martes, 19 de abril de 2016

Cerrando ventanas

Habían compartido 19 años de vida amorosa, lo cual era mucho más de lo que sus familias o amigos hubieran imaginado. Eran como el agua y el aceite, pero a pesar de ello, fluían como si fueran miel sobre hojuelas.
Como toda pareja, su inicio no fue sencillo. Hubo carencias, discusiones, incomprensión y muchas lágrimas por parte de ambos; pero el amor que se tenían podía más que las legítimas diferencias y, siempre llegaban a un punto de consenso. En realidad, siempre había uno que cedía,  que sacrificaba parte de sí, por el bien común. El problema era que casi siempre terminaba cediendo la misma persona.
Aunque las salidas y los paseos no eran algo frecuente, siempre supieron compartir lo poco que tenían. Una bebida, algunas galletas, o un humilde (pero valioso) vaso de agua. Lo que se buscaba, era disfrutar de la libertad, pero esa libertad que se disfruta de a dos. Aquella en que se avanza juntos todo el camino, donde ambos se detienen al mismo tiempo y disfrutan de las mismas bellezas naturales, y de sí mismos inmersos en ella.
Con los años, junto a mejores niveles de vida, vino el crecimiento de la familia. El cariño se diluyó entre biberones y pañales; situación que colmaba sus corazones. Ver crecer el fruto de su amor era algo indescriptible; el amor compartido era muy valorado y se enriquecía día a día.
Pero dos almas libres no podían permanecer ancladas; extrañaban enterrar sus pies en arenas húmedas, y sentir el aire marino acariciando su rostro. Había que turnarse y tranzar con las libertades individuales. Pero el tiempo no se detiene y pronto el colegio fue el ancla que los ataba a la tierra, a un pedazo de tierra, casi todo el año.
El roce con otros padres, el socializar en demasía, hizo mella en su corazón. Un día se miró al espejo y notó el paso del tiempo; las huellas de la maternidad, huellas que otras no tenían (huellas que las hacían ver notoriamente más “apetecibles”). ¿Peligraba la relación?, Al fin y al cabo, él era sólo un hombre y, “los hombres suelen abandonar lo que aman, por aquello que desean”…
Esas actitudes llevan a un enclaustramiento del alma; ciegan el corazón conduciendo a los sentimientos a una demencia colmada de soledad, abandono y vacío. Celos, es lo que mejor definiría ese estado. De la nada brotan lágrimas suicidas que inundan la almohada, sin lograr brindar el consuelo necesario. Se rompe la paz y la quietud, se quiebra el equilibrio de dos almas que se amaban. Todo sucumbe a la oscuridad y las palabras se convierten en filosas dagas que hieren, sin necesidad de cortar la carne.
Pero dos corazones que se aman siempre pueden más. Siempre se dan una nueva oportunidad. Ella se convierte en una máquina de seducción. A los 40 actúa con la osadía que no tuvo a los 20. Ahora es más segura, intensa y apasionada; sobre todo, apasionada. No teme experimentar, bajar la guardia y ceder todo. Colmarse por todas las partes posibles, casi simultáneamente, sin disimular su gozo, su lujuria exacerbada. Hasta se sorprende de sí misma, de lo fogosa que se ha vuelto. Se sorprende y se atemoriza un poco, pero lo disimula siendo más ardiente y apasionada de lo que siente.
Sin embargo, él ya no es el mismo. La vida no ha sido fácil; el sedentarismo, el abandono y la rutina lo han vuelto débil, débil y falto de ingenio (y de pasión). De tanto ceder, el corazón se le ha vuelto desconfiado; desconfiado y huraño. Aunque intenta estar a la altura, colmarla de todas las maneras posibles, nunca es suficiente (Salvo en fortuitas situaciones en que sus corazones se han sincronizado y han caído rendidos al unísono; sus pieles tienden a separarse).
Nuevamente surgen los demonios que acosan el alma: La desconfianza.  Secretos, actitudes, miradas, silencios… Todo es sospechoso, todo es bochornoso.
Puestas las cartas sobre la mesa, se tensa la afilada cuerda que los unía. Al final la cuerda cede, y de rebote los daña a ambos.
Ensimismados, tensos, heridos, navegan por las aguas de la soledad; sin remos, a merced de traicioneros vientos que, como venenosos susurros, llevan y traen mensajes de más allá de su imaginación. No hay ancla, no hay destino, ya nada queda de la cuerda que los unía, sólo el afilado metal de sus torcidas ideas.
La decepción es un enemigo silencioso, que mina el alma y descompone el cuerpo. Ese fuego que había en la mirada ya no es de pura pasión, por el contrario, es odio, rabia, coraje y desilusión.
Lentamente se muere ese sentimiento en común y con ello, un fragmento de sus almas; porque de un amor nadie salva ileso. Nadie huye sin dejar parte de sí; ambos se llevan parte del otro, aunque no lo deseen.

Y así acaba lo que nunca debió empezar, pero que fue maravilloso mientras sus corazones latían al unísono.

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