Aunque era un día especial, mil cosas
retrasaron su llegada al hogar. El silencio que había le hizo estremecer;
estaba acostumbrado a que ella estuviera junto a la puerta y le recibiera con
un dulce beso, le mirara con sus tiernos y cristalinos ojos y le abrazara como
si llevaran mucho tiempo sin verse.
Al final del pasillo se apreciaba una tenue
luz; en el silencio de la casa sólo se sentían sus pasos en dirección a esa, la
única luz visible al interior del hogar. Ahí estaba ella, reposando entre
sábanas blancas, dirigiéndole una cálida sonrisa y una dulce mirada.
Permaneció algunos instantes apoyado en el
dintel de la puerta, observándola. Su corazón latía con fuerza y un suspiro
escapó de su pecho. Ella sonrió nuevamente, y se sonrojó al percibir su lasciva
y poco discreta mirada; pero a esas alturas, él no disimulaba sus intenciones.
Su mente divagaba; al tiempo que la observaba, admiraba la curvatura de sus
hombros y la pureza de su piel, la forma de sus pechos y lo que tras las
sábanas podría encontrar.
Se aproximó a paso lento, desabotonado su
camisa, sin quitarle los ojos de encima. Imaginaba sus caderas y se preguntaba
si ella estaba completamente desnuda. Aunque la idea de lo que sucedería esa
noche agitaba aún más los latidos de su corazón, se inclinó junto a la cama y
le dio un suave beso, a lo cual ella respondió con otro, efusivo, intenso.
Él retiró las cubiertas de la cama y al verla
desnuda, la percibió tan pura y noble como la primera vez que la tuvo entre sus
brazos. Se aproximó un poco más, dándole sutiles besos en el cuello y bajando
por la curvatura de su pecho; ahí se detuvo algunos instantes, provocando la
turgencia que disfrutaba tener entre sus labios. Con sus manos le acarició las
caderas y luego deslizó sus dedos sobre ese hirsuto y abundante bello que le
cubría el pubis. Ella se dejaba querer, mientras su entrecortada respiración
pedía por más.
Rayos de luna destellaban allí, donde sus
labios iban estampando húmedos besos; besos que se dirigían al paraíso (ese
templo al cual se accedía por entre dos bellas y sutiles columnas). Mientras
descendía, no dejaba de admirar su belleza, buscando a la vez, la mirada que le
confirmara cada una de sus sutiles victorias; con la boca se abría paso para
conquistar ese botón rosa que la hacía estremecer, percibió un gemido que le
confirmó haber tocado el punto soñado.
Avanzaba la noche y ellos se amaban con
pasión, pero sin prisa. Ella se dejó querer, hasta que un húmedo orgasmo coronó
las caricias y besos que con inusitada pasión, le prodigaban. Le tomo del
rostro y dirigió su cabeza en dirección a sus pechos. Quería que le colmara de
besos, intensos y apasionados; de esos que dejan sutiles marcas, de esos que
arrebatan gemidos...
Sonaban las campanadas de la medianoche,
cuando ella lo tendió de espaldas sobre su tibio lecho. Besó su cuello y palpó
su viril orgullo (a esas alturas, húmedo y turgente). No pudo evitar brindarle
un cálido beso. Sentir su sabor entre los labios, antes de hacerlo desparecer
en su boca. Él arqueó su espalda, señal que ella supo interpretar y detuvo su
rítmico movimiento; quería sentirlo estallar en ella, sentir sus espasmos al
tiempo que su respiración entrecortada daba cuenta del placentero momento
vivido. Estallaron al unísono y ella cayó rendida, sobre su pecho. Él la
abrazó, acariciaba sus cabellos al tiempo que le susurraba muchos “te amo” y
“te quiero con el alma”.
El amanecer los sorprendió abrazados, desnudos,
con una sonrisa en los labios; con la habitación impregnada de los aromas de su
piel, de sus fluidos placeres.
Fue el amanecer más bello que recordarían; o
tal vez, el primero de muchos…
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