miércoles, 19 de abril de 2017

Nativa II

Rayén era única y yo sentía en mi alma que jamás encontraría otra mujer como ella. Aún me pregunto cómo fue que logré convencerla de que trabajara conmigo, aún más, cómo fue que ella accedió a salir conmigo y terminamos disfrutando de la tarde más intensa y ardiente que jamás haya vivido.
El local de comidas marchaba bien, aunque ella no gustaba mucho del nombre; decía que “Nativa” sonaba a imperialismo, a sometimiento de los pueblos, a violencia, sangre y muerte. Yo la oía con detención y me admiraba la determinación con que hablaba, del corazón que ponía en cada palabra y la gentileza con que solía expresarse de aquellos que muchas veces la insultaron o trataron con desprecio.
Con el tiempo, y sin el afán de violentar su intimidad, fui enterándome de su vida antes de conocerla. Su madre trabajaba de asesora doméstica en un hogar de ingresos altos, en el barrio más acomodado de la ciudad, y vivía en la misma casa. Cierta noche fue visitada por el hijo mayor de la señora de la casa, quien era un par de años menor que ella; este la había estado seduciendo con regalos y bellas palabras a las que terminó cediendo. Tras quedar embarazada fue despedida y debió regresar al campo, a casa de unos tíos porque sus padres no la recibieron. Como pudo crió a Rayén, debiendo internarla en un colegio para que completara sus estudios. A su vez, en el internado trabajaba un joven que iba a hacer mantenciones eléctricas y sedujo a Rayén, quien fue expulsada del internado tras saberse de su embarazo.
Ambas, madre e hija, vivían en una modesta vivienda que recibieron gracias a un subsidio indígena. Millaray (que es como se llamaba la madre de Rayén), siempre había sido cautelosa con los ahorros y sabía administrar bien cada peso que llegaba a sus manos. Si bien el patio de la vivienda era pequeño, en él cultivaban algunos vegetales y hierbas que vendían en el mercado, además de otras que compraban para revender, cuando los cultivos no se daban bien.
Yo oía las historias que me relataba Rayén, y mi corazón se partía al enterarme del enorme sufrimiento vivido por ella, entonces más apegado a ella me sentía, y más feliz estaba por tener a mi lado una mujer tan sorprendente.
Nos casamos y nos fuimos a vivir a mi departamento. Jaimito estaba feliz, pero Millaray no se sentía muy cómoda; ella decía que los casados deben estar solos, porque solos deben solucionar sus diferencias. Como nos estaba yendo muy bien con el local de comida, decidimos ampliarnos y adquirí el local que quedaba al lado, el cual tenía una pequeña vivienda en el segundo piso; Millaray era la más contenta, ya que ese espacio era más amplio que su antigua vivienda social, además, yo sospechaba que ella tenía un romance con uno de mis meseros y esa intimidad le sentaría muy bien.
Una vez más Rayén y yo teníamos privacidad, en especial cuando Jaimito pedía irse a dormir a casa de la abuela. En tanto llegábamos del trabajo el ritual era pasar por la ducha y acostarnos desnudos; ella me tentaba un poco, y yo cedía a los placeres del cuerpo. Rayén amaba como ninguna, porque no se guardaba nada. Nuestros cuerpos jadeaban, sudados y extenuados, viviendo la pasión al extremo, experimentando nuevas formas de amarnos, nuevas formas de sentirnos y complacer al otro. Su cuerpo, sus labios, y la forma en que a mí se entregaba, o de mí se apoderaba, eran tan intensas que varias veces nos quedamos dormidos y llegamos tarde a nuestras labores; ahí era cuando mi suegra nos miraba con ojos inquisidores, adivinando el motivo de nuestro retraso. Ella trabajaba con nosotros, y abría cuando nos retrasábamos.
Sin duda éramos felices, pero no éramos los únicos. Cierta noche regresé al local a buscar unas facturas que debía entregar al contador, me pareció oír unos golpes y unos gritos; presté más atención y caí en cuenta de que mi suegra estaba teniendo su minuto feliz, un largo minuto feliz. Pero más sorpresa me causó el saber que ella sería madre por segunda vez, al igual que mi Rayén.
Como en todo ambiente de feria, la gente cuchicheaba y hacía circular rumores como el que yo podría ser el padre de ambas criaturas. Ambos bebés nacieron la misma noche, pero a distintas horas. Millaray tuvo un varón al cual llamó Francisco, mientras que Rayén tuvo una niña a quién llamó Lucía. La vida nos sonreía, tanto en lo económico como en lo familiar; el único triste era Jaimito, porque “su lela” tenía a “panchito” y ya no se podía quedar con ella, mientras que en casa Lucía lloraba y no lo dejaba dormir.
Después de Lucía nació Fernanda, y al final llegó Mateo; la felicidad era máxima y la pasión aún no se extinguía… Ni la nuestra, ni la de mi suegra…


En cuanto al nombre del local, lo cambiamos por “Amanecer”…

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