miércoles, 29 de noviembre de 2017

Lectura en Braille

Ella siempre lo miraba desde su ventana, lo veía pasar absorto, sumido en sus pensamientos, pero siempre con una cordial sonrisa que le insinuaba un “buenos días”, al que ella respondía con otra sonrisa casi igual de radiante.

Más de alguna vez le espero sentada en la escalinata de su casa, solo por verle pasar y oír su voz, su dulce voz; otras veces miraba tras la cortina y lo veía caminar con la misma seriedad de siempre, hasta que un día, él miró hacia la venta, como sospechando que había alguien tras la cortina. Sonrió, y luego continuó su caminar con la seriedad acostumbrada.

El tiempo hizo lo suyo y cierto día él se detuvo frente a ella, le sonrió y al recibir igual respuesta se detuvo a charlar, o al menos esa impresión dio. Le preguntó por el barrio, si sabía de alguna habitación que se arrendara o un pequeño departamento interior, dado que debía dejar su actual domicilio. Los dueños del lugar que ocupaba vendieron a una empresa que en el lugar construiría un centro de oficinas. Ella titubeó por algunos instantes, y cuando él parecía que iba a retomar su camino, se apresuró en responder que en su casa había una habitación desocupada.

La habitación que le ofrecía era un antiguo cuarto que alguna vez se destinó a uso de la servidumbre. La casa era antigua y al parecer, la propietaria anterior tenía una asesora doméstica puertas adentro. Esta habitación tenía un baño privado y espacio suficiente para una cama, un closet para ubicar la ropa, una silla, velador y una repisa que al ser removida, dejó estampada en la pared las huellas de su ubicación.

A la semana siguiente él ya se había instalado con sus escasas pertenencias. Como espacios comunes dejaron la cocina y el comedor, sin embargo él salía muy temprano y llegaba tarde, así es que escasamente coincidían en alguno de estos lugares.

Cierta tarde en que ella estaba cenando, él llegó de improviso. No era la hora habitual y ella se sorprendió pero simuló no estar atenta. Él pasó frente a ella y le saludó de forma muy cordial; una sonrisa diferente se le dibujaba en el rostro y ella preguntó qué la ocasionaba; para sorpresa suya, él se sentó frente a ella y le relató que enseñaba a leer a niños ciegos. Que en algún momento él también estuvo ciego, pero una milagrosa cirugía le devolvió la vista. También le manifestó que aunque le cambió la vida, no perdía la costumbre de caminar en línea recta y mirando al frente, como cuando era ciego. Ella prestaba a tención a cada palabra y un extraño brillo estaba naciendo en su mirada. No pudo evitar seguir haciendo preguntas y él amablemente respondió a cada una de ellas.

Ya era un poco tarde y ambos debían madrugar, pero antes de retirarse a sus habitaciones ella le consultó si al día siguiente llegaría a la misma hora; llevaban varias semanas bajo el mismo techo y quería invitarlo a cenar. Él la miró con sorpresa y se apresuró en manifestar que no faltaría a tan generosa invitación.

Al día siguiente ella llegó temprano y preparó una cena sencilla, pero muy apetitosa; el encierro en ese pequeño espacio culinario y la ansiedad que le provocaba el querer generar una buena impresión la hicieron transpirar, pero como disponía de tiempo, tomó una ducha y se vistió con un atuendo ligero, que dejaba sus hombros a la vista, así como un discreto, pero insinuante escote en su espalda. Decidió usar falda y tacones; quería impresionar, pero sin que ello fuera evidente.

La noche era fresca y muy agradable, la música ambiente era suave, en tanto el aire estaba impregnado con aromas cítricos, muy sutiles.

Cenaron disfrutando cada bocado como si fuera el último, mientras intercambiaban miradas y la charla se hacía cada vez más amena, a medida que se iba vaciando la botella de vino con que acompañaron la noche.

Charlaron de la vida, de sus logros, sus sueños, sus metas y el día a día. Ella se sorprendió cuando él le había contado que enseñaba a leer a niños ciegos; había prestado atención a sus manos y estas eran toscas y grandes, por lo que jamás hubiera imaginado que tenía desarrollado tal nivel de sensibilidad como para leer los puntos perforados en papel. No pudo evitar preguntar al respecto, mientras a cada respuesta surgía una inquietud nueva. La noche avanzaba y una segunda botella de vino se posó sobre la mesa. El tono de voz había subido un poco, aumentaron las risas y en un arrebato, él manifestó que el braille le había abierto los sentidos a nuevas sensaciones; ella sonrió de forma coqueta y le pidió que leyera la palma de su mano, a ver si encontraba algún mensaje entre líneas.

EL reloj marcaba la medianoche cuando él, con una mano sostuvo la de la joven y, con la yema del dedo (de la otra mano), comenzó a recorrerla con calma y suavidad; inmediatamente percibió cómo se erizaba la piel de la joven, y como los colores se le subieron al rostro, pero no dijo nada. Recorrió toda la palma de la mano, con mucha delicadeza, como si se tratara de una reliquia a la que se debía reverenciar.

Él no pronunció palabra alguna, parecía que la palma estaba en blanco, entonces giró la mano de la joven y comenzó a recorrer su antebrazo hasta llegar al codo; alzó la mano que le sostenía y aproximó sus labios a esta, apenas rozando su piel y estampando un sutil beso. El erizo de su piel era completo, mientras él seguía subiendo por su brazo hasta alcanzar el rostro de la joven; le pidió que cerrara los ojos y ella accedió. Con la yema del dedo índice recorrió sus labios y ella entreabrió la boca, dejando escapar un suspiro, mientras seguía con los ojos cerrados y sentía arder sus mejillas.

