Parecía
cuento de hadas, la forma en que pedí su mano. Música suave, juego de luces,
una cena junto al balcón de su restaurante favorito, admirando los últimos rayos del atardecer.
Luego
de cenar fue cuando sin que lo esperara, puse un anillo en su dedo; le dije que
quería formar parte de su vida y quería que ella formara parte de la mía… Le
dije que no me respondiera de inmediato, que se tomara su tiempo y lo pensara,
pero que fuera usando el anillo que le había obsequiado. Así ella podría sentir
el peso del compromiso y su respuesta sería tras una ejercitada y meditada
reflexión.
Pasaron
un par de semanas antes de que me diera el “Sí”, que tanto esperaba. Aunque ya
llevábamos algún tiempo viviendo juntos, esa noche fue especial; sería la
primera noche de una nueva vida, una que habíamos elegido de manera libre, sin
presión alguna.
Nada
podía quedar al azar. Ese día me retiré de mi trabajo un par de horas antes. La
cena correría por mi cuenta y todo debía ser perfecto. Puse en el horno una
carne exquisitamente adobada y, mientras esta se cocinaba a fuego lento, me dispuse
a preparar la mesa, la entrada y las ensaladas que acompañarían la carne.
Refrigeré una botella de vino blanco, un Chardonnay que era de su agrado, puse
las velas y me vestí para la ocasión.
Ella
llegó puntual y yo la esperaba en la puerta. Tomé su abrigo y le pedí que me
acompañara a la terraza. Las velas ya estaban encendidas y mientras se acomodaba
en su silla, serví cada plato dispuesto para la cena. Ella comía con calma,
disfrutando cada corte de carne y saboreando la salsa que la acompañaba. Terminada
la cena le pedí que me acompañara y ambos tomamos un baño de espuma… Recién en
ese instante nos besamos, y nos dimos tiempo para amarnos intensamente. Nos
colmamos de caricias, de besos, y de miradas dulces, tiernas. ¿Así será el
resto de nuestras vidas?, preguntó. Le respondí que sí, que era el principio de
una nueva vida, una en que compartiríamos muchos momentos inolvidables.
Ya
en la alcoba, nos sorprendió el alba haciendo planes y amándonos dulcemente.
Nuestros cuerpos armonizaban sus movimientos, buscando brindar placer al otro,
y atesorando esos sublimes instantes; esos jadeos incesantes que rasgaban el
silencio y eran dulce melodía para nuestros oídos.
A
ratos, solo nos mirábamos de frente sin decir nada, recorriendo mutuamente la
figura de nuestros cuerpos, poniendo acento en aquellos puntos que nos estimulaban
y provocaban nuestro placer. Ella tiernamente miraba como yo jugaba con su
areola y la estimulaba antes de posar mis labios en ella y yo, disfrutaba como
ella enredaba sus dedos en los vellos de mi entrepierna, provocando mi
virilidad, la cual se escurría entre sus dedos, entre sus manos de ángel. Y así
permanecíamos largo rato, sin que el tiempo nos apremiara, ni siquiera el
amanecer de un nuevo día; porque nuestra nueva vida sería así, plena, sin
presiones, tomándonos el tiempo que fuera necesario para disfrutar nuestro amor
y nuestra intimidad.
Aunque
la vida, nuestra vida, no era miel sobre hojuelas; y si bien, teníamos nuestras
diferencias en cuanto a orden, limpieza y determinadas situaciones domésticas.
Nunca entre las sábanas, hubo pareja con mayor armonía o sincronía…
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