lunes, 24 de abril de 2017

Un amor verdadero

André y Camila se miraban en silencio; todo apuntaba a que su relación amorosa de 2 años, estaba llegando a su fin.
Mientras el silencio se hacía eterno, André recorría en su mente todos los bellos momentos que había vivido junto a Camila. La conoció en un andén, mientras ambos esperaban locomoción; ese día había llovido y aún caían pequeñas gotas, por lo que él mantenía su paraguas abierto (providencialmente abierto), ya que en ese momento pasó un vehículo a toda velocidad, pisando el charco que estaba frente a la parada. Quiso la fortuna, o su buena estrella, que en ese instante alcanzara a reaccionar y bajó el paraguas usándolo de escudo, pero no se cubrió él, por el contrario, cubrió a la joven que estaba junto a él. Ella estaba distraída e incluso se mostró algo molesta ante el primer movimiento del joven (a quien jamás había visto en su vida), pero después notó que la había salvado de quedar completamente empapada. En cuanto a él, recibió de lleno toda el agua que salpicó en ese momento.
Tras el incidente, André se retiró del paradero y emprendió camino de regreso a casa. Parecía ser que su día había empezado mal y, si no quería agarrar una pulmonía, lo mejor sería que se quitara esas ropas mojadas; ni siquiera volteó a ver a la chica que había ayudado, lo hizo desinteresadamente y no estaba de ánimo para estar coqueteándole a una chica.
Dos semanas más tarde, en el mismo andén, a la misma hora, él estaba con su paraguas y casualmente vestía la misma ropa que usó aquél día en que quedó todo mojado. Esperaba mirando hacia la izquierda, a ver si aparecía el bus que debía abordar, cuando sintió que sutilmente le tomaban el brazo derecho; era ella, la chicha que había ayudado, pero él no la reconoció, es más, jamás logró ver su rostro, pero ahí la tenía, parada frente a él, como queriendo decir algo pero sin saber cómo hacerlo.  André la miró, sonrió y ella espontáneamente le dijo:
-¡Gracias!-
Él aún no comprendía de qué se trataba y respondió:
-¿Gracias por qué?-
Ella manifestó que era por haberla salvado de quedar mojada, unas dos semanas atrás. Entonces él recordó el incidente y sonrió, sonrió con una sonrisa tierna y suave, cosa que ella percibió como una caricia del alma. Desde ese instante no dejaron de verse más.
Todo inició con un café, un café que ella invitó como forma de agradecer por tan noble gesto. Ella no era muy asidua a dialogar con extraños, ya que más de alguna vez alguien la quiso abordar buscando temas de conversación en común: El tiempo, la contaminación, la lluvia, el sol, la gente, la delincuencia, ¡Qué bonitos ojos tienes!, ¡Qué bella sonrisa tienes!, ¿fumas?, ¿tienes fuego?.... Ufff!!!... la lista era tan larga como el número de sujetos que la desnudaban con la vista y la acosaban en la calle. ¿Es que acaso por el simple hecho de ser hombres, se sienten con derecho a perseguir cuanta mujer se les cruce?... –Se preguntaba-
Ahora la situación era muy distinta, él la ayudó sin conocerla, sin dirigirle alguna mirada, palabra o gesto que denotara intención de aproximación; solo la ayudó y se marchó sin esperar las gracias, sin preguntar nombre o cualquier información que fuera útil para propiciar un segundo encuentro. Eso le sorprendió, pero más llamó su atención al verle a los ojos; su mirada era limpia, transparente, colmada de sueños y libre de culpas.
Por su parte, André también había quedado sorprendido al ver la joven, y más por la invitación, misma que no rechazó, pues, la mañana estaba fría y un café era lo que en ese instante necesitaba. Cruzaron la calle y entraron a una pequeña cafetería, encontrando asiento en la única mesa que quedaba disponible. André se presentó y ella también; mientras bebían el café brotaban los temas de conversación como si se conocieran desde siempre. Ahí ella no tuvo reparos en hablar del clima, la delincuencia, los conductores imprudentes, los ciclistas, peatones y toda la fauna urbana que les rodeaba. Parecía que estaban destinados a conocerse, y ellos sentían que de alguna forma estaban conectados.
Las citas se siguieron repitiendo, siguieron saliendo juntos, ahora ya no solo a beber café, sino que salían al cine, al teatro, de compras, o se juntaban a almorzar en algún local de por los alrededores (daba igual), y cuando no encontraban alguna excusa para seguirse viendo (y que no fuera todo tan repetitivo), simplemente salían a caminar, a dar de comer a las palomas o simplemente conversar.
El primer beso fue algo inesperado para ella, aunque con él nunca estuvo a la defensiva, pues, sentía que nunca le ocasionaría daño alguno. André la tomó por la cintura para ubicarse frente a ella, luego tomó sus mejillas con ambas manos y aproximó lentamente sus labios a los de ella, ella a su vez cerró los ojos y esperó ese roce de labios, para responder con igual calma, pero no menos vehemencia. Semanas después él se quedó a dormir en casa de ella. Era su primera noche, su primer encuentro y ambos estaban nerviosos a pesar de que ninguno de los dos era virgen. Sus experiencias previas habían sido intensas, exploratorias en cuanto a gustos del sexo opuesto y las sensaciones propias, pero ahora sería diferente, la química que entre ambos se había producido hacía presumir que sería un momento intenso, colmado de dulces momentos, así como furtivas arremetidas.