Ambos permanecían en silencio, mientras ella se dejaba leer y permitía a su cuerpo hablar.

El dedo índice continuó leyendo el erizo de su piel, mientras sutiles gotas de sudor hacían destellar la espalda de la joven.

De la espalda pasó al vientre y ascendió lentamente, esta vez sobre la ropa, hasta alcanzar uno de los pezones de la joven el cual estaba firme, duro, marcándose claramente tras las delgadas telas que lo aprisionaban.

Aún sin decir palabra alguna, él tomó a la joven y la recostó sobre la mesa, despojándola suavemente de sus prendas, dejándola con el torso desnudo. Siguió estimulando las sensibilidades de la joven, mientras sus dedos dejaban los pechos para descender buscando su hirsuto bello pubiano. Él miró como los turgentes pechos apuntaban al cielo al tiempo que su corazón parecía estallar, permitiendo que esos sutiles dedos siguieran leyendo los secretos de su piel. Apresó uno de los pezones con sus labios y con la lengua describió sutiles círculos en este, para luego solo lamer con calma, pero decidida firmeza, en tanto uno de los índices alcanzaba la humedad de su entrepierna.

Cada caricia fue de prueba y error, leyendo cautelosamente cada sutil respuesta que le había brindado la piel y los latidos que retumbaban por doquier.
Se derramó la miel de sus labios, mientras él llegaba más allá de donde llega la luz del día. Entonces comenzó a entrar y salir sin presionar demasiado, alterando los tiempos y dando espacio para que su boca alcanzara ese bello botón pálido, que se tornó púrpura tras cada nueva lamida. Ella gemía; se estremecía, queriendo ser leída con mayor pasión, con mayor énfasis. Un dedo no era suficiente, quería algo más y fue por lo que su cuerpo pedía a gritos. Le atacó sin piedad, le desnudó como si siempre se hubieran conocido a su inquilino y tras cerciorarse de que él poseía la suficiente hombría, intercambió lugares y se montó sobre él; esta vez ella haría los honores y su cintura sería quien pondría los acentos. Ni siquiera se preocupó de ver si él estaba disfrutando del momento, le tomó las manos y le pidió que jalara sus pechos. Su frenesí era completo, mientras ambas cinturas se complementaban, buscando el mismo estallido de placer.


Ella se derramó primero, más aún faltaba para llegar al orgasmo; era el squirt previo al placer máximo, el cual bañaba las nalgas de él y como torrente se deslizaba hasta alcanzar su espalda. El inusitado galopar de ambas cinturas hacía que la humedad salpicara todo a su alrededor. Estalló primero ella, mientras él la cogía de la cintura y aceleraba el galope hasta estallar en ella. Bajaron el ritmo de su pasión. Ambos aún estaban eufóricos, deseosos de más placer, de probar algo nuevo… Aún quedaba una cavidad por leer…

jueves, 2 de noviembre de 2017

Dos almas

Frente a un frío altar dos almas oraban, una portaba un rosario de perlas y la otra uno hecho con cuentas de madera.

Apenas un sutil murmullo interrumpía el transitar del sepulcral silencio.

Ambas damas no se conocían, pero sin saberlo, las dos oraban por el mismo ser enfermo.

Tal vez así lo quiso el universo, tal vez así estaba predispuesto.

Amaban a la misma persona y aunque lucían como empleada y patrona, ninguna sospechaba que el canalla que las había engañado, ya las había abandonado...

martes, 10 de octubre de 2017

Tinto pasión

Los días de oficina tienen ese algo que aturde y deshace los planes, incluso aquellos que incluyen una noche de pasión o de tiernas caricias.

Eran días de mucho trabajo y desgaste físico, pero también de dulce romance y tiernas palabras. La jornada de él y de ella se interrumpía por un tono familiar, uno pre-programado que definía claramente quién era el que estaba al otro lado de la línea.

Cuando escaseaban las palabras o el tiempo era reducido, un emoticón reemplazaba un beso, una sonrisa o gestos que para ambos tenían un significado especial.

Durante todo el día habían estado amenazándose con propinarse una noche intensa, colmada de esa pasión que tan bien conocían y que de tan solo imaginarla, provocaba la humedad de su sexo; pero la jornada fue compleja y los tiempos no cuadraban. Se hizo de noche y aunque hacía poco que la tarde había llegado a su fin, ambos se prodigaron un beso y se refugiaron entre las sábanas sin otro gesto que un dulce abrazo; abrazo que selló la noche y fue el breve preludio mientras el sueño les vencía.

El amanecer no fue tan distinto. Se abrazaron, se dieron un breve beso y ambos vistieron sus atuendos de oficina. Se despidieron extrañando los placeres que el sueño les había robado, aunque en su fuero interno sabían que no hubiera sido una noche tan intensa como la que se habían prometido…

Durante el día siguieron los mensajes… Un “te quiero” dio pie a un “te amo” y de ahí a prometerse recuperar la noche perdida fue solo un paso. Las horas pasaron sin prisa, como sin prisa llegaron a casa, más bastó solo una mirada para terminar ambos metidos entre las sábanas.

