Era un viernes más y la
noche era muy grata, ideal como para pasear por el muelle o la orilla de la
playa, disfrutando de las suaves olas que iban a morir en la blanca arena. Era
noche de luna, pero no una luna cualquiera, era la llamada “luna azul”; no sé
por qué eligieron ese nombre, si era tan blanca como la luna de otras noches.
Es del caso que junto a la playa había una joven sollozando; debe haber tenido
unos 25 años, que comparado con los vividos 38 años de Pedro, un joven que
caminaba por la playa, la hacían ver como una bebé.
Pedro caminó junto a
las olas, intentado no interrumpir el espacio de la joven, pero al sentir sus
pisadas ella alzó la vista y le miro con unos dulces ojos que, a su parecer,
eran de color miel; la miró fijamente a los ojos, y luego no supo más… No supo
si ella se aproximó a él, o él fue a ella. Para cuando tomó conciencia, tenía
sus labios fuertemente pegados a los de ella y ambos jadeaban al ritmo marcado
por el sinuoso movimiento de sus desnudas pelvis…
Pedro despertó al día
siguiente, o más bien lo despertaron. Estaba desnudo, tendido sobre la arena y sólo
recordaba un nombre, o lo que parecía ser un nombre ¿Bea?… ¿Betriz?… ¿Belinda?…
¿Night?... ¿Riggs?... o algo así como Bean Nighes… No lo sabía, todo era muy
confuso como para tener certeza de algo.
Días después comenzó a
padecer una fiebre horrible, por lo que acudió al centro médico donde fue
hospitalizado inmediatamente. A la semana siguiente su piel tomó una coloración
grisácea y sus venas se adelgazaron. Para poder inyectarle suero debieron
instalar una vía en su mano derecha, pero al inflamarse esta (tras un día de
tratamiento), debieron hacerlo en la mano izquierda; repitieron el
procedimiento en un pie, luego en el otro y luego más nada pudieron hacer.
Deshidratado y sin poder beber líquido, Pedro se arañó el rostro y retiró la
sonda que tenía conectada a su vejiga. Murió minutos más tarde.
El cuerpo de Pedro fue
trasladado a la morgue, en espera de la autopsia de rigor. Mientras tanto, en
el hospital ya circulaba el rumor de que Pedro portaba una poderosa bacteria o
rotavirus, del que no se tenía registro alguno; por seguridad se determinó
aislar el pabellón donde estuvo hospitalizado, en tanto no se tuviera certeza
de qué había ocasionado su muerte.
Mientras tanto, en la
fría morgue, el cuerpo de Pedro había sido cubierto con una sábana blanca a la
espera de la autopsia de rigor. No había médico de turno, por lo que ese ‘tramite’
esperaría hasta el día siguiente. Nadie tenía conciencia del proceso químico
que se estaba llevando a cabo en ese lugar. Las bacterias que invadieron el
cuerpo de Pedro, habían emergido a la superficie por aquellos puntos donde la
piel estaba herida, vale decir, frente, puntos de conexión de vías en manos y
pies, y el punto por donde evacuaban su vejiga. Las esporas que se produjeron
comenzaron a llenar los espacios entre la sábana y el cuerpo.
Al día siguiente el
asistente del doctor fue a preparar el cuerpo para la autopsia, esto consistía
en abrir el pecho cortando el esternón (por la parte baja), y despegando del cráneo
el cuero cabelludo, para luego proceder a cortar una corona del cráneo, y que
el médico pudiera retirar el cerebro (por la parte alta); el cerebro era medido
y pesado, al igual que el resto de los órganos blandos bajo el pecho. Estaba en
medio del proceso de corte, cuando llegó el tanatólogo; por alguna razón, ambos
al mismo tiempo pusieron sus ojos en la sábana que había cubierto el cuerpo, la
extendieron y en este se veía claramente las facciones del difunto, vale decir,
rostro, cuerpo, manos, piernas… Pero lo que más les sorprendió es que a
semejanza del sudario de Turín, las marcas de las manos y los pies se parecían
a las marcas dejadas por clavos de crucifixión. La herida del catéter conectado
a la vejiga se asemejaba a la herida en el costado de Cristo y los arañazos que
se hizo Pedro en la frente, se reflejaban como heridas de espinas, como de
haber tenido puesta una corona de espinas…
El doctor, conocido por
sus comentarios ateos, ordenó meter la sábana en una caja y que esta
inmediatamente fuera incinerada en la caldera del hospital. El asistente hizo
lo ordenado, pero al llegar a la caldera esta se encontraba en mantención y al
menos faltaba una media hora más antes de que fuera encendida nuevamente, por
lo que dejó la caja al calderero y le dio estrictas instrucciones al respecto:
quemar sin abrir el sello de la caja…
Mientras el calderero
iba a buscar unas herramientas, el asistente de este tenía todo listo para
encender el fuego de la caldera, pero como no encendía, decidió agregarle
papel, cartón, o lo que ardiera; vio la caja, rompió el sello, tiró la sábana
al suelo y destrozó la caja para introducir sus restos entre los secos maderos
del fogón. Una vez encendido el fuego, un destello de este iluminó la sábana,
la cual había caído exponiendo la figura que asemejaba al rostro del fallecido.
