Ella
siempre lo miraba desde su ventana, lo veía pasar absorto, sumido en sus
pensamientos, pero siempre con una cordial sonrisa que le insinuaba un “buenos
días”, al que ella respondía con otra sonrisa casi igual de radiante.
Más
de alguna vez le espero sentada en la escalinata de su casa, solo por verle
pasar y oír su voz, su dulce voz; otras veces miraba tras la cortina y lo veía
caminar con la misma seriedad de siempre, hasta que un día, él miró hacia la
venta, como sospechando que había alguien tras la cortina. Sonrió, y luego
continuó su caminar con la seriedad acostumbrada.
El
tiempo hizo lo suyo y cierto día él se detuvo frente a ella, le sonrió y al
recibir igual respuesta se detuvo a charlar, o al menos esa impresión dio. Le
preguntó por el barrio, si sabía de alguna habitación que se arrendara o un
pequeño departamento interior, dado que debía dejar su actual domicilio. Los
dueños del lugar que ocupaba vendieron a una empresa que en el lugar construiría
un centro de oficinas. Ella titubeó por algunos instantes, y cuando él parecía
que iba a retomar su camino, se apresuró en responder que en su casa había una
habitación desocupada.
La
habitación que le ofrecía era un antiguo cuarto que alguna vez se destinó a uso
de la servidumbre. La casa era antigua y al parecer, la propietaria anterior
tenía una asesora doméstica puertas adentro. Esta habitación tenía un baño
privado y espacio suficiente para una cama, un closet para ubicar la ropa, una
silla, velador y una repisa que al ser removida, dejó estampada en la pared las
huellas de su ubicación.
A
la semana siguiente él ya se había instalado con sus escasas pertenencias. Como
espacios comunes dejaron la cocina y el comedor, sin embargo él salía muy
temprano y llegaba tarde, así es que escasamente coincidían en alguno de estos
lugares.
Cierta
tarde en que ella estaba cenando, él llegó de improviso. No era la hora
habitual y ella se sorprendió pero simuló no estar atenta. Él pasó frente a
ella y le saludó de forma muy cordial; una sonrisa diferente se le dibujaba en
el rostro y ella preguntó qué la ocasionaba; para sorpresa suya, él se sentó
frente a ella y le relató que enseñaba a leer a niños ciegos. Que en algún
momento él también estuvo ciego, pero una milagrosa cirugía le devolvió la
vista. También le manifestó que aunque le cambió la vida, no perdía la costumbre
de caminar en línea recta y mirando al frente, como cuando era ciego. Ella
prestaba a tención a cada palabra y un extraño brillo estaba naciendo en su
mirada. No pudo evitar seguir haciendo preguntas y él amablemente respondió a
cada una de ellas.
Ya
era un poco tarde y ambos debían madrugar, pero antes de retirarse a sus
habitaciones ella le consultó si al día siguiente llegaría a la misma hora;
llevaban varias semanas bajo el mismo techo y quería invitarlo a cenar. Él la miró
con sorpresa y se apresuró en manifestar que no faltaría a tan generosa
invitación.
Al
día siguiente ella llegó temprano y preparó una cena sencilla, pero muy
apetitosa; el encierro en ese pequeño espacio culinario y la ansiedad que le
provocaba el querer generar una buena impresión la hicieron transpirar, pero
como disponía de tiempo, tomó una ducha y se vistió con un atuendo ligero, que
dejaba sus hombros a la vista, así como un discreto, pero insinuante escote en
su espalda. Decidió usar falda y tacones; quería impresionar, pero sin que ello
fuera evidente.
La
noche era fresca y muy agradable, la música ambiente era suave, en tanto el
aire estaba impregnado con aromas cítricos, muy sutiles.
Cenaron
disfrutando cada bocado como si fuera el último, mientras intercambiaban
miradas y la charla se hacía cada vez más amena, a medida que se iba vaciando
la botella de vino con que acompañaron la noche.
Charlaron
de la vida, de sus logros, sus sueños, sus metas y el día a día. Ella se
sorprendió cuando él le había contado que enseñaba a leer a niños ciegos; había
prestado atención a sus manos y estas eran toscas y grandes, por lo que jamás
hubiera imaginado que tenía desarrollado tal nivel de sensibilidad como para
leer los puntos perforados en papel. No pudo evitar preguntar al respecto,
mientras a cada respuesta surgía una inquietud nueva. La noche avanzaba y una
segunda botella de vino se posó sobre la mesa. El tono de voz había subido un
poco, aumentaron las risas y en un arrebato, él manifestó que el braille le había
abierto los sentidos a nuevas sensaciones; ella sonrió de forma coqueta y le
pidió que leyera la palma de su mano, a ver si encontraba algún mensaje entre
líneas.
