sábado, 30 de julio de 2016

Es ella

Cierro los ojos y la veo frente a mí,
sus cabellos castaños caen sobre sus hombros,
y un sutil escote me permite ver su cuello.
La miro, me sonríe, y toda su pena muere
en la pausa de un abrazo.

Me abraza y no me suelta,
y yo tampoco quiero que me suelte;
quiero cobijarla junto a mi pecho,
y que sienta como mi corazón late de alegría
cuando está cerca de mí.

Es tarde, casi amanece y ella sigue aquí,
clavada en mi pecho, aunque esté de cuerpo ausente.
Clarea el alba y los primeros rayos de luz
traen a mí su sonrisa, diáfana y etérea.
Ya no quiero despertar si ella no está.

Me levanto y miro las nubes
razgadas por un suspiro de cielo.
Ella vendrá, lo sé, mi corazón lo siente.
Alguien toca la puerta, es ella,

la abrazo y le robo un apasionado beso.

La Adopción

Yo ya tenía mis años vividos, pero sentía que algo le faltaba a mi vida, y si bien, amaba a quien compartía mi lecho, mi espíritu intranquilo necesitaba algo más; una amiga o confidente que me escuchara y me tendiera una mano en momentos de crisis. Y es que sí, necesitaba una amiga incondicional, que no se enamorara de mí, pero que a la vez me quisiera a tal punto, que soportara mis idioteces y que a pesar de la distancia, la sintiera cercana (y ella a mí).
Cierto día, una desgracia sacudió al continente y me recordé de una dulce joven de nobles palabras, que vivía en el epicentro mismo de la catástrofe. Le escribí un mensaje, el cual ella respondió cordialmente. Así nació un intercambio de mensajes que día a día nos iban aproximando. Ya la distancia y nuestras vidas no eran un impedimento como para compartir nuestras penas, o vibrar con nuestras alegrías.
¿Suena raro que quiera compartir intimidades con alguien que jamás había visto? A mí me parecía muy raro, pero ahí estaba; contando de mi familia, mis logros, penas y más, así como ella me compartía las suyas.
¿Y qué rol jugaba mi pareja entonces? Pues bien, ella tenía todo lo demás. Mi corazón, mi tiempo, mi piel, y mi muy especial forma de hacerla sentir amada, querida y admirada. Pues sí, la amaba y admiraba.
¿Y es que no confiaba en ella? La verdad, no al punto de contar ciertos anhelos y ciertas aspiraciones. Yo quería crecer expresando mi sentir en letras, y ella no sería el juez objetivo que yo buscaba; en cambio mi amiga, ella jamás sentiría mi piel, mis risas y rabias, ella vería de mí lo que yo quisiera exteriorizar. Precisamente esa parte de mí que nadie, además de mi pareja, habían logrado ver.
¿Y por qué? Desde la primera vez que me rompieron el corazón, apenas entrando a la adolescencia, sentí las ganas de escribir, en verso o en prosa, aquello que me desgarraba por dentro. Era una necesidad insatisfecha. No lo hice en ese entonces por temor al ridículo, pero ahora tenía las herramientas para hacerlo en forma anónima y discreta. Dedicar letras de amor a musas imaginarias, es la peor pesadilla para una mujer enamorada. Ahí es que mi amiga jugó un rol importante.
De ella nació la propuesta, que la adoptara como su hermana. Yo jamás había tenido una hermana real y esa propuesta me pareció genial. Sin dudarlo acepté y poco a poco comenzamos a compartir temas personales, del alma, de la vida, de nuestras vidas en pareja. Poco tardó en conocerme por completo, pero yo, yo sentía que poco sabía de ella.
La vida transcurrió, tomamos distancia y cuando uno estaba mal, recurría al otro. Un mensaje llevaba al otro y así eran horas de charla virtual, de contar anécdotas, alegrías, penas, éxito y fracasos. Me conocía tan bien como mi pareja, pero ella era mi hermana de otra sangre, una que llegó a mi vida no para tocar mi corazón, sino que para compartir y apoyar, sin ir más lejos de una abrazo virtual. Aunque el abrazo fuera apretado, intenso, de oso mañoso o gorila cavernario; era un abrazo que nacía del alma y se compartía con cariño.
Llegó el día de su cumpleaños; estaría sola. Él (su pareja) debía trabajar unos días fuera, su madre estaba de visita donde sus hermanas, muy lejos también, así es que pasaría esa fecha sin sus seres queridos. Aunque no del todo.
Viajé un día entero para llegar a ella. Almorzamos y luego paseamos junto al mar; nos sentamos sobre la arena y pasaron eternos minutos en que no dijimos nada, sólo mirábamos el horizonte como si nada más pasara en nuestras vidas.
Caminé con ella hasta su casa y me dirigí a mi hotel. A media noche una llamada interrumpió mi sueño. Ladrones habían querido irrumpir en su casa y como no tenía a quien recurrir, me llamó. Cuando llegué, la policía se estaba retirando. Los rufianes habían roto un virio de la terraza, pretendiendo entrar por ella.
Me abrazó y no me quiso soltar. Nos sentamos en un sillón y se durmió con su cabeza apoyada en mi pecho. Cuando desperté, ella me estaba observando en silencio. Noté un extraño brillo en sus ojos. Se colgó de mi cuello y me robó un beso. Yo no buscaba eso, pero tampoco supe cómo reaccionar. Para cuando me di cuenta, estábamos semidesnudos tendidos sobre la alfombra. Sin duda era bella, bella e intensa. Los primeros rayos del amanecer se reflejaban en su piel, en sus pechos desnudos, los cuales besé como si fuera un bebé, pero con toda la pasión de un hombre. No me reconocí. Tampoco me detuve a pensar en ello. La tomé entre mis brazo y sobre ella estremecí toda mi pasión, toda la lujuria que antes sólo tenía mi amada. Yo siempre fui mesurado con mis actos y consecuente con mi manera de pensar, pero no pude resistir su piel y sus besos.
Nos amamos. Ella pudo sentir en su ser todo aquello de lo cual había leído en mis textos. Jadeó y estalló de manera sublime, especial. Entonces, una lágrima rodó por su mejilla. Sabía que yo me debía marchar; que ambos teníamos una vida hecha y que ese instante no se volvería a repetir.

