Dicen que la cocina es
ese laboratorio místico donde se crea la magia que seduce paladares y
estómagos, donde se mezclan los frutos de la creación y, de su adecuada
combinación, nacen sabores que jamás la naturaleza por sí sola podría crear.
Yo comencé como
ayudante de cocina, desempeñaba una labor de sumo cuidado, era el encargado de
higiene. Mis herramientas se componían por un par de guantes, una escoba y una
pala. Así también me correspondía realizar un correcto aseo de platos y cubiertos,
ordenarlos, y dejarlos dispuestos para el uso. Marcel, el chef, tenía por
costumbre decir que la estrella de la cocina no era ni el chef, ni la
servidumbre, sino que los platos debidamente colmados de manjares culinarios,
por ende, un plato sucio o mal aseado, enlodaba los alimentos, así como el
trabajo de todos.
Con los años, ascendí a
ayudante de cocina y luego me convertí en el chef principal. Todo ese tiempo
sirviendo a otros fue mi mejor escuela para ir aprendiendo secretos de la
cocina; secretos que no eran revelados en las academias, secretos que no se
compartían, y que solo descubrían aquellos seres dignos de llamarse “Chef”.
Entre las labores que
realizaba cada mañana, al despuntar el alba, estaba el ir a comprar productos
frescos y elegirlos personalmente. No daba lo mismo usar frutos maduros que
frutos verdes, o verduras frescas que verduras remojadas en agua e hidratadas a
la fuerza. Esta labor diaria, además me permitía tener contacto no solo con los
distribuidores, sino que con algunos pequeños productores estacionales;
conocimiento que yo utilizaba para enfocar mis platos de acuerdo a la temporada
de cultivo y origen de las materias primas.
Cierta madrugada acudí
a un pequeño puesto atendido por una modesta joven, de quien adquirí ajos y
semillas. Al cancelar los productos vi sus manos, ajadas por el trabajo directo
con la tierra; se despidió con una sonrisa y una mirada que cautivó mi alma.
Sus ojos eran de color café, no oscuro ni claro, ni castaño ni caoba… al verla
de perfil destacaban sus pestañas, cortas pero rizadas. Sus rasgos físicos daban
cuenta de su origen nativo. Tez levemente oscura, baja estatura y el
característico sobrepeso de aquellas que ya han parido un hijo.
Acudía a diario a su
puesto, y siempre se despedía con la misma sonrisa y el mismo brillo en su
mirada. Del supuesto pequeño hijo no supe nada hasta que un sábado de verano,
vi un pequeño de unos tres años cubierto con un manto, apoyado en un rincón del
modesto puesto. Yo había estado en lo cierto la primera vez que la observé, y
ella efectivamente tenía un pequeño. Cada día yo le realizaba las mismas
preguntas: ¿De dónde vienen sus productos?, ¿cuándo fueron colectados? y ¿qué
forma de almacenamiento habían tenido hasta llegar al mercado? Ella ya me
conocía y respondía antes de que yo pronunciara palabra alguna, entonces yo
reía y ella me respondía con una sonrisa alegre, que me permitía ver sus
blancos dientes.
Poco a poco, tanto su
sonrisa como su dulce mirada se fueron alojando en mi corazón. Yo sentía que la
conocía de otro lugar, de otra vida tal vez; entonces un día tomé la decisión de
invitarla a salir para conversar con ella, o pedirle que fuera a mi restaurant
a degustar algunos de los platos sazonados con los productos que me vendía. Me
armé de valor y una mañana me quedé más tiempo de lo habitual; la invité a
salir, a beber un café en el mesón que quedaba a algunos puestos de donde ella
vendía sus productos. Se excusó con que no podía dejar sola su mercadería y que
dependía de sus ventas para llevar el sustento a su hogar. En un arrebato poco
usual en mí, le manifesté que compraba toda su mercadería, toda, sin excepción;
ya yo vería qué hacía con los productos adquiridos, lo importante era obtener
un sí, para conocerla y dialogar con ella.
Mientras yo tomaba un
té, ella se servía un café de cebada. No había muchas opciones para elegir,
pero quién era yo para criticar el emprendimiento de las personas, simplemente me
serví lo que me ofrecieron, mi norte era estar con ella. De un café pasamos al
segundo, y la conversación la llevé al punto en que conseguí aceptara salir un
tarde cualquiera. Aunque perdí la mitad de la mercadería que le había comprado,
pude comprobar que ella lo valía. Era una mujer de mucho esfuerzo, maltratada
por una sociedad clasista y racista, no aceptada en su comunidad nativa por ser
mestiza, y estigmatizada en la sociedad urbana, por su modesto origen.