La noche era joven cuando ambos decidieron descorchar un cabernet de reserva, servirse algunos quesos, aceitunas, prosciutto y salsas para untar; ambos esperaban que el alcohol disipara las dudas y encendiera la noche… No se equivocaron… De a poco fue aflorando la pasión, se colmaron de caricias fugitivas que buscaban acceder a esos lugares ocultos, vedados a ojos indiscretos o a manos indeseables. Pronto las pieles se fueron desnudando y las caricias aprisionaron ambos cuerpos, juntaron sus pechos y besos intensos enrojecieron sus labios. Se dieron tiempo para algunos juegos, caricias, para verse y estimularse mutuamente, hasta que sus ansias fueron más fuertes que sus temores, entonces él la poseyó con dulzura, asiéndola por las caderas, llevando el ritmo, dejando de pensar en ella… El estallido fue enérgico, como si hubiera estado acumulando ansias, y aunque ambos jadeaban exhaustos, ella tenía un brillo gris en su mirada.
Sus encuentros se siguieron repitiendo con relativa frecuencia y, aunque en un principio él solo se quedaba una a dos noches por semana, con el transcurrir del tiempo se fue quedando por más días, primero fines de semana completos, y luego se fue a vivir definitivamente con ella. Los encuentros no mermaron en intensidad y pasión, aunque tras un año y medio, ella se sinceró y manifestó que no se sentía completa, que él no la entendía, se aceleraba y no era capaz de esperarla, de llevar su ritmo… el punto más álgido fue cuando le terminó confesando que con él jamás había logrado sentir un orgasmo completo. Había estado muy cerca de ello en más de una oportunidad, pero en tanto él se sentía satisfecho se retiraba y la dejaba ansiando un par de arremetidas más… ¿Acaso era mucho pedir?, un orgasmo, solo uno intenso y extenuante…
Los últimos meses la relación se enfrió, ya casi no se hablaban, más bien se gritaban las cosas y pronto brotaron los insultos, las descalificaciones, la violencia verbal a su nivel más bajo… No hubo golpes, no era necesario pues, las palabras eran dagas filosas que penetraban más hondo, casi hasta el corazón de alma…
Algo en sus corazones les dijo que ya era suficiente, que era hora de ir a terapia de parejas, porque si se amaban como ambos sentían que se amaban, debían hacer lo necesario para reavivar la llama de la pasión, para descubrirse como antes no supieron hacer, de desnudarse conservando la ropa y acariciarse sin rozar sus pieles; algo así como viajar al mundo de los sueños permaneciendo vigentes en la realidad…
Las sesiones iniciaron con preguntas simples y ejercicios ligeros, ligeros pero no tan simples, porque estaba presente un tercero. Sesión a sesión fueron descubriendo sus temores, sus angustias, sus necesidades, pero también fueron aflorando los puntos de coincidencia entre ambos... Hasta que llegaron al conflicto sexual, ese que ella no había podido coronar con aquel gemido sublime que se exhala tras el último pálpito, tras la última arremetida certera…
André debió ir a sesiones individuales para aprender a controlar impulsos, para ser más perceptivo a los requerimientos de su pareja. Por su parte Camila hizo lo propio, pero con un terapeuta diferente.
Dos meses transcurrieron hasta que una noche tomaron valor para intentarlo una vez más. Esta vez el alcohol no estuvo presente, aunque sí un ágape discreto y sencillo, mismo que tras algunas miradas cómplices, incorporaron a sus juegos de seducción.
Tal como la primera vez, la noche era joven y las ansias eran intensas, pero se tomaron su tiempo y se comunicaron más de manera verbal. Ya leer las miradas no bastaba, ni las caricias eran tan novedosas, pero podrían ser intensas y sorprendentes si permitían ser guiados por el otro…
Él acarició su mejilla y, tras un sutil beso sus manos fueron descendiendo hasta llegar a los hombros y luego a sus pechos; con los dedos dibujó sutiles círculos estimulando su turgencia, para pasar a besar con calma y lamer sin tregua. Ya una mano había alcanzado la cintura de Camila, caricia que fue recibida con aprobación, abriendo ella sus piernas. Un dedo recorrió sus labios hasta detenerse en ese sublime punto que, gemido de por medio, cedió al sutil contacto; la humedad de su sexo confirmaba que todo marchaba según lo esperado, según sus deseos y lo que ella esperaba de él. Un dedo rozó la entrada de su sexo y ella sintió su fuego interno. De ahí en adelante todo fue cuesta arriba, ella movía sus caderas al ritmo de sus ansias, y él sus manos al ritmo de la pasión. Tras unos minutos ella le clavó las uñas en la espalda, era la señal de que su momento había llegado y André no se hizo esperar. Suave al principio e intenso tras sentir su fuego interno. Sintió la presión de su sexo, como si estrangularan su miembro, la pasión líquida manaba de su encuentro, salpicando sus cuerpos hasta que ella sintió un estallido supremo… Un orgasmo… un intenso y furtivo orgasmo que dejó su cuerpo laxo y ambos cuerpos aprisionados, hasta que ella relajó su cuerpo y dejó libre a su prisionero…