No se fue a despedir de mí. Emprendí el regreso con una gran angustia en mi interior. Le fallé a dos mujeres. A la mía, que tanto amor me había entregado durante nuestra vida juntos; y a ella, mi “hermana de otra sangre”, la que veía en mí a un amigo, y encontró solo a otro hombre, débil y promiscuo.

martes, 5 de julio de 2016

La pintora

Tras la luna de miel, había que regresar a la realidad, regresar al hogar. Ella, mi dulce artesana manos de ángel, seguía queriendo vivir esas dulces noches de nuestros viajes y yo, me esmeraba en cumplir sus deseos (y ella los míos). Cierta tarde, tras regresar del trabajo, sentí una melodía como de las mil y una noches, había velos de colores en nuestra habitación y ella vestía de odalisca (con insinuantes transparencias), e intentaba danzar al ritmo de la música; le seguí el ritmo, hasta que comenzaron a caer los velos y sólo cubría su rostro… Fue una de las noches más apasionantes que recuerdo haber vivido hasta ese momento (y no creo que sería la única o la última).
Así transcurría nuestra vida, ella de vuelta a su sala de artesanías y yo a mis negocios, cuando un día cualquiera, una tarde de fin de semana en que el día era gratamente fresco y el aire se sentía puro, la invité a caminar por la ciudad. Entre besos, abrazo y muchas risas, nuestros pasos nos llevaron a una de las galerías de arte que había en la ciudad. Sentí curiosidad por visitarla y, aunque ella se mostró algo reacia a ingresar, accedió a mi pedido. Habían obras de varios artistas locales y hubo una en particular, que llamó mi atención; era un torso desnudo que, aunque no incluía el rostro de la modelo, pude reconocer el par de lunares que conectaban su cuello con el sutil escote que me fascinaba; ni hablar del delicado detalle de sus pechos y el colgante que pendía de su ombligo… Era ella, mi dama adorada. Nada quise decir, dado que junto a esa pintura había un segundo cuadro; el rostro de un sujeto en actitud “orgásmica” (curiosamente la obra se llamaba ‘orgasmo masculino’). Aunque el rostro no era muy definido, pude reconocer al sujeto por una fotografía en casa (una que estaba entre los muchos álbumes que mi amada guardaba).
Noté que ella se incomodó y antes de que dijera nada, la invité a ir por un helado. Fue un caminar silencioso; ella llevaba la vista perdida y, aunque sonreía con cada una de mis locuras, un brillo gris opacaba su vista.
Terminado el paseo, ya en casa, sorpresivamente me abrazó y besó con inusitada pasión. Los botones de mi camisa volaron por los cielos y antes de que alcanzara a sentirme cómodo, ya me había bajado los pantalones (y se quedó ahí, estimulando mi ser)…
Fue un intenso momento pasional, sin embargo, me hizo sentir incómodo. Algo no andaba bien. A pesar de que estaba disfrutando de su inconmesurable pasión, tomé su rostro por la barbilla y nuestras miradas se cruzaron; vi rodar una lágrima por su mejilla y solo atiné a darle un fuerte abrazo. Lloró por algunos instantes y de manera espontánea me confirmó lo que yo ya había deducido: Era la mujer de la pintura.
Ella conoció a la artista en uno de los talleres a los que había asistido. Se hicieron amigas desde el primer día, compartían sus ropas, salían juntas y hasta dormían en la misma cama (no quise preguntar si habían intimado), es del caso que ella le pidió que posara para una pintura (la misma de la galería) y luego de esa, dos más. Por su parte Mel (que es como llamo a mi mujer), había conocido a un muchacho, el cual pronto se integró a sus salidas y actividades.
Estaban a punto de casarse cuando su amiga pintora le pidió que posara para un cuadro especial. Por esos días Mel no asistió al taller de su amiga, ni quiso ver la pintura hasta que estuviera lista. El día en que la vio, sintió que algo se clavaba en su pecho. Ese rostro lo conocía a la perfección, era el mismo que ponía cuando estando juntos, ella devoraba su virilidad. ¿Sería posible que ellos la hubieran traicionado de esa forma? No, no lo creía… Pero así fue; entre pincelada y pincelada, la artista devoraba su cimiente provocando y manteniendo ese instante de orgásmico placer. El magnífico cuadro fue creado entre jadeos, ahogos e intensas arremetidas sexuales.

