucía algo más delgada y pálida que como la recordaba. Me quedé impávido, un poco amodorrado por el vino y otro tanto aturdido por su belleza. Arrebató la toalla de mis manos y se cubrió completamente. Por primera vez sentí vergüenza de mi actitud; yo, que tantas veces desnudé su cuerpo y lo hice mío, ahora solo lo veía como algo único, pero distante y frío.
Charlamos un rato mientras sus ropas se secaban frente al fuego. Presté atención a estas y no había perdido la costumbre de usar brasier con encajes y un diminuto calzón donde se transparentaba la humedad de su sexo. Bebimos lo que quedaba en la botella y descorchamos dos más. Estábamos ebrios y muy contentos cuando ella se abalanzó una vez más sobre mí, como solía hacer antaño. Nos besamos, nos abrazamos, mis manos se apoderaron de la desnudez de su cuerpo y ella se deshizo de mis ropas. Una vez más provocó mi turgencia con su boca y mientras me tendía de espaldas sobre la alfombra, ella se montó sobre mí como nunca había hecho. Su cintura se movía a un ritmo diferente, más pausado pero más intenso, como si no quisiera que acabara la noche o que mi pasión estallara. Me dejé llevar una vez más mientras exprimía sus pechos y alternadamente los llevaba a mi boca.
A pesar de la pasión y el calor de la habitación su piel seguía fría; puse su espalda contra la alfombra y apoyé sus piernas en mis hombros, la tomé de los brazos y la jalaba hacia mí, mientras mi pelvis se estrellaba con la suya. Tardé muy poco en conseguir su primer orgasmo, luego se vino un segundo orgasmo entre mis dedos y el tercero mientras boca abajo oponía escasa resistencia y mis manos en sus caderas llevaban el ritmo a la medida de mis ansias.
Terminamos tendidos sobre la alfombra, exhaustos y sonriendo. La miré a los ojos y le dije que la amaba, que jamás dejé de pensar en ella y aunque entre otras pieles y otras mieles busqué reemplazarla, no hubo mujer alguna que la superara. Sonrió, me beso sutilmente con esos rojos labios que tanto la caracterizaban y me susurró algo al oído…

No sé si cuando me habló me adormecí o es que desperté. Sí, desperté sobresaltado. Sentí un golpe seco en la puerta y solté la vacía copa de vino que sostenía en mi mano; me levanté del sillón, ya había amanecido y el frío de la mañana se colaba por la ventana. Fui a la puerta y recogí el diario de la mañana, lo leí sin prestar mucha atención hasta que llegué a los obituarios; no podía ser, su nombre figuraba en esa funesta página. Intenté comprender lo que sucedía, la noche que pasé y lo que de ella recordaba. Instintivamente mi mano se fue a mis genitales y sentí el mismo jalón que sentía tras cada noche apasionada que viví con ella; estuvo conmigo y de eso podía estar seguro, pero en el periódico decía que había fallecido hacía dos días…

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