EL
reloj marcaba la medianoche cuando él, con una mano sostuvo la de la joven y,
con la yema del dedo (de la otra mano), comenzó a recorrerla con calma y
suavidad; inmediatamente percibió cómo se erizaba la piel de la joven, y como
los colores se le subieron al rostro, pero no dijo nada. Recorrió toda la palma
de la mano, con mucha delicadeza, como si se tratara de una reliquia a la que
se debía reverenciar.
Él
no pronunció palabra alguna, parecía que la palma estaba en blanco, entonces
giró la mano de la joven y comenzó a recorrer su antebrazo hasta llegar al
codo; alzó la mano que le sostenía y aproximó sus labios a esta, apenas rozando
su piel y estampando un sutil beso. El erizo de su piel era completo, mientras
él seguía subiendo por su brazo hasta alcanzar el rostro de la joven; le pidió
que cerrara los ojos y ella accedió. Con la yema del dedo índice recorrió sus
labios y ella entreabrió la boca, dejando escapar un suspiro, mientras seguía
con los ojos cerrados y sentía arder sus mejillas.
Ambos
permanecían en silencio, mientras ella se dejaba leer y permitía a su cuerpo
hablar.
El
dedo índice continuó leyendo el erizo de su piel, mientras sutiles gotas de
sudor hacían destellar la espalda de la joven.
De
la espalda pasó al vientre y ascendió lentamente, esta vez sobre la ropa, hasta
alcanzar uno de los pezones de la joven el cual estaba firme, duro, marcándose
claramente tras las delgadas telas que lo aprisionaban.
Aún
sin decir palabra alguna, él tomó a la joven y la recostó sobre la mesa,
despojándola suavemente de sus prendas, dejándola con el torso desnudo. Siguió
estimulando las sensibilidades de la joven, mientras sus dedos dejaban los
pechos para descender buscando su hirsuto bello pubiano. Él miró como los
turgentes pechos apuntaban al cielo al tiempo que su corazón parecía estallar,
permitiendo que esos sutiles dedos siguieran leyendo los secretos de su piel.
Apresó uno de los pezones con sus labios y con la lengua describió sutiles círculos
en este, para luego solo lamer con calma, pero decidida firmeza, en tanto uno
de los índices alcanzaba la humedad de su entrepierna.
Cada
caricia fue de prueba y error, leyendo cautelosamente cada sutil respuesta que
le había brindado la piel y los latidos que retumbaban por doquier.
Se
derramó la miel de sus labios, mientras él llegaba más allá de donde llega la
luz del día. Entonces comenzó a entrar y salir sin presionar demasiado,
alterando los tiempos y dando espacio para que su boca alcanzara ese bello
botón pálido, que se tornó púrpura tras cada nueva lamida. Ella gemía; se
estremecía, queriendo ser leída con mayor pasión, con mayor énfasis. Un dedo no
era suficiente, quería algo más y fue por lo que su cuerpo pedía a gritos. Le
atacó sin piedad, le desnudó como si siempre se hubieran conocido a su
inquilino y tras cerciorarse de que él poseía la suficiente hombría,
intercambió lugares y se montó sobre él; esta vez ella haría los honores y su
cintura sería quien pondría los acentos. Ni siquiera se preocupó de ver si él
estaba disfrutando del momento, le tomó las manos y le pidió que jalara sus
pechos. Su frenesí era completo, mientras ambas cinturas se complementaban,
buscando el mismo estallido de placer.
Ella
se derramó primero, más aún faltaba para llegar al orgasmo; era el squirt
previo al placer máximo, el cual bañaba las nalgas de él y como torrente se
deslizaba hasta alcanzar su espalda. El inusitado galopar de ambas cinturas
hacía que la humedad salpicara todo a su alrededor. Estalló primero ella,
mientras él la cogía de la cintura y aceleraba el galope hasta estallar en
ella. Bajaron el ritmo de su pasión. Ambos aún estaban eufóricos, deseosos de
más placer, de probar algo nuevo… Aún quedaba una cavidad por leer…
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