Un beso en los labios, otro en el cuello y ella arqueó su espalda esperando que él pronto la penetrara. No eran necesarios mayores preámbulos, durante todo el día estuvieron imaginando el momento, esperando encontrar al otro dispuesto a concretar lo que la pasión demandara.

Ella esperó por él y sutilmente lo guió al ritmo que demandaba su pasión; en paralelo, él sintió como ella se derramaba y como sus paredes internas presionaban, reduciendo el espacio interior… Un gemido terminó por confirmar que ella había conseguido su orgasmo, mientras él solo estaba a medio camino, mirándola extrañado; jamás se había completado tan rápido. La besó y ella al notar que él seguía con su miembro erecto, tomó aire y pidió cambiar posiciones. Ahora ella llevaba el ritmo del encuentro mientras él solo se dejaba querer.

Fueron intensas arremetidas y cuando ella comenzó a agotarse, él pasó a la ofensiva tomando sus caderas y marcando el ritmo de su pasión, sin dejar de devorar esos pezones que le llamaban a gritos…

Ella se derramó sobre él… Literalmente, un gran flujo líquido corría por su entrepierna y se dispersaba entre sus muslos, mientras estaba pronto a eyacular. Siguió marcando el ritmo del momento, dirigiéndola, tomado de sus caderas y acelerando sus movimientos… Ambos estallaron al unísono, ahogados en un mismo gemido y un orgasmo que les colmó el alma.

La cama estaba húmeda de tanto placer y ellos no dejaban de mirarse a los ojos, de jurarse ese amor puro y orgásmico que tantos años atrás había iniciado. Era hora de una copa de vino, de ese tinto que amodorraba los sentidos y despertaba su lado salvaje una vez más…

Y una vez más sintieron el llamado de la pasión. Tras lograr aplacar sus ansias, se durmieron esperando que el amanecer les otorgara nuevos instantes únicos e irrepetibles…

                

domingo, 17 de septiembre de 2017

Despedida

Sonó el teléfono
y junto a este
aún permanecía
tu nota de despedida.
Vi tu nombre
en la pantalla
y no respondí,
era tarde
para arrepentirse.

Me quedé vacío
tras tu despedida;
desde ese día
todas mis noches
fueron sin luna,
sin mar,
sin olas.

Sin ti...

Largo es
el camino del olvido,
cuando tan profundo
en mi pecho
se grabó tu recuerdo,
tu dulce sonrisa
y esa mirada
colmada de ternura.

En mi mente aún persiste
el recuerdo de tu voz,
de esos dulces "te amo"
que gemías en mi oído,
cuando hacíamos el amor.

En mi mente aún suena
esa melodía
tan tuya y tan mía,
que bailamos desnudos,
bajo la luz de la luna.

Me pregunto si fue
el embrujo de
tantas noches
o el encanto de
los amaneceres,
quienes te
hicieron única;
tan mía como
quisiste ser.

Amarte y decirlo
fue tan sincero,
tan real,
como los besos
que recorrieron tu cuerpo,
hasta hacerte estallar.

Sabes que te amé,
pero no me busques;
aún la herida sigue viva
y no está el
corazón preparado,
para amarte otra vez.

