Rayén era única y yo
sentía en mi alma que jamás encontraría otra mujer como ella. Aún me pregunto
cómo fue que logré convencerla de que trabajara conmigo, aún más, cómo fue que
ella accedió a salir conmigo y terminamos disfrutando de la tarde más intensa y
ardiente que jamás haya vivido.
El local de comidas
marchaba bien, aunque ella no gustaba mucho del nombre; decía que “Nativa”
sonaba a imperialismo, a sometimiento de los pueblos, a violencia, sangre y
muerte. Yo la oía con detención y me admiraba la determinación con que hablaba,
del corazón que ponía en cada palabra y la gentileza con que solía expresarse
de aquellos que muchas veces la insultaron o trataron con desprecio.
Con el tiempo, y sin el
afán de violentar su intimidad, fui enterándome de su vida antes de conocerla.
Su madre trabajaba de asesora doméstica en un hogar de ingresos altos, en el
barrio más acomodado de la ciudad, y vivía en la misma casa. Cierta noche fue
visitada por el hijo mayor de la señora de la casa, quien era un par de años
menor que ella; este la había estado seduciendo con regalos y bellas palabras a
las que terminó cediendo. Tras quedar embarazada fue despedida y debió regresar
al campo, a casa de unos tíos porque sus padres no la recibieron. Como pudo
crió a Rayén, debiendo internarla en un colegio para que completara sus
estudios. A su vez, en el internado trabajaba un joven que iba a hacer
mantenciones eléctricas y sedujo a Rayén, quien fue expulsada del internado
tras saberse de su embarazo.
Ambas, madre e hija,
vivían en una modesta vivienda que recibieron gracias a un subsidio indígena.
Millaray (que es como se llamaba la madre de Rayén), siempre había sido
cautelosa con los ahorros y sabía administrar bien cada peso que llegaba a sus
manos. Si bien el patio de la vivienda era pequeño, en él cultivaban algunos
vegetales y hierbas que vendían en el mercado, además de otras que compraban
para revender, cuando los cultivos no se daban bien.
Yo oía las historias
que me relataba Rayén, y mi corazón se partía al enterarme del enorme
sufrimiento vivido por ella, entonces más apegado a ella me sentía, y más feliz
estaba por tener a mi lado una mujer tan sorprendente.
Nos casamos y nos
fuimos a vivir a mi departamento. Jaimito estaba feliz, pero Millaray no se
sentía muy cómoda; ella decía que los casados deben estar solos, porque solos
deben solucionar sus diferencias. Como nos estaba yendo muy bien con el local
de comida, decidimos ampliarnos y adquirí el local que quedaba al lado, el cual
tenía una pequeña vivienda en el segundo piso; Millaray era la más contenta, ya
que ese espacio era más amplio que su antigua vivienda social, además, yo
sospechaba que ella tenía un romance con uno de mis meseros y esa intimidad le
sentaría muy bien.
Una vez más Rayén y yo
teníamos privacidad, en especial cuando Jaimito pedía irse a dormir a casa de
la abuela. En tanto llegábamos del trabajo el ritual era pasar por la ducha y
acostarnos desnudos; ella me tentaba un poco, y yo cedía a los placeres del
cuerpo. Rayén amaba como ninguna, porque no se guardaba nada. Nuestros cuerpos
jadeaban, sudados y extenuados, viviendo la pasión al extremo, experimentando
nuevas formas de amarnos, nuevas formas de sentirnos y complacer al otro. Su
cuerpo, sus labios, y la forma en que a mí se entregaba, o de mí se apoderaba,
eran tan intensas que varias veces nos quedamos dormidos y llegamos tarde a
nuestras labores; ahí era cuando mi suegra nos miraba con ojos inquisidores,
adivinando el motivo de nuestro retraso. Ella trabajaba con nosotros, y abría
cuando nos retrasábamos.
Sin duda éramos felices,
pero no éramos los únicos. Cierta noche regresé al local a buscar unas facturas
que debía entregar al contador, me pareció oír unos golpes y unos gritos;
presté más atención y caí en cuenta de que mi suegra estaba teniendo su minuto
feliz, un largo minuto feliz. Pero más sorpresa me causó el saber que ella
sería madre por segunda vez, al igual que mi Rayén.
Como en todo ambiente
de feria, la gente cuchicheaba y hacía circular rumores como el que yo podría
ser el padre de ambas criaturas. Ambos bebés nacieron la misma noche, pero a
distintas horas. Millaray tuvo un varón al cual llamó Francisco, mientras que
Rayén tuvo una niña a quién llamó Lucía. La vida nos sonreía, tanto en lo
económico como en lo familiar; el único triste era Jaimito, porque “su lela”
tenía a “panchito” y ya no se podía quedar con ella, mientras que en casa Lucía
lloraba y no lo dejaba dormir.
Después de Lucía nació Fernanda, y al final llegó Mateo; la felicidad era máxima y la pasión aún no se
extinguía… Ni la nuestra, ni la de mi suegra…
En cuanto al nombre del
local, lo cambiamos por “Amanecer”…
No hay comentarios:
Publicar un comentario