Entonces él comprendió todo y desde ese instante le amó; le amó tarde mañana y noche, ajustando sus ansias al pasional ritmo de su bella amada (y amante)…

jueves, 20 de abril de 2017

La compañera de viaje

Sven era un joven alto, rubio y de ojos azules. Su padre fue un refugiado político en Alemania oriental y su madre, una fornida habitante del Berlín oriental; ella impartía clases de alemán a los inmigrante y él, bastante ladino y apasionado, lentamente fue logrando aproximarse a su maestra hasta que un día, después de una sonrisa y un beso, ella terminó cediendo a sus encantos. Se casaron y tuvieron un solo hijo; tras la caída del muro decidieron viajar a Centroamérica, buscando olvidar los oscuros días posteriores a la integración del país (cosa que ellos jamás aceptaron, dadas sus férreas convicciones políticas)… Ellos no encajaban con el nuevo modelo y con dificultad conseguían empleos temporales.
Así es como Sven llegó a un nuevo mundo, un mundo donde él era el sujeto diferente que hablaba palabras raras. Su adolescencia fue compleja, ya que no solo debió lidiar con las barreras del idioma, sino que con otros estigmas sociales como el de ser físicamente diferente o ser hijo de un perseguido político.
Ya a los 18 años y tras reunir una suma de dinero, se embarcó en un recorrido místico (tal vez inspirado por su tutor de español, un anciano peruano que ansiaba algún día regresar a su país); el destino elegido fue nada más y nada menos que Machu Picchu.
Ya en Perú, tomó el tren que salía desde Poroy a Aguas Calientes (también llamado Machu Picchu pueblo). Una vez que llegó a la estación su equipaje fue pesado (sólo 3 kilos de equipaje), pero antes de avanzar, una joven de rasgos polinésico le tomó del brazo y le pidió por favor si podía subir al tren con parte del equipaje que ella cargaba. Las normas de la empresa eran estrictas y no se podía cargar más de 5 kilos por persona; ella llevaba 6 kilos,  apartó en un bolso pequeño su equipo fotográfico, y algunas prendas de ropa que él aceptó declarar como equipaje propio. Dado que tenían prisa por abordar, él no notó que el bolso de ella estaba entreabierto y de este cayó un diminuto calzón femenino, colmado de encajes y aberturas. El guardia de la estación lo cogió y él sólo atinó a decir: Es de mi novia; para la suerte… Ambos sonrieron y él se apresuró a guardar la prenda en el raído bolso.
Ya arriba del tren entregó la mochila a la joven, quien le agradeció el gesto con un beso en la mejilla y una mirada coqueta que logró estremecerlo. Se sentaron muy cerca uno del otro y tras iniciar la travesía se aproximaban ocasionalmente para realizar alguna captura o toma fotográfica desde las distintas ventanas del tren. A veces sus codos se rozaban mientras se cruzaban (ya fuera para regresar a sus asientos, o para salir en busca de una nueva toma fotográfica)…
Tras las cuatro horas de viaje en tren llegaron a Aguas Calientes. Casualmente, ambos estaban en el mismo hospedaje, este era una residencial modesta, de precios altos, como todo en la zona; fueron recibidos por una señora de corta estatura, quien les indicó cuales serían sus alojamientos (casualmente, uno al lado del otro). El baño era compartido y los horarios de comida bastante acotados, pero nada de eso les preocupaba a ambos jóvenes; su norte era recorrer la ruta de Putucusi Mountain.
La escalada a la cima de Machu Picchu era antes del alba, ya que la meta era ver el amanecer desde la cima. La ruta era hecha por habitantes de la zona, quienes llevaban víveres y provisiones, y los turistas (la mayoría jóvenes), quienes básicamente cargaban agua, y alguna prenda adicional de ropa.
Ya en la cima los jóvenes se separaron, aunque Sven sintió curiosidad por la rara actitud de Enua (que es como se llamaba la joven de la estación). Siguió por el camino que ella había tomado aunque no logró ubicarla, así es que buscó un lugar alto desde donde vio la cámara de ella montada en un trípode, pero Enua no estaba visible. Recorrió algunos pasillos con absoluta discreción y tras dar la vuelta entre gruesas paredes logró verla. Ella estaba desnuda; se estaba tomando fotografías que la incluían a ella y el paisaje. Había oído que este tipo de fotografías se habían vuelto una moda y sin pensarlo dos veces se desnudó y aproximó a ella para acompañarla. Al principio ella se sorprendió y cubrió sus partes íntimas con las manos, pero al ver la naturalidad con que él se aproximaba, ver su sonrisa y el brillo en su mirada, le indicó que se apresurara antes de que fueran descubiertos por los guardias. Hicieron varias tomas en pareja, algunas con claras alusiones sexuales y Sven no pudo evitar una erección involuntaria (cosa que ella aprovechó para nuevas tomas aún más osadas). Se abrazaron y estaban a punto de acceder a sus deseos carnales, cuando sintieron unas pisadas que se aproximaban; rápidamente tomaron sus ropas y corrieron a refugiarse, mientras se vestían. Pronto se reunieron al grupo principal, pero la semilla de la pasión ya había sido sembrada, solo faltaban el momento y la oportunidad para concluir lo que en la montaña había iniciado.
De vuelta en Aguas Calientes decidieron tomar un baño, juntos. En ese pequeño espacio, en ese modesto espacio, quisieron dar rienda suelta a sus pasiones, pero la altura les jugó una mala pasada, más bien dicho, Sven no pudo mantener su pasión en alto y Enua lo dejó solo, retirándose decepcionada. “Es la altura”, pensó Sven; “ya llegaremos a Cusco y verá”…
Los días siguientes coincidieron en algunos puntos como el museo y su jardín botánico, o los sobrepoblados baños termales (a los cuales no accedieron); pero fue en los Jardines de Mandor el lugar en que se las jugó por una segunda oportunidad. Sven le habló dulcemente y la acompañó en cada escala que ella realizó, un beso selló el acuerdo de paz y dio luz verde a una segunda oportunidad.
Al día siguiente abordaron el tren de regreso a Cuzco y de ahí viajaron a Lima. Visitaron el puerto y sus cocinerías, lugar donde él pidió un contundente mariscal que lo dejó extasiado. Paso siguiente era regresar a su lugar de alojamiento, llenar la bañera y continuar donde habían quedado.