lunes, 11 de septiembre de 2017

Brisa de otoño

Las noches de otoño tenían ese encanto especial que despierta la nostalgia, los recuerdos de infancia y por sobre todo, de aquellos amores que llegaron sin ser buscados y se retiraron un atardecer cualquiera.
Estaba pensando en eso, cuando su recuerdo invadió mi mente; tal parece que no se fue del todo porque en mí quedaron grabadas sus miradas, esas dulces sonrisas que brotaban de forma espontánea cada vez que yo me sonrojaba, o esas miradas inquietas que me apresuraban y a la vez me incitaban a seguir sus pisadas (hasta encontrar un lugar discreto donde amarnos intensamente).
Poco importaba donde estuviésemos; una cena de la oficina, una fiesta, un restaurante… Cuando el deseo incitaba su piel y sus ansias, la pasión que desbordaba era un exquisito manjar que yo no estaba dispuesto a perder. Nos fugábamos a un rincón oscuro, un baño, el cuarto donde se guardaban los útiles de aseo o entre la negrura de la noche. Solo nos bastaba con un poco de intimidad para mezclar nuestra pasión con el adrenalínico riesgo de ser descubiertos.
De sus ojos recuerdo que eran intensos, profundos, de un café oscuro que siempre me estaba examinando con delicadez, como intentando descubrir mis secretos, mis deseos o si la miraba con la intención de arrancarle la ropa y hacerla mía en el momento menos esperado… Yo lo sentía, lo percibía como si leyera su mente, entonces solo me aproximaba y de improviso le arrebataba un intenso beso mientras mi mano exploraba su entrepierna, calculando el momento exacto en que estallaba su fuego interno; ese era el momento en que la desnudaba sin delicadez alguna y la hacía mía, mientras ella me miraba con inusitada pasión… Yo sabía que jamás fui el cazador y que ella siempre tuvo el control de la situación, pero eso perdía relevancia cuando estallaban mis ansias y un gemido ahogado brotaba de su garganta.
Bellos y vívidos recuerdos asomaban con cada sorbo del vino que recién había descorchado. Nuestras noches de alcoba no eran menos intensas o menos agresivas. Sus asaltos solían ser brutales y a la vez tan pasionales que deseaba acabar en cada embestida, pero su control era superior al mío y, no me daba gusto hasta que yo dejara su cuerpo laxo y rendido a mis deseos.
Comenzaba por besar mi cuello, mi pecho y sentir como se completaba mi erección al ritmo de las caricias que con su lengua me propinaba; luego devoraba mi virilidad hasta la base misma y cuando mi placer demandaba más, se retiraba entre sutiles lamidas, mientras estrangulaba con fuerza y jalaba una o dos veces más.
Era una mujer formidable, única en su tipo y por sobre todo, no temía explorar nuevas sensaciones, nuevas emociones o lugares en los cuales pudiésemos dar rienda suelta a nuestros instintos.
No sé quién se apagó primero; si fue ella quien se aburrió de la rutina, o yo perdí el apetito por su cuerpo.
Nosotros no solo hacíamos el amor con pasión, también cogíamos con locura y ese era nuestro principal nexo. Pensábamos que el sexo sería eterno pero yo ya no lograba hacer que ella derramara la miel de sus labios, ni ella mantenía mi turgencia en su máximo.
Un día desapareció; no sé si encontró a alguien que le diera lo que deseaba o solo se decepcionó de la vacía vida que creía estar llevando. La busqué durante algún tiempo y por cosas del destino la encontré, en uno de nuestros rincones secretos, siendo prisionera de unos brazos ajenos y gimiendo como en nuestros mejores tiempos. Me retiré sin que notara mi presencia, pero me quedé el tiempo suficiente para convencerme de que nunca fui yo quien ella había amado, sino que era mi entrega y mi sexo lo que la había cautivado.
No sé por qué vino a mi mente, siendo que tras ella otras conocieron mi lecho; ciertamente ninguna estuvo a su altura, pero todas ellas se retiraron satisfechas. Tal vez era su noche, tal vez sería que ella también estaba pensando en mí y ansiaba una noche más entre mis brazos, con la misma intensidad con que yo deseaba su entrepierna.
Bebí mi copa hasta el fondo y la volví a llenar mientras me reía de mi propia estupidez; una mujer como ella debe haber conocido a otros mucho mejores que yo. Todo lo que supe del amor y la pasión lo descubrí bajo su falda, haciendo a un lado ese diminuto calzón que solo usaba para disimular su deseo (o provocar los míos).
Me asomé a la ventana mientras el viento golpeaba fuerte los batientes y estos resistían a su fuerza estoicamente (como yo alguna vez intenté resistir a sus provocaciones, a la marcada pasión de sus pezones que profanaban la delgada tela con que solía abrigar sus noches).
Una vez más la deseaba, ansiaba el fuego de su boca devorando mi simiente, mientras mis manos exprimían su piel provocando gemidos apenas audibles (pero muy sugerentes).
El viento dio paso a la lluvia y mientras esta tornaba borrosa mi visión hacia el exterior, un destello iluminó todo en derredor. Estallaba la tormenta mientras mis ojos se clavaron en un árbol grueso que crecía a unos veinte metros de mi ventana; creí ver una silueta de mujer que se refugiaba de la lluvia, una silueta con ropas muy ajustadas y lo que pareció ser una sensual falda que poco dejaría a la imaginación.
Volví a mi sillón, mientras bajaba el volumen de la música. Quería oír el repicar de la lluvia sobre el tejado y como crepitaba el fuego en la chimenea. Dormitaba profundamente cuando un golpe seco estremeció mi puerta; solté la copa que aún sostenía en mi mano y fui a ver qué sucedía.
Tras la puerta estaba ella, con su misma mirada y esos labios rojos que tantas veces besé hasta dejarlos de una intensa tonalidad oscura, ya desprovistos de labial. Quise decir algo pero ella temblaba de frío (sus ropas estaban completamente empapadas por la lluvia). La invité a pasar y ella se aproximó al fuego, quitándose las ropas mojadas y pidiendo que le alcanzara una toalla. Para cuando regresé estaba desnuda ante mí; lucía algo más delgada y pálida que como la recordaba. Me quedé impávido, un poco amodorrado por el vino y otro tanto aturdido por su belleza. Arrebató la toalla de mis manos y se cubrió completamente. Por primera vez sentí vergüenza de mi actitud; yo, que tantas veces desnudé su cuerpo y lo hice mío, ahora solo lo veía como algo único, pero distante y frío.
Charlamos un rato mientras sus ropas se secaban frente al fuego. Presté atención a estas y no había perdido la costumbre de usar brasier con encajes y un diminuto calzón donde se transparentaba la humedad de su sexo. Bebimos lo que quedaba en la botella y descorchamos dos más. Estábamos ebrios y muy contentos cuando ella se abalanzó una vez más sobre mí, como solía hacer antaño. Nos besamos, nos abrazamos, mis manos se apoderaron de la desnudez de su cuerpo y ella se deshizo de mis ropas. Una vez más provocó mi turgencia con su boca y mientras me tendía de espaldas sobre la alfombra, ella se montó sobre mí como nunca había hecho. Su cintura se movía a un ritmo diferente, más pausado pero más intenso, como si no quisiera que acabara la noche o que mi pasión estallara. Me dejé llevar una vez más mientras exprimía sus pechos y alternadamente los llevaba a mi boca.
A pesar de la pasión y el calor de la habitación su piel seguía fría; puse su espalda contra la alfombra y apoyé sus piernas en mis hombros, la tomé de los brazos y la jalaba hacia mí, mientras mi pelvis se estrellaba con la suya. Tardé muy poco en conseguir su primer orgasmo, luego se vino un segundo orgasmo entre mis dedos y el tercero mientras boca abajo oponía escasa resistencia y mis manos en sus caderas llevaban el ritmo a la medida de mis ansias.
Terminamos tendidos sobre la alfombra, exhaustos y sonriendo. La miré a los ojos y le dije que la amaba, que jamás dejé de pensar en ella y aunque entre otras pieles y otras mieles busqué reemplazarla, no hubo mujer alguna que la superara. Sonrió, me beso sutilmente con esos rojos labios que tanto la caracterizaban y me susurró algo al oído…