Descubrir esa parte de la vida de Mel, tampoco resultó grata para mí. Ella me amaba y yo a ella, nos lo demostrábamos a diario, pero surgieron inseguridades que afectaban nuestras vidas. Un amor que duraría hasta el fin de los tiempos, peligraba por una herida del pasado, que no había sanado del todo.

domingo, 3 de julio de 2016

Manos de Ángel

Parecía cuento de hadas, la forma en que pedí su mano. Música suave, juego de luces, una cena junto al balcón de su restaurante favorito, admirando los últimos rayos del atardecer.
Luego de cenar fue cuando sin que lo esperara, puse un anillo en su dedo; le dije que quería formar parte de su vida y quería que ella formara parte de la mía… Le dije que no me respondiera de inmediato, que se tomara su tiempo y lo pensara, pero que fuera usando el anillo que le había obsequiado. Así ella podría sentir el peso del compromiso y su respuesta sería tras una ejercitada y meditada reflexión.
Pasaron un par de semanas antes de que me diera el “Sí”, que tanto esperaba. Aunque ya llevábamos algún tiempo viviendo juntos, esa noche fue especial; sería la primera noche de una nueva vida, una que habíamos elegido de manera libre, sin presión alguna.
Nada podía quedar al azar. Ese día me retiré de mi trabajo un par de horas antes. La cena correría por mi cuenta y todo debía ser perfecto. Puse en el horno una carne exquisitamente adobada y, mientras esta se cocinaba a fuego lento, me dispuse a preparar la mesa, la entrada y las ensaladas que acompañarían la carne. Refrigeré una botella de vino blanco, un Chardonnay que era de su agrado, puse las velas y me vestí para la ocasión.
Ella llegó puntual y yo la esperaba en la puerta. Tomé su abrigo y le pedí que me acompañara a la terraza. Las velas ya estaban encendidas y mientras se acomodaba en su silla, serví cada plato dispuesto para la cena. Ella comía con calma, disfrutando cada corte de carne y saboreando la salsa que la acompañaba. Terminada la cena le pedí que me acompañara y ambos tomamos un baño de espuma… Recién en ese instante nos besamos, y nos dimos tiempo para amarnos intensamente. Nos colmamos de caricias, de besos, y de miradas dulces, tiernas. ¿Así será el resto de nuestras vidas?, preguntó. Le respondí que sí, que era el principio de una nueva vida, una en que compartiríamos muchos momentos inolvidables.
Ya en la alcoba, nos sorprendió el alba haciendo planes y amándonos dulcemente. Nuestros cuerpos armonizaban sus movimientos, buscando brindar placer al otro, y atesorando esos sublimes instantes; esos jadeos incesantes que rasgaban el silencio y eran dulce melodía para nuestros oídos.
A ratos, solo nos mirábamos de frente sin decir nada, recorriendo mutuamente la figura de nuestros cuerpos, poniendo acento en aquellos puntos que nos estimulaban y provocaban nuestro placer. Ella tiernamente miraba como yo jugaba con su areola y la estimulaba antes de posar mis labios en ella y yo, disfrutaba como ella enredaba sus dedos en los vellos de mi entrepierna, provocando mi virilidad, la cual se escurría entre sus dedos, entre sus manos de ángel. Y así permanecíamos largo rato, sin que el tiempo nos apremiara, ni siquiera el amanecer de un nuevo día; porque nuestra nueva vida sería así, plena, sin presiones, tomándonos el tiempo que fuera necesario para disfrutar nuestro amor y nuestra intimidad.

Aunque la vida, nuestra vida, no era miel sobre hojuelas; y si bien, teníamos nuestras diferencias en cuanto a orden, limpieza y determinadas situaciones domésticas. Nunca entre las sábanas, hubo pareja con mayor armonía o sincronía…