Ella tenía una piel canela dorada por el sol, con una delgada cintura y amplias caderas, así como firmes pechos que se clavaban en el vientre de Sven tras cada pasional abrazo; por su parte Sven, si bien era delgado, estaba muy tonificado debido a que realizaba mucha actividad física. Tras reconocerse nuevamente y alzar lo que debía estar alzado, Sven tomó a Enua por sus nalgas, la levantó y poseyó sutilmente. Esta vez iniciaron bien, ya que la sonrisa y cara de éxtasis de ella era la respuesta que él necesitaba. Se amaron, y se amaron con toda la intensa pasión de quienes tienen todo un futuro por delante. Se amaron sin guardarse nada, hasta que calmó el último estertor de sus sudados cuerpos, entonces se retiraron a su habitación y durmieron abrazados hasta el amanecer, momento en que el alba los sorprendió amándose otra vez…

miércoles, 19 de abril de 2017

Nativa II

Rayén era única y yo sentía en mi alma que jamás encontraría otra mujer como ella. Aún me pregunto cómo fue que logré convencerla de que trabajara conmigo, aún más, cómo fue que ella accedió a salir conmigo y terminamos disfrutando de la tarde más intensa y ardiente que jamás haya vivido.
El local de comidas marchaba bien, aunque ella no gustaba mucho del nombre; decía que “Nativa” sonaba a imperialismo, a sometimiento de los pueblos, a violencia, sangre y muerte. Yo la oía con detención y me admiraba la determinación con que hablaba, del corazón que ponía en cada palabra y la gentileza con que solía expresarse de aquellos que muchas veces la insultaron o trataron con desprecio.
Con el tiempo, y sin el afán de violentar su intimidad, fui enterándome de su vida antes de conocerla. Su madre trabajaba de asesora doméstica en un hogar de ingresos altos, en el barrio más acomodado de la ciudad, y vivía en la misma casa. Cierta noche fue visitada por el hijo mayor de la señora de la casa, quien era un par de años menor que ella; este la había estado seduciendo con regalos y bellas palabras a las que terminó cediendo. Tras quedar embarazada fue despedida y debió regresar al campo, a casa de unos tíos porque sus padres no la recibieron. Como pudo crió a Rayén, debiendo internarla en un colegio para que completara sus estudios. A su vez, en el internado trabajaba un joven que iba a hacer mantenciones eléctricas y sedujo a Rayén, quien fue expulsada del internado tras saberse de su embarazo.
Ambas, madre e hija, vivían en una modesta vivienda que recibieron gracias a un subsidio indígena. Millaray (que es como se llamaba la madre de Rayén), siempre había sido cautelosa con los ahorros y sabía administrar bien cada peso que llegaba a sus manos. Si bien el patio de la vivienda era pequeño, en él cultivaban algunos vegetales y hierbas que vendían en el mercado, además de otras que compraban para revender, cuando los cultivos no se daban bien.
Yo oía las historias que me relataba Rayén, y mi corazón se partía al enterarme del enorme sufrimiento vivido por ella, entonces más apegado a ella me sentía, y más feliz estaba por tener a mi lado una mujer tan sorprendente.
Nos casamos y nos fuimos a vivir a mi departamento. Jaimito estaba feliz, pero Millaray no se sentía muy cómoda; ella decía que los casados deben estar solos, porque solos deben solucionar sus diferencias. Como nos estaba yendo muy bien con el local de comida, decidimos ampliarnos y adquirí el local que quedaba al lado, el cual tenía una pequeña vivienda en el segundo piso; Millaray era la más contenta, ya que ese espacio era más amplio que su antigua vivienda social, además, yo sospechaba que ella tenía un romance con uno de mis meseros y esa intimidad le sentaría muy bien.
Una vez más Rayén y yo teníamos privacidad, en especial cuando Jaimito pedía irse a dormir a casa de la abuela. En tanto llegábamos del trabajo el ritual era pasar por la ducha y acostarnos desnudos; ella me tentaba un poco, y yo cedía a los placeres del cuerpo. Rayén amaba como ninguna, porque no se guardaba nada. Nuestros cuerpos jadeaban, sudados y extenuados, viviendo la pasión al extremo, experimentando nuevas formas de amarnos, nuevas formas de sentirnos y complacer al otro. Su cuerpo, sus labios, y la forma en que a mí se entregaba, o de mí se apoderaba, eran tan intensas que varias veces nos quedamos dormidos y llegamos tarde a nuestras labores; ahí era cuando mi suegra nos miraba con ojos inquisidores, adivinando el motivo de nuestro retraso. Ella trabajaba con nosotros, y abría cuando nos retrasábamos.
Sin duda éramos felices, pero no éramos los únicos. Cierta noche regresé al local a buscar unas facturas que debía entregar al contador, me pareció oír unos golpes y unos gritos; presté más atención y caí en cuenta de que mi suegra estaba teniendo su minuto feliz, un largo minuto feliz. Pero más sorpresa me causó el saber que ella sería madre por segunda vez, al igual que mi Rayén.
Como en todo ambiente de feria, la gente cuchicheaba y hacía circular rumores como el que yo podría ser el padre de ambas criaturas. Ambos bebés nacieron la misma noche, pero a distintas horas. Millaray tuvo un varón al cual llamó Francisco, mientras que Rayén tuvo una niña a quién llamó Lucía. La vida nos sonreía, tanto en lo económico como en lo familiar; el único triste era Jaimito, porque “su lela” tenía a “panchito” y ya no se podía quedar con ella, mientras que en casa Lucía lloraba y no lo dejaba dormir.
Después de Lucía nació Fernanda, y al final llegó Mateo; la felicidad era máxima y la pasión aún no se extinguía… Ni la nuestra, ni la de mi suegra…