No sé si cuando me habló me adormecí o es que desperté. Sí, desperté sobresaltado. Sentí un golpe seco en la puerta y solté la vacía copa de vino que sostenía en mi mano; me levanté del sillón, ya había amanecido y el frío de la mañana se colaba por la ventana. Fui a la puerta y recogí el diario de la mañana, lo leí sin prestar mucha atención hasta que llegué a los obituarios; no podía ser, su nombre figuraba en esa funesta página. Intenté comprender lo que sucedía, la noche que pasé y lo que de ella recordaba. Instintivamente mi mano se fue a mis genitales y sentí el mismo jalón que sentía tras cada noche apasionada que viví con ella; estuvo conmigo y de eso podía estar seguro, pero en el periódico decía que había fallecido hacía dos días…

domingo, 25 de junio de 2017

Una cena para olvidar

Era el aniversario de matrimonio, y aunque ella estuvo varios días antes consultando si haría algo, yo callaba o cambiaba el rumbo de la conversación.

Llegado el día, solicité permiso en mi trabajo. Llevé los peques a la casa de mis suegros y les expliqué lo que planeaba hacer. Ellos, que adoraban a los pequeños, se quedaron muy contentos de poder pasar una noche de mimos y juegos con los nietos.

Por mi parte, no quería una cena de restaurante, quería privacidad; quería la seguridad del hogar y la cercanía del lecho. Debo reconocer que desde el nacimiento de los pequeños, eran muy pocos los instantes de intimidad que podían disfrutar, plenamente y a gusto.

Me di a la tarea de preparar el ambiente ideal. Como un hábil cazador que espera la presa, fui sigiloso. Puse atención hasta en el más mínimo detalle: Cubiertos, mantel, vasos... Comida... Y el postre; mi postre sería ella... En tanto llegara la iba a recibir con un ramo de rosas rojas. Luego la invitaría a servirse un aperitivo; vino blanco bien frío, y una tabla de quesos, jamones y hongos silvestres (que yo mismo había preparado en su oportunidad y guardaba hecho conservas).

La cena consistiría en un corte de carne, para lo cual no escatimé en gastos. La preparé a fuego muy lento, con variados aliños; la idea es que cada trozo que se llevara a la boca se deshiciera en esta, y que los aliños estimularan todos sus sentidos. De acompañamiento, papas cocidas molidas hechas bolitas y horneadas, una salsa de champiñones y ensaladas varias (zanahorias con trozos de nueces; lechugas con palmitos y aceitunas), cosas ¡frescas!, como ella solía decir. Todo esto acompañado de vino tinto. Una mezcla de Syrah - Carménère, que a mí me encantaba (servido a la temperatura justa).

Personalmente preparé cada plato, cada corte, cada pizca de aliño, no olvidando el detalle de la música; temas antiguos, temas con los que la enamoré en aquellos tiempos en que se bailaba música lenta y el abrazo comunicaba pasión o rechazo.

Para la intimidad, pétalos de rosa sobre la cama. Me di el trabajo de perfumar las sábanas, de manera sutil, pero evidente. Todo era perfecto, sólo faltaba que ella se hiciera presente.

Mi vestuario, camisa holgada con dos botones desabrochados que permitían ver el vello de mi pecho, pantalón de tela y calzado liviano (ropa fácil de quitar, pensaba yo); afeitada al ras y el perfume que ella me había obsequiado para navidad.

En tanto sentí estacionar el auto corrí a la puerta; ella, elegantemente vestida, traía una pequeña cartera en su mano derecha, muy apegada a su vientre, mientra con los dedos de la mano izquierda se tomaba las sienes. Pasó rápidamente por el comedor sin notar que la mesa estaba puesta, llegó al dormitorio y se puso su pijama, mientras me pedía que le llevara un "guatero" con agua caliente; corrí a la cocina, para llenar el recipiente, mientras en la habitación el perfume en las sábanas le provocó nauseas y corrió al baño a vomitar lo poco que tenía en el estómago. En ese instate yo ya tenía claro que lo que había preparado con tanto cariño no lo podríamos disfrutar. El momento ya se estaba tornando muy incómodo para mí. Al salir del baño, se topó conmigo, me dijo que era un imbécil por derramar su perfume favorito; tomó el "guatero" y se fue a la pieza de los niños, cerrando de golpe la puerta y poniendo llave a esta.

