Tras
la luna de miel, había que regresar a la realidad, regresar al hogar. Ella, mi
dulce artesana manos de ángel, seguía queriendo vivir esas dulces noches de
nuestros viajes y yo, me esmeraba en cumplir sus deseos (y ella los míos).
Cierta tarde, tras regresar del trabajo, sentí una melodía como de las mil y
una noches, había velos de colores en nuestra habitación y ella vestía de odalisca
(con insinuantes transparencias), e intentaba danzar al ritmo de la música; le
seguí el ritmo, hasta que comenzaron a caer los velos y sólo cubría su rostro…
Fue una de las noches más apasionantes que recuerdo haber vivido hasta ese
momento (y no creo que sería la única o la última).
Así
transcurría nuestra vida, ella de vuelta a su sala de artesanías y yo a mis
negocios, cuando un día cualquiera, una tarde de fin de semana en que el día
era gratamente fresco y el aire se sentía puro, la invité a caminar por la
ciudad. Entre besos, abrazo y muchas risas, nuestros pasos nos llevaron a una
de las galerías de arte que había en la ciudad. Sentí curiosidad por visitarla
y, aunque ella se mostró algo reacia a ingresar, accedió a mi pedido. Habían
obras de varios artistas locales y hubo una en particular, que llamó mi
atención; era un torso desnudo que, aunque no incluía el rostro de la modelo,
pude reconocer el par de lunares que conectaban su cuello con el sutil escote
que me fascinaba; ni hablar del delicado detalle de sus pechos y el colgante
que pendía de su ombligo… Era ella, mi dama adorada. Nada quise decir, dado que
junto a esa pintura había un segundo cuadro; el rostro de un sujeto en actitud “orgásmica”
(curiosamente la obra se llamaba ‘orgasmo masculino’). Aunque el rostro no era
muy definido, pude reconocer al sujeto por una fotografía en casa (una que
estaba entre los muchos álbumes que mi amada guardaba).
Noté
que ella se incomodó y antes de que dijera nada, la invité a ir por un helado.
Fue un caminar silencioso; ella llevaba la vista perdida y, aunque sonreía con
cada una de mis locuras, un brillo gris opacaba su vista.
Terminado
el paseo, ya en casa, sorpresivamente me abrazó y besó con inusitada pasión.
Los botones de mi camisa volaron por los cielos y antes de que alcanzara a
sentirme cómodo, ya me había bajado los pantalones (y se quedó ahí, estimulando
mi ser)…
Fue
un intenso momento pasional, sin embargo, me hizo sentir incómodo. Algo no
andaba bien. A pesar de que estaba disfrutando de su inconmesurable pasión, tomé su
rostro por la barbilla y nuestras miradas se cruzaron; vi rodar una lágrima por
su mejilla y solo atiné a darle un fuerte abrazo. Lloró por algunos instantes y
de manera espontánea me confirmó lo que yo ya había deducido: Era la mujer
de la pintura.
Ella
conoció a la artista en uno de los talleres a los que había asistido. Se
hicieron amigas desde el primer día, compartían sus ropas, salían juntas y
hasta dormían en la misma cama (no quise preguntar si habían intimado), es del caso
que ella le pidió que posara para una pintura (la misma de la galería) y luego
de esa, dos más. Por su parte Mel (que es como llamo a mi mujer), había
conocido a un muchacho, el cual pronto se integró a sus salidas y actividades.
Estaban
a punto de casarse cuando su amiga pintora le pidió que posara para un cuadro
especial. Por esos días Mel no asistió al taller de su amiga, ni quiso ver la
pintura hasta que estuviera lista. El día en que la vio, sintió que algo se
clavaba en su pecho. Ese rostro lo conocía a la perfección, era el mismo que
ponía cuando estando juntos, ella devoraba su virilidad. ¿Sería posible que
ellos la hubieran traicionado de esa forma? No, no lo creía… Pero así fue;
entre pincelada y pincelada, la artista devoraba su cimiente provocando y
manteniendo ese instante de orgásmico placer. El magnífico cuadro fue creado
entre jadeos, ahogos e intensas arremetidas sexuales.
Descubrir
esa parte de la vida de Mel, tampoco resultó grata para mí. Ella me amaba y yo
a ella, nos lo demostrábamos a diario, pero surgieron inseguridades que
afectaban nuestras vidas. Un amor que duraría hasta el fin de los tiempos,
peligraba por una herida del pasado, que no había sanado del todo.
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