viernes, 14 de abril de 2017

Nativa

Dicen que la cocina es ese laboratorio místico donde se crea la magia que seduce paladares y estómagos, donde se mezclan los frutos de la creación y, de su adecuada combinación, nacen sabores que jamás la naturaleza por sí sola podría crear.
Yo comencé como ayudante de cocina, desempeñaba una labor de sumo cuidado, era el encargado de higiene. Mis herramientas se componían por un par de guantes, una escoba y una pala. Así también me correspondía realizar un correcto aseo de platos y cubiertos, ordenarlos, y dejarlos dispuestos para el uso. Marcel, el chef, tenía por costumbre decir que la estrella de la cocina no era ni el chef, ni la servidumbre, sino que los platos debidamente colmados de manjares culinarios, por ende, un plato sucio o mal aseado, enlodaba los alimentos, así como el trabajo de todos.
Con los años, ascendí a ayudante de cocina y luego me convertí en el chef principal. Todo ese tiempo sirviendo a otros fue mi mejor escuela para ir aprendiendo secretos de la cocina; secretos que no eran revelados en las academias, secretos que no se compartían, y que solo descubrían aquellos seres dignos de llamarse “Chef”.
Entre las labores que realizaba cada mañana, al despuntar el alba, estaba el ir a comprar productos frescos y elegirlos personalmente. No daba lo mismo usar frutos maduros que frutos verdes, o verduras frescas que verduras remojadas en agua e hidratadas a la fuerza. Esta labor diaria, además me permitía tener contacto no solo con los distribuidores, sino que con algunos pequeños productores estacionales; conocimiento que yo utilizaba para enfocar mis platos de acuerdo a la temporada de cultivo y origen de las materias primas.
Cierta madrugada acudí a un pequeño puesto atendido por una modesta joven, de quien adquirí ajos y semillas. Al cancelar los productos vi sus manos, ajadas por el trabajo directo con la tierra; se despidió con una sonrisa y una mirada que cautivó mi alma. Sus ojos eran de color café, no oscuro ni claro, ni castaño ni caoba… al verla de perfil destacaban sus pestañas, cortas pero rizadas. Sus rasgos físicos daban cuenta de su origen nativo. Tez levemente oscura, baja estatura y el característico sobrepeso de aquellas que ya han parido un hijo.
Acudía a diario a su puesto, y siempre se despedía con la misma sonrisa y el mismo brillo en su mirada. Del supuesto pequeño hijo no supe nada hasta que un sábado de verano, vi un pequeño de unos tres años cubierto con un manto, apoyado en un rincón del modesto puesto. Yo había estado en lo cierto la primera vez que la observé, y ella efectivamente tenía un pequeño. Cada día yo le realizaba las mismas preguntas: ¿De dónde vienen sus productos?, ¿cuándo fueron colectados? y ¿qué forma de almacenamiento habían tenido hasta llegar al mercado? Ella ya me conocía y respondía antes de que yo pronunciara palabra alguna, entonces yo reía y ella me respondía con una sonrisa alegre, que me permitía ver sus blancos dientes.
Poco a poco, tanto su sonrisa como su dulce mirada se fueron alojando en mi corazón. Yo sentía que la conocía de otro lugar, de otra vida tal vez; entonces un día tomé la decisión de invitarla a salir para conversar con ella, o pedirle que fuera a mi restaurant a degustar algunos de los platos sazonados con los productos que me vendía. Me armé de valor y una mañana me quedé más tiempo de lo habitual; la invité a salir, a beber un café en el mesón que quedaba a algunos puestos de donde ella vendía sus productos. Se excusó con que no podía dejar sola su mercadería y que dependía de sus ventas para llevar el sustento a su hogar. En un arrebato poco usual en mí, le manifesté que compraba toda su mercadería, toda, sin excepción; ya yo vería qué hacía con los productos adquiridos, lo importante era obtener un sí, para conocerla y dialogar con ella.
Mientras yo tomaba un té, ella se servía un café de cebada. No había muchas opciones para elegir, pero quién era yo para criticar el emprendimiento de las personas, simplemente me serví lo que me ofrecieron, mi norte era estar con ella. De un café pasamos al segundo, y la conversación la llevé al punto en que conseguí aceptara salir un tarde cualquiera. Aunque perdí la mitad de la mercadería que le había comprado, pude comprobar que ella lo valía. Era una mujer de mucho esfuerzo, maltratada por una sociedad clasista y racista, no aceptada en su comunidad nativa por ser mestiza, y estigmatizada en la sociedad urbana, por su modesto origen.