En cuanto al nombre del local, lo cambiamos por “Amanecer”…

viernes, 14 de abril de 2017

Nativa

Dicen que la cocina es ese laboratorio místico donde se crea la magia que seduce paladares y estómagos, donde se mezclan los frutos de la creación y, de su adecuada combinación, nacen sabores que jamás la naturaleza por sí sola podría crear.
Yo comencé como ayudante de cocina, desempeñaba una labor de sumo cuidado, era el encargado de higiene. Mis herramientas se componían por un par de guantes, una escoba y una pala. Así también me correspondía realizar un correcto aseo de platos y cubiertos, ordenarlos, y dejarlos dispuestos para el uso. Marcel, el chef, tenía por costumbre decir que la estrella de la cocina no era ni el chef, ni la servidumbre, sino que los platos debidamente colmados de manjares culinarios, por ende, un plato sucio o mal aseado, enlodaba los alimentos, así como el trabajo de todos.
Con los años, ascendí a ayudante de cocina y luego me convertí en el chef principal. Todo ese tiempo sirviendo a otros fue mi mejor escuela para ir aprendiendo secretos de la cocina; secretos que no eran revelados en las academias, secretos que no se compartían, y que solo descubrían aquellos seres dignos de llamarse “Chef”.
Entre las labores que realizaba cada mañana, al despuntar el alba, estaba el ir a comprar productos frescos y elegirlos personalmente. No daba lo mismo usar frutos maduros que frutos verdes, o verduras frescas que verduras remojadas en agua e hidratadas a la fuerza. Esta labor diaria, además me permitía tener contacto no solo con los distribuidores, sino que con algunos pequeños productores estacionales; conocimiento que yo utilizaba para enfocar mis platos de acuerdo a la temporada de cultivo y origen de las materias primas.
Cierta madrugada acudí a un pequeño puesto atendido por una modesta joven, de quien adquirí ajos y semillas. Al cancelar los productos vi sus manos, ajadas por el trabajo directo con la tierra; se despidió con una sonrisa y una mirada que cautivó mi alma. Sus ojos eran de color café, no oscuro ni claro, ni castaño ni caoba… al verla de perfil destacaban sus pestañas, cortas pero rizadas. Sus rasgos físicos daban cuenta de su origen nativo. Tez levemente oscura, baja estatura y el característico sobrepeso de aquellas que ya han parido un hijo.
Acudía a diario a su puesto, y siempre se despedía con la misma sonrisa y el mismo brillo en su mirada. Del supuesto pequeño hijo no supe nada hasta que un sábado de verano, vi un pequeño de unos tres años cubierto con un manto, apoyado en un rincón del modesto puesto. Yo había estado en lo cierto la primera vez que la observé, y ella efectivamente tenía un pequeño. Cada día yo le realizaba las mismas preguntas: ¿De dónde vienen sus productos?, ¿cuándo fueron colectados? y ¿qué forma de almacenamiento habían tenido hasta llegar al mercado? Ella ya me conocía y respondía antes de que yo pronunciara palabra alguna, entonces yo reía y ella me respondía con una sonrisa alegre, que me permitía ver sus blancos dientes.
Poco a poco, tanto su sonrisa como su dulce mirada se fueron alojando en mi corazón. Yo sentía que la conocía de otro lugar, de otra vida tal vez; entonces un día tomé la decisión de invitarla a salir para conversar con ella, o pedirle que fuera a mi restaurant a degustar algunos de los platos sazonados con los productos que me vendía. Me armé de valor y una mañana me quedé más tiempo de lo habitual; la invité a salir, a beber un café en el mesón que quedaba a algunos puestos de donde ella vendía sus productos. Se excusó con que no podía dejar sola su mercadería y que dependía de sus ventas para llevar el sustento a su hogar. En un arrebato poco usual en mí, le manifesté que compraba toda su mercadería, toda, sin excepción; ya yo vería qué hacía con los productos adquiridos, lo importante era obtener un sí, para conocerla y dialogar con ella.
Mientras yo tomaba un té, ella se servía un café de cebada. No había muchas opciones para elegir, pero quién era yo para criticar el emprendimiento de las personas, simplemente me serví lo que me ofrecieron, mi norte era estar con ella. De un café pasamos al segundo, y la conversación la llevé al punto en que conseguí aceptara salir un tarde cualquiera. Aunque perdí la mitad de la mercadería que le había comprado, pude comprobar que ella lo valía. Era una mujer de mucho esfuerzo, maltratada por una sociedad clasista y racista, no aceptada en su comunidad nativa por ser mestiza, y estigmatizada en la sociedad urbana, por su modesto origen.