Nos reunimos esporádicamente
una a dos veces por semana; mi trabajo demandaba mucho de mi tiempo, y ella no
podía salir demasiado tarde, dado que debía estar muy temprano armando su
puesto y ordenando sus mercaderías. Esa forma de romance se mantuvo así por
algunas semanas, pero algo en mi ser me pedía permanecer más tiempo con ella y,
al parecer, ella deseaba permanecer más tiempo conmigo. Tomé la radical
decisión de renunciar a mi trabajo y atender mi propio negocio. Casualmente,
muy cerca de donde ella vendía sus productos había cerrado un local de
alimentos. Poner ese local en reales condiciones de uso iba a costar algo más
que solo trabajo. Las paredes eran mohínas, sucias, cubiertas con lo que
parecía ser una capa de pintura sobre otra. Tenía mala iluminación, ventanas
pequeñas, y la cocina, ese templo que yo exigía mantener profundamente aseado,
asqueaba mis sentidos con solo oler el hedor que manaba a través de la puerta.
Había fecas de rata, insectos de todo tipo, estaba provisto de un mobiliario arcaico
y en muy mal estado, ni hablar del baño. Tras una semana de arduo trabajo en cuanto
a aseo y desinfección de los distintos espacios, raspado, estucado y pintado de
paredes y cielos, cambio de pisos y muebles, ampliación de ventas y cambio de
cortinas, por fin reunía las condiciones necesarias para su funcionamiento.
Otra cosa fue conseguir los permisos sanitarios, iniciación de actividad
comercial y patentes de funcionamiento. Nada de eso importaba tanto, como el
poder estar cerca de aquella mujer que se alojó bien profundo en mi pecho.
Antes de inaugurar mi
emprendimiento soñado caí en cuenta que necesitaría un ayudante en la cocina,
alguien que sirva y cobre las cuentas, así como alguien que maneje la caja
recaudadora. Inmediatamente pensé en ella para que me ayudara con la atención
de las mesas, cosa que además nos permitiría estar juntos todo el día.
Inauguramos sin
ceremonia alguna, los primeros días la gente pasaba y se retiraba sin pedir
alguno de los platos ofrecidos, otros solo pedían un café y los menos probaban algún
plato, como si fuera algo exótico que estaban comiendo. Debí ajustar la oferta
a los requerimientos de quienes transitaban por la zona, aunque seguí
manteniendo en el menú algunos platos especiales.
En cuanto a nuestro
romance, acercarme a su familia fue todo un tema; ella vivía con su madre,
quien le ayudaba con el cuidado de Jaimito (su pequeño hijo). Paralelamente, la
señora tejía, bordaba o lavaba ropa ajena para sustentar sus necesidades. Su
casa era modesta, muy pequeña y escasamente amoblada, muy diferente a la casa
en que yo vivía (o casa en que yo pernoctaba, dado que pasaba casi todo el día
en mi trabajo).
Otro tema era darle
vida y vitalidad a nuestro romance. Cada vez que nos besábamos, la sangre nos
ardía pidiendo más. Lo notaba por sus coloridas mejillas, tal vez igual de
coloridas como sentía las mías. Cierto día en que se decretó feriado
irrenunciable y todos los locales comerciales estaban obligados a cerrar,
tuvimos la oportunidad de estar juntos desde la mañana hasta el atardecer, en
privado, y sin que alguien nos interrumpiera.
La invité a almorzar. Mientras
ella me ayudaba a ordenar la mesa, yo preparaba un plato afrodisíaco. Claramente
mis intenciones no eran tan buenas ni tan nobles, y asumo que ella algo
sospechaba pero no tenía una actitud defensiva.
El almuerzo transcurrió
en calma, comimos pausadamente, nada nos apresuraba, tampoco abusamos del vino
(tal parece que ambos queríamos tener control sobre nuestras acciones), pasamos
al postre, mientras de fondo se oían temas románticos; nos sentamos en el sofá
y nos besamos intensamente. Ella era apasionada, más de lo que yo esperaba; no recuerdo
cómo fue que terminamos tendidos sobre la alfombra, con mis manos bajo su
blusa, y las suyas en mis nalgas. De ahí a desnudarnos solo fue un paso.
Sus manos no eran suaves,
pero me acariciaba con sutileza. Su piel no era tersa, pero sentí que me abrazaba
con cada uno de sus poros, con cariño y delicadeza. Ella no retiraba el bello
de su piel, pero eso no me incomodaba en lo absoluto. Su vientre era abultado,
marcado por estrías y la cicatriz de un par de cirugías (probablemente, cesárea
y apendicitis), pero yo la tomé por la cintura, y besé cada cicatriz y cada
marca, pausadamente y cariño. Besé sus labios húmedos, y ella mi cimiente.
Estábamos excitados, pero no queríamos que se acabara la magia. Nos sorprendió
el atardecer amándonos en la cocina, ella fue por un vaso de agua y yo tras
ella, siguiendo la cadencia de sus nalgas. La tomé, la hice mía, tanto como yo
le pertenecí a ella. Entonces en un arrebato de pasión (uno más extenso que
todos los vividos ese día), estallamos al unísono, mientras caían rendidos
nuestros laxos y sudorosos cuerpos…
Ese fue el inicio de
nuestro romance, de una gran pasión desenfrenada… Hoy le pedí que se casara
conmigo; aún espero su respuesta…
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