Nos reunimos esporádicamente una a dos veces por semana; mi trabajo demandaba mucho de mi tiempo, y ella no podía salir demasiado tarde, dado que debía estar muy temprano armando su puesto y ordenando sus mercaderías. Esa forma de romance se mantuvo así por algunas semanas, pero algo en mi ser me pedía permanecer más tiempo con ella y, al parecer, ella deseaba permanecer más tiempo conmigo. Tomé la radical decisión de renunciar a mi trabajo y atender mi propio negocio. Casualmente, muy cerca de donde ella vendía sus productos había cerrado un local de alimentos. Poner ese local en reales condiciones de uso iba a costar algo más que solo trabajo. Las paredes eran mohínas, sucias, cubiertas con lo que parecía ser una capa de pintura sobre otra. Tenía mala iluminación, ventanas pequeñas, y la cocina, ese templo que yo exigía mantener profundamente aseado, asqueaba mis sentidos con solo oler el hedor que manaba a través de la puerta. Había fecas de rata, insectos de todo tipo, estaba provisto de un mobiliario arcaico y en muy mal estado, ni hablar del baño. Tras una semana de arduo trabajo en cuanto a aseo y desinfección de los distintos espacios, raspado, estucado y pintado de paredes y cielos, cambio de pisos y muebles, ampliación de ventas y cambio de cortinas, por fin reunía las condiciones necesarias para su funcionamiento. Otra cosa fue conseguir los permisos sanitarios, iniciación de actividad comercial y patentes de funcionamiento. Nada de eso importaba tanto, como el poder estar cerca de aquella mujer que se alojó bien profundo en mi pecho.
Antes de inaugurar mi emprendimiento soñado caí en cuenta que necesitaría un ayudante en la cocina, alguien que sirva y cobre las cuentas, así como alguien que maneje la caja recaudadora. Inmediatamente pensé en ella para que me ayudara con la atención de las mesas, cosa que además nos permitiría estar juntos todo el día.
Inauguramos sin ceremonia alguna, los primeros días la gente pasaba y se retiraba sin pedir alguno de los platos ofrecidos, otros solo pedían un café y los menos probaban algún plato, como si fuera algo exótico que estaban comiendo. Debí ajustar la oferta a los requerimientos de quienes transitaban por la zona, aunque seguí manteniendo en el menú algunos platos especiales.
En cuanto a nuestro romance, acercarme a su familia fue todo un tema; ella vivía con su madre, quien le ayudaba con el cuidado de Jaimito (su pequeño hijo). Paralelamente, la señora tejía, bordaba o lavaba ropa ajena para sustentar sus necesidades. Su casa era modesta, muy pequeña y escasamente amoblada, muy diferente a la casa en que yo vivía (o casa en que yo pernoctaba, dado que pasaba casi todo el día en mi trabajo).
Otro tema era darle vida y vitalidad a nuestro romance. Cada vez que nos besábamos, la sangre nos ardía pidiendo más. Lo notaba por sus coloridas mejillas, tal vez igual de coloridas como sentía las mías. Cierto día en que se decretó feriado irrenunciable y todos los locales comerciales estaban obligados a cerrar, tuvimos la oportunidad de estar juntos desde la mañana hasta el atardecer, en privado, y sin que alguien nos interrumpiera.
La invité a almorzar. Mientras ella me ayudaba a ordenar la mesa, yo preparaba un plato afrodisíaco. Claramente mis intenciones no eran tan buenas ni tan nobles, y asumo que ella algo sospechaba pero no tenía una actitud defensiva.
El almuerzo transcurrió en calma, comimos pausadamente, nada nos apresuraba, tampoco abusamos del vino (tal parece que ambos queríamos tener control sobre nuestras acciones), pasamos al postre, mientras de fondo se oían temas románticos; nos sentamos en el sofá y nos besamos intensamente. Ella era apasionada, más de lo que yo esperaba; no recuerdo cómo fue que terminamos tendidos sobre la alfombra, con mis manos bajo su blusa, y las suyas en mis nalgas. De ahí a desnudarnos solo fue un paso.
Sus manos no eran suaves, pero me acariciaba con sutileza. Su piel no era tersa, pero sentí que me abrazaba con cada uno de sus poros, con cariño y delicadeza. Ella no retiraba el bello de su piel, pero eso no me incomodaba en lo absoluto. Su vientre era abultado, marcado por estrías y la cicatriz de un par de cirugías (probablemente, cesárea y apendicitis), pero yo la tomé por la cintura, y besé cada cicatriz y cada marca, pausadamente y cariño. Besé sus labios húmedos, y ella mi cimiente. Estábamos excitados, pero no queríamos que se acabara la magia. Nos sorprendió el atardecer amándonos en la cocina, ella fue por un vaso de agua y yo tras ella, siguiendo la cadencia de sus nalgas. La tomé, la hice mía, tanto como yo le pertenecí a ella. Entonces en un arrebato de pasión (uno más extenso que todos los vividos ese día), estallamos al unísono, mientras caían rendidos nuestros laxos y sudorosos cuerpos…

Ese fue el inicio de nuestro romance, de una gran pasión desenfrenada… Hoy le pedí que se casara conmigo; aún espero su respuesta…

No hay comentarios:

Publicar un comentario