Nos reunimos esporádicamente una a dos veces por semana; mi trabajo demandaba mucho de mi tiempo, y ella no podía salir demasiado tarde, dado que debía estar muy temprano armando su puesto y ordenando sus mercaderías. Esa forma de romance se mantuvo así por algunas semanas, pero algo en mi ser me pedía permanecer más tiempo con ella y, al parecer, ella deseaba permanecer más tiempo conmigo. Tomé la radical decisión de renunciar a mi trabajo y atender mi propio negocio. Casualmente, muy cerca de donde ella vendía sus productos había cerrado un local de alimentos. Poner ese local en reales condiciones de uso iba a costar algo más que solo trabajo. Las paredes eran mohínas, sucias, cubiertas con lo que parecía ser una capa de pintura sobre otra. Tenía mala iluminación, ventanas pequeñas, y la cocina, ese templo que yo exigía mantener profundamente aseado, asqueaba mis sentidos con solo oler el hedor que manaba a través de la puerta. Había fecas de rata, insectos de todo tipo, estaba provisto de un mobiliario arcaico y en muy mal estado, ni hablar del baño. Tras una semana de arduo trabajo en cuanto a aseo y desinfección de los distintos espacios, raspado, estucado y pintado de paredes y cielos, cambio de pisos y muebles, ampliación de ventas y cambio de cortinas, por fin reunía las condiciones necesarias para su funcionamiento. Otra cosa fue conseguir los permisos sanitarios, iniciación de actividad comercial y patentes de funcionamiento. Nada de eso importaba tanto, como el poder estar cerca de aquella mujer que se alojó bien profundo en mi pecho.
Antes de inaugurar mi emprendimiento soñado caí en cuenta que necesitaría un ayudante en la cocina, alguien que sirva y cobre las cuentas, así como alguien que maneje la caja recaudadora. Inmediatamente pensé en ella para que me ayudara con la atención de las mesas, cosa que además nos permitiría estar juntos todo el día.
Inauguramos sin ceremonia alguna, los primeros días la gente pasaba y se retiraba sin pedir alguno de los platos ofrecidos, otros solo pedían un café y los menos probaban algún plato, como si fuera algo exótico que estaban comiendo. Debí ajustar la oferta a los requerimientos de quienes transitaban por la zona, aunque seguí manteniendo en el menú algunos platos especiales.
En cuanto a nuestro romance, acercarme a su familia fue todo un tema; ella vivía con su madre, quien le ayudaba con el cuidado de Jaimito (su pequeño hijo). Paralelamente, la señora tejía, bordaba o lavaba ropa ajena para sustentar sus necesidades. Su casa era modesta, muy pequeña y escasamente amoblada, muy diferente a la casa en que yo vivía (o casa en que yo pernoctaba, dado que pasaba casi todo el día en mi trabajo).
Otro tema era darle vida y vitalidad a nuestro romance. Cada vez que nos besábamos, la sangre nos ardía pidiendo más. Lo notaba por sus coloridas mejillas, tal vez igual de coloridas como sentía las mías. Cierto día en que se decretó feriado irrenunciable y todos los locales comerciales estaban obligados a cerrar, tuvimos la oportunidad de estar juntos desde la mañana hasta el atardecer, en privado, y sin que alguien nos interrumpiera.
La invité a almorzar. Mientras ella me ayudaba a ordenar la mesa, yo preparaba un plato afrodisíaco. Claramente mis intenciones no eran tan buenas ni tan nobles, y asumo que ella algo sospechaba pero no tenía una actitud defensiva.
El almuerzo transcurrió en calma, comimos pausadamente, nada nos apresuraba, tampoco abusamos del vino (tal parece que ambos queríamos tener control sobre nuestras acciones), pasamos al postre, mientras de fondo se oían temas románticos; nos sentamos en el sofá y nos besamos intensamente. Ella era apasionada, más de lo que yo esperaba; no recuerdo cómo fue que terminamos tendidos sobre la alfombra, con mis manos bajo su blusa, y las suyas en mis nalgas. De ahí a desnudarnos solo fue un paso.
Sus manos no eran suaves, pero me acariciaba con sutileza. Su piel no era tersa, pero sentí que me abrazaba con cada uno de sus poros, con cariño y delicadeza. Ella no retiraba el bello de su piel, pero eso no me incomodaba en lo absoluto. Su vientre era abultado, marcado por estrías y la cicatriz de un par de cirugías (probablemente, cesárea y apendicitis), pero yo la tomé por la cintura, y besé cada cicatriz y cada marca, pausadamente y cariño. Besé sus labios húmedos, y ella mi cimiente. Estábamos excitados, pero no queríamos que se acabara la magia. Nos sorprendió el atardecer amándonos en la cocina, ella fue por un vaso de agua y yo tras ella, siguiendo la cadencia de sus nalgas. La tomé, la hice mía, tanto como yo le pertenecí a ella. Entonces en un arrebato de pasión (uno más extenso que todos los vividos ese día), estallamos al unísono, mientras caían rendidos nuestros laxos y sudorosos cuerpos…