A esas alturas, yo aún muy confundido pasé de la preocupación a la pena y de la pena a la rabia... ¡Mujeres y su famoso período!... Entre dientes murmuré lo que parecían ser unos garabatos, mientras guardaba la loza y el mantel. La tabla y el plato principal fueron a dar al basurero, y el vino..., el vino no. Llené una copa y me senté a oír la música que sonaba en ese instante; eran aquellas dulces melodías que bailamos nuestra primera noche juntos, cuando tras algunas copas nos retiramos a la alcohoba y nos entregamos por completo. Lo recuerdo como si hubiese sucedido ayer, fue cuando entre mis labios su flor se abrió y su capullo estalló tras un sublime gemido... Me quedé horas sosteniendo la copa a medio llenar, mirando el fuego a través del cristal de la estufa, el cual se iba extinguiendo lentamente a medida que avanzaba la noche.

Bebí de un sorbo el frío vino y me fui a dormir... Solo... Triste... Apesadumbrado... Era una cena para olvidar y lo peor de todo, ella jamás se enteró de todo lo que yo había hecho por revivir esa noche en que fuimos uno por vez primera, noche en que realizamos todos nuestros sueños y yo aprendí entre sus piernas, lo que era una mujer verdadera...

domingo, 11 de junio de 2017

El amante

Llevábamos saliendo desde hace algún tiempo y la armonía que resplandecía en nosotros era algo más que evidente. Las tardes se habían vuelto nuestro refugio favorito, así como caminar por el parque a la sombra de los árboles, árboles vestidos de tonos rojos y marrones a causa del otoño.
En el centro de la plaza, bajo un añoso abeto había una deslustrada banca de colores ya irreconocibles, esa banca había sido el lugar en que nos sentamos en nuestra primera cita, donde le di el primer beso y donde charlábamos tardes enteras, o solo nos abrazábamos viendo como el viento desnudaba los caducos árboles.
Tanta armonía a veces se veía perturbada por un brillo gris en su mirada, pero ante cualquier pregunta ella respondía que nada sucedía, entonces me abrazaba, me besaba y me pedía que jamás la dejara sola. Sus palabras me confundían un poco, ya que yo la quería bien; para mí jamás fue una aventura o un capricho, ella hizo florecer en mí algo que yo jamás había sentido.
Ambos habíamos tenido romances previos, disfrutado de momentos felices pero también de crueles decepciones. Nuestro pasado hacía que fuéramos más cautos a la hora de expresar nuestro sentir, pero esa tarde, ese día en particular, un beso, un dulce, solitario y prolongado beso, despertó en nosotros ese sentir más intenso, más cercano a la piel que a los sentimientos.
Caminamos sin rumbo conocido, aunque ambos sabíamos nuestro destino, el viejo hotel de junto al río. Cenamos y luego pedimos una habitación. Ella tomó mi mano y me siguió un paso detrás de mí. En ese instante yo no noté nada raro, ella lucía feliz, radiante y muy hermosa también.
Ingresamos a la habitación, una pieza con decorado antiguo, algo descolorido, con sus cortinas raídas, pero una vista muy bella, se veían los letreros luminosos de los restaurantes ubicados en el otro lado del río. La cama era amplia y tras dejarme caer noté que rechinaba un poco, muy poco. Ella me observaba en silencio, tenía una risa nerviosa.
Tomé una ducha mientras ella admiraba la vista, para cuando volví al cuarto ya estaba entre las sábanas; fui donde ella y le besé en la frente, luego en los labios, me quité la toalla y le hice compañía. Mi frío cuerpo desnudo contrastaba con la tibieza del suyo; nos besamos sin acariciarnos, solo abrazados, evitándonos un poco, como temiendo que el contacto anticipado de nuestras ansias nos perturbara de alguna forma, afectando el momento.
Le besé en la boca, en los ojos y en su frente, mientras ella se dejaba llevar por la pasión, por los sentimientos. Besé su cuello y seguí un par de lunares hasta llegar a su pecho, su albo y delicado pecho cuya piel se erizó al primer beso. Hice una pausa, la miré y le vi dispuesta, entonces besé con sutileza esos botones púrpura, de forma alterna y sin despegar mis manos de su cintura. Noté que mordió su labio inferior y con mi mano exploré su hirsuto bello, deslizándome después suavemente entre sus piernas. Percibí su deseo y un sutil gemido me indicó el punto en que se estremecía su ser. Le sentí arder y llegue a la fuente de su pasión líquida, mientras mis besos alcanzaban el punto que dejaron libre mis dedos.
Hasta ahí yo estaba confiado de mis dotes como amante pero había algo, un cierto nerviosismo que me desconcentraba. Hice una pausa y le consulté si algo le pasaba. Besé sus pechos, su boca y me recosté junto a ella esperando me dijera si algo le sucedía.
Charlamos un rato, bebimos una copa de vino que pedimos nos llevaran a la habitación. Ella se cubrió, sentía vergüenza de lo sucedido, mas yo permanecí desnudo y le abracé sin presionar el momento, sin exigirle culminar lo que horas antes inició con un beso.
Le besé, le besé de la manera más dulce y sutil que jamás había besado, entonces ella acarició mi espalda, mis muslos y sintió mi viril pasión dispuesta a satisfacer sus ansias. Cayeron sus ropas y ahí, de pie frente a la ventana, abrazó mis caderas con sus piernas y fuimos uno. Su pasión parecía no tener límite y yo, yo estaba extasiado ante ese frenesí de lujuria y deseo.

