jueves, 31 de marzo de 2016

Una noche especial

Aunque era un día especial, mil cosas retrasaron su llegada al hogar. El silencio que había le hizo estremecer; estaba acostumbrado a que ella estuviera junto a la puerta y le recibiera con un dulce beso, le mirara con sus tiernos y cristalinos ojos y le abrazara como si llevaran mucho tiempo sin verse.

Al final del pasillo se apreciaba una tenue luz; en el silencio de la casa sólo se sentían sus pasos en dirección a esa, la única luz visible al interior del hogar. Ahí estaba ella, reposando entre sábanas blancas, dirigiéndole una cálida sonrisa y una dulce mirada.

Permaneció algunos instantes apoyado en el dintel de la puerta, observándola. Su corazón latía con fuerza y un suspiro escapó de su pecho. Ella sonrió nuevamente, y se sonrojó al percibir su lasciva y poco discreta mirada; pero a esas alturas, él no disimulaba sus intenciones. Su mente divagaba; al tiempo que la observaba, admiraba la curvatura de sus hombros y la pureza de su piel, la forma de sus pechos y lo que tras las sábanas podría encontrar.



Se aproximó a paso lento, desabotonado su camisa, sin quitarle los ojos de encima. Imaginaba sus caderas y se preguntaba si ella estaba completamente desnuda. Aunque la idea de lo que sucedería esa noche agitaba aún más los latidos de su corazón, se inclinó junto a la cama y le dio un suave beso, a lo cual ella respondió con otro, efusivo, intenso.

Él retiró las cubiertas de la cama y al verla desnuda, la percibió tan pura y noble como la primera vez que la tuvo entre sus brazos. Se aproximó un poco más, dándole sutiles besos en el cuello y bajando por la curvatura de su pecho; ahí se detuvo algunos instantes, provocando la turgencia que disfrutaba tener entre sus labios. Con sus manos le acarició las caderas y luego deslizó sus dedos sobre ese hirsuto y abundante bello que le cubría el pubis. Ella se dejaba querer, mientras su entrecortada respiración pedía por más.

Rayos de luna destellaban allí, donde sus labios iban estampando húmedos besos; besos que se dirigían al paraíso (ese templo al cual se accedía por entre dos bellas y sutiles columnas). Mientras descendía, no dejaba de admirar su belleza, buscando a la vez, la mirada que le confirmara cada una de sus sutiles victorias; con la boca se abría paso para conquistar ese botón rosa que la hacía estremecer, percibió un gemido que le confirmó haber tocado el punto soñado.

Avanzaba la noche y ellos se amaban con pasión, pero sin prisa. Ella se dejó querer, hasta que un húmedo orgasmo coronó las caricias y besos que con inusitada pasión, le prodigaban. Le tomo del rostro y dirigió su cabeza en dirección a sus pechos. Quería que le colmara de besos, intensos y apasionados; de esos que dejan sutiles marcas, de esos que arrebatan gemidos...

Sonaban las campanadas de la medianoche, cuando ella lo tendió de espaldas sobre su tibio lecho. Besó su cuello y palpó su viril orgullo (a esas alturas, húmedo y turgente). No pudo evitar brindarle un cálido beso. Sentir su sabor entre los labios, antes de hacerlo desparecer en su boca. Él arqueó su espalda, señal que ella supo interpretar y detuvo su rítmico movimiento; quería sentirlo estallar en ella, sentir sus espasmos al tiempo que su respiración entrecortada daba cuenta del placentero momento vivido. Estallaron al unísono y ella cayó rendida, sobre su pecho. Él la abrazó, acariciaba sus cabellos al tiempo que le susurraba muchos “te amo” y “te quiero con el alma”.

El amanecer los sorprendió abrazados, desnudos, con una sonrisa en los labios; con la habitación impregnada de los aromas de su piel, de sus fluidos placeres.
Fue el amanecer más bello que recordarían; o tal vez, el primero de muchos…


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