Ese fue el inicio de nuestro romance, de una gran pasión desenfrenada… Hoy le pedí que se casara conmigo; aún espero su respuesta…

domingo, 2 de abril de 2017

Labios de tinta

Era un día más; un ajetreado, extenuante y frío viernes en la ciudad. Yo caminaba a realizar mi último trámite del día y esperaba llegar a la notaría antes de que cerraran, o debería esperar hasta la semana siguiente; corrí los últimos metros al ver que el guardia se aproximaba a la puerta, quien ya tenía en su mano la llave de esta. Ingresé apresuradamente, aún faltaban unos minutos para el cierre y debía esperar a que revisaran los antecedentes que portaba. Me atendió una secretaria nueva, muy amable y diligente. La verdad es que en principio no le presté mucha atención, pero cuando me hablaba pude notar que tenía un acento diferente; tal vez era extranjera, o tal vez solo había trabajado en el extranjero. Es del caso que llevó el portafolio al notario y me pidió que tomara asiento mientras revisaban la documentación.
 Yo tomé mi celular, pero las paredes del lugar eran muy gruesas y no me llegaba señal alguna; en la sala de espera no había revistas o periódicos, así es que me dediqué a ver los cuadros de las paredes, contar las baldosas del piso y al final, comencé a observar a otras personas que también estaban realizando trámites. Un señor calvo sudaba bastante mientras sostenía un maletín, probablemente estaba adquiriendo una propiedad e iba a cancelar en efectivo. Otra señora, frente a otro escritorio, parecía estar haciendo una declaración jurada… mi mente divagaba mil ideas, mientras intentaba prestar oído a lo que decían… Licencia, robo, asalto… Tal parece que la señora realizaba el trámite para obtener un duplicado de su licencia de conducir…
Pasaban los minutos y aún no me llamaban, miré a la secretaria que me había atendido, esperando que me hiciera una seña o me indicara que todo estaba bien, pero ella estaba concentrada en otras labores… Ahí fue cuando realmente comencé a mirarla. Lucía una blusa blanca, lentes de marco rojo intenso, tan intenso como su labial. Sus mejillas parecían estar ruborizadas, pero luego noté que esa tonalidad era debido a su maquillaje. Vestía una blusa blanca y sobre esta, una chaqueta roja. Usaba una falda roja que le cubría hasta poco más arriba de la rodilla; su calzado también era rojo… Pero había otro detalle que antes había escapado a mi vista, y pude notarlo cuando se dirigió a la oficina de su jefe; ella usaba unas pantis con su liguero bordado.
Cuando ella regresó a su puesto atendió un llamado, en principio bajó la vista, pero luego la dirigió directamente a donde yo me encontraba; al parecer, alguien más me había sorprendido observando a la señorita y le habían advertido. Sentí que me ardía el rostro y solo atiné a sonreírle; la seriedad en su rostro fue la estocada que me faltaba… Se retiró, regresó con mis documentos debidamente certificados y me los entregó sin pronunciar palabra alguna. Le di las gracias, intenté sonreír pero ella se refugió en su escritorio, tras el monitor, por lo que me retiré sin más que decir.
Regresé a la oficina, guardé la documentación y me retiré sin destino claro. Era viernes y no estaba de ánimo para salir con los chicos de la oficina, así es que decidí caminar a casa. Pasee por el parque, me senté en una banca, cuando a lo lejos divisé a una joven con un traje rojo; no era la chica de la notaría, pero por su vestuario intuyo que debían trabajar juntas, y bueno, es viernes, happy hour, ella iba al barrio bohemio, así es que imaginé que se reuniría con sus colegas. La seguí a prudente distancia e ingresó al mismo local donde se reunirían los chicos de la oficina. La mano estaba dada y yo, dispuesto a jugarla. Ingresé al local intentado ubicar a mis compañeros de trabajo (y de paso, viendo si se encontraba la bella morena de la oficina); ellos estaban en una sala apartada y si bien se sorprendieron al verme, me hicieron un espacio y pidieron otra cerveza. Charlamos un rato (del trabajo, de la vida) y pronto llegó la segunda ronda, además de una tabla con quesos y jamones (la especialidad de la casa). Ya era algo tarde cuando uno de mis compañeros se paró de su asiento y manifestó que se retiraba, que alguien especial lo estaba esperando; lo vi irse y para mi sorpresa, se reunió con la joven que yo intenté encontrar.
Pasaron algunas semanas y me olvidé del tema, yo no iba a entrometerme en la relación de un compañero de oficina; la última vez que lo hice (en mi anterior trabajo) todo terminó mal. Mi colega de ese entonces nos descubrió, él tomó su automóvil y salió a toda velocidad con rumbo desconocido; fue la última vez que lo vi vivo. Era una tarde de lluvia y él, fuera de sí, condujo de manera imprudente; un camión detuvo su loca carrera, murió de forma inmediata. En cuanto a ella, no se pudo perdonar lo ocurrido, se alejó de mí. A días de su muerte yo fui despedido, en la oficina se enteraron de mi aventura y fue el fin de mi carrera.
Así es como pasé de subgerente de personal en una gran empresa, a corredor de propiedades en el ala menos comercial de la ciudad. A ella yo no la amaba, y asumo que ella tampoco me amaba. Lo nuestro era una relación netamente sexual; ella me llamaba, yo iba a buscarla a su departamento y nos íbamos a algún discreto hotel. Ninguno de los dos contaba con que el auto fallaría y él pasaría junto a nosotros cuando yo estaba cambiando una rueda. Quise dejarla, pero la verdad es que ella era increíble en la cama. Me lograba estremecer como jamás nadie había hecho; además, no titubeaba a la hora de utilizar ciertos artilugios que le dieran más emoción a esos íntimos encuentros. Sus labios, su larga cabellera, su sensual voz, su hermosa figura y cadencioso andar… Era demasiada mujer para el difunto… Pero era su mujer y yo no tenía derecho… En ese entonces tampoco tenía moral y eso fue lo que me llevó a sus brazos… Nunca más seducir a una mujer comprometida… Fue el juramento que me hice.