El amanecer nos sorprendió tendidos sobre una desecha cama, ella acostada boca abajo mirando hacia la ventana y yo, con mi brazo sobre su espalda. Le acaricié suavemente, recorrí su armónica figura con mis manos y luego nos vestimos, no sin antes besarnos hasta provocarnos una última arremetida, un último estertor que acabara con nuestras ganas…

lunes, 24 de abril de 2017

Un amor verdadero

André y Camila se miraban en silencio; todo apuntaba a que su relación amorosa de 2 años, estaba llegando a su fin.
Mientras el silencio se hacía eterno, André recorría en su mente todos los bellos momentos que había vivido junto a Camila. La conoció en un andén, mientras ambos esperaban locomoción; ese día había llovido y aún caían pequeñas gotas, por lo que él mantenía su paraguas abierto (providencialmente abierto), ya que en ese momento pasó un vehículo a toda velocidad, pisando el charco que estaba frente a la parada. Quiso la fortuna, o su buena estrella, que en ese instante alcanzara a reaccionar y bajó el paraguas usándolo de escudo, pero no se cubrió él, por el contrario, cubrió a la joven que estaba junto a él. Ella estaba distraída e incluso se mostró algo molesta ante el primer movimiento del joven (a quien jamás había visto en su vida), pero después notó que la había salvado de quedar completamente empapada. En cuanto a él, recibió de lleno toda el agua que salpicó en ese momento.
Tras el incidente, André se retiró del paradero y emprendió camino de regreso a casa. Parecía ser que su día había empezado mal y, si no quería agarrar una pulmonía, lo mejor sería que se quitara esas ropas mojadas; ni siquiera volteó a ver a la chica que había ayudado, lo hizo desinteresadamente y no estaba de ánimo para estar coqueteándole a una chica.
Dos semanas más tarde, en el mismo andén, a la misma hora, él estaba con su paraguas y casualmente vestía la misma ropa que usó aquél día en que quedó todo mojado. Esperaba mirando hacia la izquierda, a ver si aparecía el bus que debía abordar, cuando sintió que sutilmente le tomaban el brazo derecho; era ella, la chicha que había ayudado, pero él no la reconoció, es más, jamás logró ver su rostro, pero ahí la tenía, parada frente a él, como queriendo decir algo pero sin saber cómo hacerlo.  André la miró, sonrió y ella espontáneamente le dijo:
-¡Gracias!-
Él aún no comprendía de qué se trataba y respondió:
-¿Gracias por qué?-
Ella manifestó que era por haberla salvado de quedar mojada, unas dos semanas atrás. Entonces él recordó el incidente y sonrió, sonrió con una sonrisa tierna y suave, cosa que ella percibió como una caricia del alma. Desde ese instante no dejaron de verse más.
Todo inició con un café, un café que ella invitó como forma de agradecer por tan noble gesto. Ella no era muy asidua a dialogar con extraños, ya que más de alguna vez alguien la quiso abordar buscando temas de conversación en común: El tiempo, la contaminación, la lluvia, el sol, la gente, la delincuencia, ¡Qué bonitos ojos tienes!, ¡Qué bella sonrisa tienes!, ¿fumas?, ¿tienes fuego?.... Ufff!!!... la lista era tan larga como el número de sujetos que la desnudaban con la vista y la acosaban en la calle. ¿Es que acaso por el simple hecho de ser hombres, se sienten con derecho a perseguir cuanta mujer se les cruce?... –Se preguntaba-
Ahora la situación era muy distinta, él la ayudó sin conocerla, sin dirigirle alguna mirada, palabra o gesto que denotara intención de aproximación; solo la ayudó y se marchó sin esperar las gracias, sin preguntar nombre o cualquier información que fuera útil para propiciar un segundo encuentro. Eso le sorprendió, pero más llamó su atención al verle a los ojos; su mirada era limpia, transparente, colmada de sueños y libre de culpas.
Por su parte, André también había quedado sorprendido al ver la joven, y más por la invitación, misma que no rechazó, pues, la mañana estaba fría y un café era lo que en ese instante necesitaba. Cruzaron la calle y entraron a una pequeña cafetería, encontrando asiento en la única mesa que quedaba disponible. André se presentó y ella también; mientras bebían el café brotaban los temas de conversación como si se conocieran desde siempre. Ahí ella no tuvo reparos en hablar del clima, la delincuencia, los conductores imprudentes, los ciclistas, peatones y toda la fauna urbana que les rodeaba. Parecía que estaban destinados a conocerse, y ellos sentían que de alguna forma estaban conectados.
Las citas se siguieron repitiendo, siguieron saliendo juntos, ahora ya no solo a beber café, sino que salían al cine, al teatro, de compras, o se juntaban a almorzar en algún local de por los alrededores (daba igual), y cuando no encontraban alguna excusa para seguirse viendo (y que no fuera todo tan repetitivo), simplemente salían a caminar, a dar de comer a las palomas o simplemente conversar.
El primer beso fue algo inesperado para ella, aunque con él nunca estuvo a la defensiva, pues, sentía que nunca le ocasionaría daño alguno. André la tomó por la cintura para ubicarse frente a ella, luego tomó sus mejillas con ambas manos y aproximó lentamente sus labios a los de ella, ella a su vez cerró los ojos y esperó ese roce de labios, para responder con igual calma, pero no menos vehemencia. Semanas después él se quedó a dormir en casa de ella. Era su primera noche, su primer encuentro y ambos estaban nerviosos a pesar de que ninguno de los dos era virgen. Sus experiencias previas habían sido intensas, exploratorias en cuanto a gustos del sexo opuesto y las sensaciones propias, pero ahora sería diferente, la química que entre ambos se había producido hacía presumir que sería un momento intenso, colmado de dulces momentos, así como furtivas arremetidas.
