Triste
y solitario, sentado en un añoso banco, observaba caer las hojas de los
árboles; en su mirada se leía claramente la pena que compungía su pecho, como
cruel condena. Una leve brisa despeinaba sus cabellos, cosa que parecía no
preocuparle demasiado; tampoco prestaba atención a quienes pasaban junto a él,
hasta que un inconfundible aroma atrajo su atención. Ese era el perfume que
ella utilizaba la última vez que la vio; de un salto volteó el rosto para ver a
la persona que usaba ese perfume, encontrándose cara a cara con una bella
trigueña, de intensos ojos cafés. Su cara de sorpresa dejó perpleja a la joven,
quien continuó su marcha, a la vez que él volvió a su estado de
meditación.
Lo
que era una suave brisa, se tornó en viento, y algunas nubes cubrieron el cielo
impidiendo el paso de los rayos del sol. Aunque había bajado la temperatura,
Vicente (que es como se llamaba el joven), permanecía impávido, sumido en su catarsis
contemplativa. Pensaba en ese perfume y la primera vez que sintió su aroma; era
su primera cita y tenían planeado ir a una gelatería… ¡Qué tarde aquella!; la
primera de muchas durante aquel verano…
Helados
en mano, emprendían una lenta caminata hacia la plaza, y se sentaban
precisamente en el banco en que ahora buscaba consuelo a sus penas. Charlaban
largo rato, del clima, de la vida, del futuro y el pasado, de su infancia,
viajes, alegrías y penas… Charlaban de todo, sin importar realmente el tema, o
al menos eso pensaba él…
Una
de las cosas que ella le había reprochado en su última conversación, era
precisamente que él no le prestaba atención. Mil veces le había dicho cuáles
eran sus temores y frustraciones, sus metas y las cosas que le causaban alegría…
Pero él, una y otra vez caía en los mismos errores, errores involuntarios tal
vez, pero que ella interpretaba como falta de cariño, de interés en las cosas
que para ella eran importantes.
En
vano él trató de que le señalaran sus errores, pidió que lo meditara, que no
fuera tan drástica en sus decisiones, pero era tarde. Hacía una semana que no
la veía, que la extrañaba como se extraña aquello que importa; extrañaba su
sonrisa y su melodiosa voz, el gesto que tenía cuando algo le afligía y la forma
en que le apretaba la mano cuando algo le atemorizaba, extrañaba su presencia,
ya que ella le reconfortaba el alma y traía quietud a su espíritu aventurero. Sin
duda alguna, era su alma gemela; pero no, si lo hubiera sido le habría
comprendido, le habría retribuido su cariño, sus atenciones y sus muchas
preocupaciones.
Mientras
meditaba en ello, algo hizo un “clic”, en su cabeza. Sintió que un escalofrío le
recorría la espalda, al tiempo que asumía su desdicha, su fracaso del cual no
había posibilidad de solución alguna. Pensaba en el amor que había perdido.
Pensaba en un intenso par de ojos cafés, mismos que le brindaban coquetas
miradas cuando paseaba con su pareja. Esa trigueña, en alguna parte la había
visto, lo sabía, estaba seguro que lo recordaría… ¡Era la joven que atendía en
la gelatería!…
Tal
vez era la hora de ahogar las penas, con un delicioso helado. Tal vez, si su
memoria no lo traicionaba, esa joven seguía sin pareja conocida y tal vez, a la
salida de su turno, aceptaría servirse un café con él…
Y
mientras hacía esas reflexiones, encaminaba sus pasos a una nueva aventura.
Atrás quedó la banca, las penas, los recuerdos, y la nostalgia por alguien que
ya no lo quería.
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