Un par de veces debí regresar a la notaría; a veces me atendía ella y otras veces, alguna de sus colegas. Yo ingresaba serio, saludaba, manifestaba lo que requería, retiraba los documentos y me iba en silencio. Todo marchaba bien, hasta que ella un día me habló, me consultó si trabaja con Javier, su primo. ¿Primo? Dije. Ella sonrió y dijo: “Sí, primos”. ¿Es que acaso pensaba que éramos algo más? – agregó.
No sé cuál sería mi cara de sorpresa, o tal vez de bandido, porque en el acto me puse a charlar con ella como si fuésemos grandes amigos; la verdad es que necesitaba asegurarme de que estuviera sola y, al tener certeza de ello, decidí invitarla al mismo local donde me reunía con mis colegas del trabajo.
Esa tarde pedimos mesa aparte, cenamos, bebimos y luego la acompañé a su departamento. Cuando pensé que me invitaría a pasar, me detuvo en la puerta y se despidió con un beso en la mejilla. Tal vez yo iba demasiado rápido, o ella no buscaba nada conmigo; el hecho es que al día siguiente le envié flores a su oficina. Al pasar por ella la noté algo congestionada, la verdad es que era alérgica al polen. Probé con chocolates, pero me los devolvió (también le ocasionaban alergia)… Le pregunté si era alérgica a los peluches y su cara cambió, tal vez pensó que me burlaba de ella, o que yo era un insensible. NO – manifestó – No soy alérgica a los osos de peluche… Le envié uno diario durante una semana completa… Todos llevaban una tarjeta que decía: “Lo siento”.
Seguimos saliendo algunas semanas, pero yo no llegaba más allá de la puerta de su departamento, y ella no quería conocer el mío. Le hablaba de las bondades de mi vivienda. La ventana de mi habitación daba al parque, se veía el amanecer en todo su esplendor y cuando el sol asomaba por sobre los edificios vecinos, la habitación se iluminaba como si fuera primavera. Ella se mostraba interesada, pero no cedía terreno.
Cierto viernes fuimos al cumpleaños de Javier (su primo). Ella jamás se excedía con las copas, pero al parecer la cena le cayó mal y me pidió que la acompañara a su departamento. Ella estaba pálida, pero aun así era bella... Por fin cruzaba el umbral de su puerta, pero no en las condiciones que yo anhelaba. La acompañé a su recámara y ella se recostó sobre la cama; cuando estaba por retirarme me pidió que me quedara.
Me recosté junto a ella y ella apoyó su cabeza en mi hombro. Se durmió un par de horas, mismas en que yo recorrí con la mirada cada una de sus facciones… Sus cejas estaban bien delineadas, al centro del rostro eran más anchas que en dirección a los extremos, negras y suaves. Sus pestañas no eran muy largas. Sus labios siempre estaban cubiertos de labial, parecía que no bastaba un intenso beso para quitarlo de su boca. Su mentón tenía una pequeña hendidura, su cuello era fino y tras su escote, un misterio que causaba cierto cosquilleo en mi cuerpo. Sus piernas eran delgadas y sus tobillos finos… Eso es lo que saltaba a la vista… Lo que yo imaginaba bajo sus prendas, era algo más intenso… Pero ahí permanecí, haciendo un gran esfuerzo por contener mis manos, y no enredar mis dedos bajo su falda o entre los botones de la blusa…
Me quedé dormido junto a ella; desperté cuando ya el sol estaba en lo alto. Intenté apartarme de su lado y fue en ese instante cuando ella despertó; me observó con cara de extrañeza, como si hubiera olvidado lo de la noche anterior. Registró sus ropas y notó que cada botón permaneció en su lugar. Sonrió, quiso besarme pero se contuvo, quizá sería por mi aliento, o tal vez por el de ella.
Se levantó de la cama y fue al baño, echó a correr el agua de la ducha y, estando la puerta entreabierta, pude ver que se estaba quitando la ropa… Así es como vi la piel de su espalda, y más abajo también… No lo pensé dos veces, me quité la ropa e ingresé con ella a la ducha. Me miró algo extrañada, pero no me detuvo. Nos besamos suavemente, nos miramos a los ojos y mis manos se refugiaron en sus pechos; dibujé círculos en sus areolas y tal estímulo rindió frutos, luego fueron mis labios los que se posaron en ellos. Ella acarició mis cabellos, mientras la tibia agua de la ducha caía sobre nosotros. Mis manos fueron a su cintura y luego a su entrepierna, suavemente, como si sobre ella escribiera un poema. Llegué a su hoguera, la cual ya comenzaba a arder. Mis dedos recorrieron sus labios los cuales aparté suavemente para luego perderme en ella. Tras eso la tomé por la cintura y su pelvis se unió a la mía. El agua tibia caía entre nosotros y salpicaba tras cada choque de nuestros cuerpos. El espacio era reducido, por lo que tras bañarnos, y besarnos, y acariciarnos, continuamos en la alcoba, sobre su lecho… Se tendió de espalda y me miró a los ojos; en su mirada había un atisbo de duda, aún estábamos a tiempo de detenernos… Apresó mi cintura con sus piernas; nunca más me aparté de ella. Un gemido, un orgasmo y un río de ansias complacidas, que manaba de nuestros laxos cuerpos.
Nos sorprendió el atardecer tendidos sobre la cama, besándonos y acariciando nuestros cuerpos. Llamamos a un fono-pedido y eso permitió calmar nuestra sed, y el apetito que sentían nuestros cuerpos… Para cuando despertamos ya era la mañana del domingo; habíamos estado durmiendo desnudos, nuestros cuerpos estaban agotados, pero contentos…

Nos besamos una vez más y yo cogí mis ropas para vestirme e ir por nuevas ropas a mi departamento, entonces noté sobre mi piel ciertas marcas; algunas de labial rojo y otras como pequeños moretones (y mordidas). Escrito llevaba en mi piel el candente momento que entre ella y yo había surgido, poema épico de pasión desenfrenada, versado por aquella joven que supo ser más que una dama en la cama… En cuanto a su labial, aún permanecía el mismo rojo intenso, enmarcando una alegre y bella sonrisa…