Yo ya tenía mis años
vividos, pero sentía que algo le faltaba a mi vida, y si bien, amaba a quien
compartía mi lecho, mi espíritu intranquilo necesitaba algo más; una amiga o
confidente que me escuchara y me tendiera una mano en momentos de crisis. Y es
que sí, necesitaba una amiga incondicional, que no se enamorara de mí, pero que
a la vez me quisiera a tal punto, que soportara mis idioteces y que a pesar de
la distancia, la sintiera cercana (y ella a mí).
Cierto día, una
desgracia sacudió al continente y me recordé de una dulce joven de nobles
palabras, que vivía en el epicentro mismo de la catástrofe. Le escribí un
mensaje, el cual ella respondió cordialmente. Así nació un intercambio de
mensajes que día a día nos iban aproximando. Ya la distancia y nuestras vidas
no eran un impedimento como para compartir nuestras penas, o vibrar con
nuestras alegrías.
¿Suena raro que quiera
compartir intimidades con alguien que jamás había visto? A mí me parecía muy
raro, pero ahí estaba; contando de mi familia, mis logros, penas y más, así
como ella me compartía las suyas.
¿Y qué rol jugaba mi
pareja entonces? Pues bien, ella tenía todo lo demás. Mi corazón, mi tiempo, mi
piel, y mi muy especial forma de hacerla sentir amada, querida y admirada. Pues
sí, la amaba y admiraba.
¿Y es que no confiaba
en ella? La verdad, no al punto de contar ciertos anhelos y ciertas
aspiraciones. Yo quería crecer expresando mi sentir en letras, y ella no sería
el juez objetivo que yo buscaba; en cambio mi amiga, ella jamás sentiría mi
piel, mis risas y rabias, ella vería de mí lo que yo quisiera exteriorizar. Precisamente
esa parte de mí que nadie, además de mi pareja, habían logrado ver.
¿Y por qué? Desde la
primera vez que me rompieron el corazón, apenas entrando a la adolescencia,
sentí las ganas de escribir, en verso o en prosa, aquello que me desgarraba por
dentro. Era una necesidad insatisfecha. No lo hice en ese entonces por temor al
ridículo, pero ahora tenía las herramientas para hacerlo en forma anónima y
discreta. Dedicar letras de amor a musas imaginarias, es la peor pesadilla para
una mujer enamorada. Ahí es que mi amiga jugó un rol importante.
De ella nació la
propuesta, que la adoptara como su hermana. Yo jamás había tenido una hermana
real y esa propuesta me pareció genial. Sin dudarlo acepté y poco a poco
comenzamos a compartir temas personales, del alma, de la vida, de nuestras
vidas en pareja. Poco tardó en conocerme por completo, pero yo, yo sentía que
poco sabía de ella.
La vida transcurrió,
tomamos distancia y cuando uno estaba mal, recurría al otro. Un mensaje llevaba
al otro y así eran horas de charla virtual, de contar anécdotas, alegrías,
penas, éxito y fracasos. Me conocía tan bien como mi pareja, pero ella era mi
hermana de otra sangre, una que llegó a mi vida no para tocar mi corazón, sino
que para compartir y apoyar, sin ir más lejos de una abrazo virtual. Aunque el
abrazo fuera apretado, intenso, de oso mañoso o gorila cavernario; era un
abrazo que nacía del alma y se compartía con cariño.
Llegó el día de su
cumpleaños; estaría sola. Él (su pareja) debía trabajar unos días fuera, su
madre estaba de visita donde sus hermanas, muy lejos también, así es que
pasaría esa fecha sin sus seres queridos. Aunque no del todo.
Viajé un día entero
para llegar a ella. Almorzamos y luego paseamos junto al mar; nos sentamos
sobre la arena y pasaron eternos minutos en que no dijimos nada, sólo mirábamos
el horizonte como si nada más pasara en nuestras vidas.
Caminé con ella hasta
su casa y me dirigí a mi hotel. A media noche una llamada interrumpió mi sueño.
Ladrones habían querido irrumpir en su casa y como no tenía a quien recurrir,
me llamó. Cuando llegué, la policía se estaba retirando. Los rufianes habían
roto un virio de la terraza, pretendiendo entrar por ella.
Me abrazó y no me quiso
soltar. Nos sentamos en un sillón y se durmió con su cabeza apoyada en mi
pecho. Cuando desperté, ella me estaba observando en silencio. Noté un extraño
brillo en sus ojos. Se colgó de mi cuello y me robó un beso. Yo no buscaba eso,
pero tampoco supe cómo reaccionar. Para cuando me di cuenta, estábamos
semidesnudos tendidos sobre la alfombra. Sin duda era bella, bella e intensa.
Los primeros rayos del amanecer se reflejaban en su piel, en sus pechos
desnudos, los cuales besé como si fuera un bebé, pero con toda la pasión de un
hombre. No me reconocí. Tampoco me detuve a pensar en ello. La tomé entre mis
brazo y sobre ella estremecí toda mi pasión, toda la lujuria que antes sólo
tenía mi amada. Yo siempre fui mesurado con mis actos y consecuente con mi
manera de pensar, pero no pude resistir su piel y sus besos.
Nos amamos. Ella pudo
sentir en su ser todo aquello de lo cual había leído en mis textos. Jadeó y
estalló de manera sublime, especial. Entonces, una lágrima rodó por su mejilla.
Sabía que yo me debía marchar; que ambos teníamos una vida hecha y que ese
instante no se volvería a repetir.
No se fue a despedir de
mí. Emprendí el regreso con una gran angustia en mi interior. Le fallé a dos
mujeres. A la mía, que tanto amor me había entregado durante nuestra vida
juntos; y a ella, mi “hermana de otra sangre”, la que veía en mí a un amigo, y
encontró solo a otro hombre, débil y promiscuo.