El hombre, devoto de la virgen, tomó esto como una señal divina, más aún tras
ver la sábana completamente extendida; cogió la sábana y fue a ver al clérigo,
quien algo iluso se negaba a creer la historia del humilde obrero, pero al ver
la imagen y tocar la tela, a su mente vino la idea de exhibirla en el culto de
la tarde. Ese día hubo muchos devotos, quienes sorprendidos, exclamaban
¡Milagro! y ¡Amén!, a cada rato… tras el culto los fieles pidieron besar la
tela y muchos posaron sus labios sobre las que parecían ser marcas de clavos;
manos y pies fueron besados muchas veces, y a los días siguientes más fieles
fueron llegando a la pequeña capilla.
Un hecho así no podía
ser mantenido en secreto por mucho tiempo; tras enterarse el obispo de que una
sábana con una imagen grabada estaba siendo adoraba en una de sus capillas, fue
a verificar si era algo cierto o no. Esa tarde, el obispo llegó a la pequeña
capilla en medio de un servicio religioso, era el funeral de Pedro. Emotivas
palabras se dijeron de él, más todos ignoraban la cadena de sucesos previos. Al
obispo le costó llegar al altar debido al gran volumen de público; no es que
Pedro tuviera muchos amigos, todos acudieron por ver la tela. Terminado el
oficio religioso, la veterana autoridad ordenó retirar la tela y enviarla a un
laboratorio para verificar su autenticidad, pero el mal que portaba ya había
sido esparcido; muchas personas, ancianos, adultos y niños, estaban acudiendo
en gran número a la sala de urgencias. Los médicos no daban abasto, no había
suficientes camas para hospitalizar a tantas personas y muchas eran devueltas a
sus domicilios sin tratamiento alguno. Era el comienzo de una pandemia.
Mientras en el poblado
los fallecidos se contaban por decenas, los análisis que se hicieron a la
sábana eran concluyentes: Esporas contenedoras de bacterias; bacterias del mismo género
que la bacteria asesina.
Las autoridades de
salud intentaron contener la epidemia, pero como suele suceder, la burocracia
impidió el oportuno cumplimiento de los protocolos y pronto la región completa
estaba infestada. En muchos puntos ni siquiera quedaba gente sana que pudiera sepultar
a los fallecidos, muchos de los cuales yacían tendidos sobre la vía pública. Mientras
tanto el mal que no esparcieron las personas, fue esparcido por el viento,
llegando a poblados vecinos. El gobierno tomó una drástica decisión: Cerrar un
amplio perímetro y “desinfectar la zona” con un aparato nuclear, una bomba que
acabaría con todo, portadores y epidemia. Fue una decisión difícil, carente de
toda humanidad, pues mucha gente sana de sectores rurales iba a perecer junto a
los habitantes infectados.
La bomba explotó un día
trece, a las 3:33 horas. Se mantuvo el perímetro de seguridad durante 6 meses,
período en que francotiradores acabaron con cualquier posible sobreviviente. Al
terminar su gobierno, el presidente se suicidó. Nada se supo del paradero del
obispo, o el sacerdote que elevó la sábana al sitial de objeto sagrado… La
sábana permanece oculta en un laboratorio secreto, por si algún día es
necesario utilizarla con fines militares…