martes, 5 de julio de 2016

La pintora

Tras la luna de miel, había que regresar a la realidad, regresar al hogar. Ella, mi dulce artesana manos de ángel, seguía queriendo vivir esas dulces noches de nuestros viajes y yo, me esmeraba en cumplir sus deseos (y ella los míos). Cierta tarde, tras regresar del trabajo, sentí una melodía como de las mil y una noches, había velos de colores en nuestra habitación y ella vestía de odalisca (con insinuantes transparencias), e intentaba danzar al ritmo de la música; le seguí el ritmo, hasta que comenzaron a caer los velos y sólo cubría su rostro… Fue una de las noches más apasionantes que recuerdo haber vivido hasta ese momento (y no creo que sería la única o la última).
Así transcurría nuestra vida, ella de vuelta a su sala de artesanías y yo a mis negocios, cuando un día cualquiera, una tarde de fin de semana en que el día era gratamente fresco y el aire se sentía puro, la invité a caminar por la ciudad. Entre besos, abrazo y muchas risas, nuestros pasos nos llevaron a una de las galerías de arte que había en la ciudad. Sentí curiosidad por visitarla y, aunque ella se mostró algo reacia a ingresar, accedió a mi pedido. Habían obras de varios artistas locales y hubo una en particular, que llamó mi atención; era un torso desnudo que, aunque no incluía el rostro de la modelo, pude reconocer el par de lunares que conectaban su cuello con el sutil escote que me fascinaba; ni hablar del delicado detalle de sus pechos y el colgante que pendía de su ombligo… Era ella, mi dama adorada. Nada quise decir, dado que junto a esa pintura había un segundo cuadro; el rostro de un sujeto en actitud “orgásmica” (curiosamente la obra se llamaba ‘orgasmo masculino’). Aunque el rostro no era muy definido, pude reconocer al sujeto por una fotografía en casa (una que estaba entre los muchos álbumes que mi amada guardaba).
Noté que ella se incomodó y antes de que dijera nada, la invité a ir por un helado. Fue un caminar silencioso; ella llevaba la vista perdida y, aunque sonreía con cada una de mis locuras, un brillo gris opacaba su vista.
Terminado el paseo, ya en casa, sorpresivamente me abrazó y besó con inusitada pasión. Los botones de mi camisa volaron por los cielos y antes de que alcanzara a sentirme cómodo, ya me había bajado los pantalones (y se quedó ahí, estimulando mi ser)…
Fue un intenso momento pasional, sin embargo, me hizo sentir incómodo. Algo no andaba bien. A pesar de que estaba disfrutando de su inconmesurable pasión, tomé su rostro por la barbilla y nuestras miradas se cruzaron; vi rodar una lágrima por su mejilla y solo atiné a darle un fuerte abrazo. Lloró por algunos instantes y de manera espontánea me confirmó lo que yo ya había deducido: Era la mujer de la pintura.
Ella conoció a la artista en uno de los talleres a los que había asistido. Se hicieron amigas desde el primer día, compartían sus ropas, salían juntas y hasta dormían en la misma cama (no quise preguntar si habían intimado), es del caso que ella le pidió que posara para una pintura (la misma de la galería) y luego de esa, dos más. Por su parte Mel (que es como llamo a mi mujer), había conocido a un muchacho, el cual pronto se integró a sus salidas y actividades.
Estaban a punto de casarse cuando su amiga pintora le pidió que posara para un cuadro especial. Por esos días Mel no asistió al taller de su amiga, ni quiso ver la pintura hasta que estuviera lista. El día en que la vio, sintió que algo se clavaba en su pecho. Ese rostro lo conocía a la perfección, era el mismo que ponía cuando estando juntos, ella devoraba su virilidad. ¿Sería posible que ellos la hubieran traicionado de esa forma? No, no lo creía… Pero así fue; entre pincelada y pincelada, la artista devoraba su cimiente provocando y manteniendo ese instante de orgásmico placer. El magnífico cuadro fue creado entre jadeos, ahogos e intensas arremetidas sexuales.

Descubrir esa parte de la vida de Mel, tampoco resultó grata para mí. Ella me amaba y yo a ella, nos lo demostrábamos a diario, pero surgieron inseguridades que afectaban nuestras vidas. Un amor que duraría hasta el fin de los tiempos, peligraba por una herida del pasado, que no había sanado del todo.

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