Era una mañana
radiante, con un tímido sol asomando por el horizonte e iluminando nuestra ventana.
Ella extendió su mano y la deslizó por mi vientre, buscando esa erección
matutina que deleitaba sus ansias, en tanto yo besaba su cuello, desde el
lóbulo de su oreja, hasta la base del mismo…
Algo llamó mi atención,
algo que no debería estar en su cuello; era una pequeña protuberancia apenas
perceptible. Me detuve de improviso y mi actitud llamó su atención. Acaricié ese
pequeño bulto con la yema de mis dedos e inmediatamente ella se llevó la mano
al cuello… Su rostro palideció y una lágrima rodó por su mejilla. Asumió que
era la misma protuberancia que tenía su madre. Cogió el teléfono y en el acto
llamó a su madre, le preguntó por su médico y el número de la consulta.
A la semana siguiente
le acompañé para que se sintiera más segura, pero los médicos habían adoptado la
costumbre de no aventurar diagnósticos al azar, lo cual la dejó más tensa y
preocupada. Ese mismo día se realizó todos los exámenes que el médico pidió, y
algunos otros que realizó por cuenta propia (para lo cual tomó una vieja orden
de su madre, quien tenía el mismo nombre y apellido que ella).
Al día siguiente vimos
los resultados, pero ella no se pudo esperar a ir al médico; tomó los informes y
buscó en google el significado de los términos médicos. La respuesta era una
sola: “Cáncer”…
Lloró de una forma en
que jamás la había visto. Era un gemido lastimero que a veces interrumpía con
algunos gritos y un “¡por qué a mí!, que me desgarraba el alma. La abracé, la
besé, pero ella me rechazaba…
El médico optó por la
cirugía, la cual se complementaría con un tratamiento de yodo radioactivo… Ella
cayó en depresión, bajó de peso (tanto por su inapetencia como por la estricta
dieta que acompañaba al tratamiento). Esta situación cambió radicalmente
nuestro mundo, nuestro estilo de vida.
Fueron meses de mucha
angustia. Yo quería abrazarla, besarla como antes, pero su mirada instalaba una
barrera entre nosotros. A veces tocaba su vientre y deslizaba mi mano bajo sus
prendas; ella me miraba lastimeramente y rodaba una lágrima por su mejilla. Un
día ella me dijo que me buscara otra, una que me diera el placer que buscaba y
que en ella no volvería a encontrar. Yo quería llorar, abrazarla hasta que
tronaran sus huesos, pero solo atinaba a guardar silencio y bajar la vista…
La primavera llegaba a
su fin, y decidí hacer un cambio radical. Pedí mis vacaciones y arrendé aquella
pequeña cabaña junto al lago en que pasamos nuestra luna de miel. Esta tenía
un angosto muelle, donde reposaba un pequeño bote a remos. En cuanto al
entorno, la cabaña era de madera, con un amplio comedor y una alfombra frente a
una chimenea de piedra; físicamente, la cabaña se ubicaba en medio de un bosque
de cedros y abedules, tras un serpenteante camino (que era la única vía de
acceso).
Llegamos por la tarde,
una fría tarde en que el sol iluminaba la copa de los árboles. Encendí la
chimenea y preparé algo de comer, luego puse música suave (usando mi teléfono
celular como reproductor musical, ya que la cabaña no contaba con luz
eléctrica). Usé velas para la cena, luego ella tomó un baño, se sentía cansada
pero a la vez estaba contenta. Se sentó frente a la chimenea mientras yo le serví
una pequeña copa de vino; 'poco veneno no mata' - manifesté - y le guiñé un ojo, a lo
cual respondió con una sonrisa. Fui a tomar una breve ducha y luego la acompañé
bebiendo del mismo vino. Yo solo estaba cubierto por la toalla y ella me miró
extrañada.
¿Quieres algo conmigo? –
preguntó.
A lo cual respondí que
quería pasar el resto de mi vida a su lado.
Rodó otra lágrima por
su mejilla y quiso llorar, pero la contuve. Le dije que estaba hermosa, dulce y
bella como cuando la había conocido… Se ofuscó, me trató de mentiroso, entonces
se quitó la ropa y se paró frente a mí. Hacía meses que no la veía desnuda; sus
caderas eran más delgadas y huesudas, sus pechos se habían caído y tenía
sutiles manchas sobre la piel, sus pómulos lucían más marcados y sus manos más
huesudas…
Me quité la toalla y
ella sonrió. Me cohibí un segundo y quise cubrirme pero ella no me dejó. Soltó una
gran carcajada y dulcemente me dijo “loco”. Y sí, estaba loco por ella. Yo que
siempre fui orgulloso de mi virilidad y mi velludo pecho, había hecho un cambio
por ella y que solo ella notaría… me depilé mis genitales… Sí… ¡Ridículo!... y
así me sentía… Le dije que era por si me daba cáncer a la próstata, para que su
‘regalón’ se acostumbrara a perder el pelo… Su sonrisa sonó tan fuerte, que
pareció haber dejado atrás todo ese sufrimiento de meses…
Nos abrazamos y nos
besamos, desnudos, tendidos sobre la alfombra. Entonces besé su cuello como
hice aquella negra mañana, y ella me acarició como hizo en ese entonces. Yo
continué con los besos, alcanzando uno de sus pechos, más firme y turgente que
hace algunos minutos atrás; me detuve ahí algunos instantes, mientras mis dedos
exploraban su vello, sus húmedos labios y sutilmente provoqué sus ansias…
Luego posé mis labios donde mis dedos estuvieron; con suaves lamidas provoqué
intensos espasmos… Ella gimió como antes, y la sentí tan viva como antes… En ese
momento ella pasó a la ofensiva, y tomó posesión de mi ser… Sus labios
provocaron intensos espasmos en mi vientre, pero los míos no dejaban de provocar
sus pasiones… Fuimos los de antes, los que se amaban y entregaban con toda la
pasión del mundo…
El amanecer no fue
diferente… La desperté con besos en sus piernas, subiendo desde sus rodillas
hasta alcanzar la gloria… Entonces ella pasó a la ofensiva y posesa de mí,
mostró la pasional cadencia de sus caderas, ahogándome con sus manos,
provocando una experiencia extrema…
Estuvimos una semana en
esa cabaña, disfrutando los días entre paseos, comida hipocalórica, vino y
sendas sesiones de sexo…
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