La noche era joven cuando ambos decidieron descorchar un cabernet de reserva, servirse algunos quesos, aceitunas, prosciutto y salsas para untar; ambos esperaban que el alcohol disipara las dudas y encendiera la noche… No se equivocaron… De a poco fue aflorando la pasión, se colmaron de caricias fugitivas que buscaban acceder a esos lugares ocultos, vedados a ojos indiscretos o a manos indeseables. Pronto las pieles se fueron desnudando y las caricias aprisionaron ambos cuerpos, juntaron sus pechos y besos intensos enrojecieron sus labios. Se dieron tiempo para algunos juegos, caricias, para verse y estimularse mutuamente, hasta que sus ansias fueron más fuertes que sus temores, entonces él la poseyó con dulzura, asiéndola por las caderas, llevando el ritmo, dejando de pensar en ella… El estallido fue enérgico, como si hubiera estado acumulando ansias, y aunque ambos jadeaban exhaustos, ella tenía un brillo gris en su mirada.
Sus encuentros se siguieron repitiendo con relativa frecuencia y, aunque en un principio él solo se quedaba una a dos noches por semana, con el transcurrir del tiempo se fue quedando por más días, primero fines de semana completos, y luego se fue a vivir definitivamente con ella. Los encuentros no mermaron en intensidad y pasión, aunque tras un año y medio, ella se sinceró y manifestó que no se sentía completa, que él no la entendía, se aceleraba y no era capaz de esperarla, de llevar su ritmo… el punto más álgido fue cuando le terminó confesando que con él jamás había logrado sentir un orgasmo completo. Había estado muy cerca de ello en más de una oportunidad, pero en tanto él se sentía satisfecho se retiraba y la dejaba ansiando un par de arremetidas más… ¿Acaso era mucho pedir?, un orgasmo, solo uno intenso y extenuante…
Los últimos meses la relación se enfrió, ya casi no se hablaban, más bien se gritaban las cosas y pronto brotaron los insultos, las descalificaciones, la violencia verbal a su nivel más bajo… No hubo golpes, no era necesario pues, las palabras eran dagas filosas que penetraban más hondo, casi hasta el corazón de alma…
Algo en sus corazones les dijo que ya era suficiente, que era hora de ir a terapia de parejas, porque si se amaban como ambos sentían que se amaban, debían hacer lo necesario para reavivar la llama de la pasión, para descubrirse como antes no supieron hacer, de desnudarse conservando la ropa y acariciarse sin rozar sus pieles; algo así como viajar al mundo de los sueños permaneciendo vigentes en la realidad…
Las sesiones iniciaron con preguntas simples y ejercicios ligeros, ligeros pero no tan simples, porque estaba presente un tercero. Sesión a sesión fueron descubriendo sus temores, sus angustias, sus necesidades, pero también fueron aflorando los puntos de coincidencia entre ambos... Hasta que llegaron al conflicto sexual, ese que ella no había podido coronar con aquel gemido sublime que se exhala tras el último pálpito, tras la última arremetida certera…
André debió ir a sesiones individuales para aprender a controlar impulsos, para ser más perceptivo a los requerimientos de su pareja. Por su parte Camila hizo lo propio, pero con un terapeuta diferente.
Dos meses transcurrieron hasta que una noche tomaron valor para intentarlo una vez más. Esta vez el alcohol no estuvo presente, aunque sí un ágape discreto y sencillo, mismo que tras algunas miradas cómplices, incorporaron a sus juegos de seducción.
Tal como la primera vez, la noche era joven y las ansias eran intensas, pero se tomaron su tiempo y se comunicaron más de manera verbal. Ya leer las miradas no bastaba, ni las caricias eran tan novedosas, pero podrían ser intensas y sorprendentes si permitían ser guiados por el otro…
Él acarició su mejilla y, tras un sutil beso sus manos fueron descendiendo hasta llegar a los hombros y luego a sus pechos; con los dedos dibujó sutiles círculos estimulando su turgencia, para pasar a besar con calma y lamer sin tregua. Ya una mano había alcanzado la cintura de Camila, caricia que fue recibida con aprobación, abriendo ella sus piernas. Un dedo recorrió sus labios hasta detenerse en ese sublime punto que, gemido de por medio, cedió al sutil contacto; la humedad de su sexo confirmaba que todo marchaba según lo esperado, según sus deseos y lo que ella esperaba de él. Un dedo rozó la entrada de su sexo y ella sintió su fuego interno. De ahí en adelante todo fue cuesta arriba, ella movía sus caderas al ritmo de sus ansias, y él sus manos al ritmo de la pasión. Tras unos minutos ella le clavó las uñas en la espalda, era la señal de que su momento había llegado y André no se hizo esperar. Suave al principio e intenso tras sentir su fuego interno. Sintió la presión de su sexo, como si estrangularan su miembro, la pasión líquida manaba de su encuentro, salpicando sus cuerpos hasta que ella sintió un estallido supremo… Un orgasmo… un intenso y furtivo orgasmo que dejó su cuerpo laxo y ambos cuerpos aprisionados, hasta que ella relajó su cuerpo y dejó libre a su prisionero…

Entonces él comprendió todo y desde ese instante le amó; le amó tarde mañana y noche, ajustando sus ansias al pasional ritmo de su bella amada (y amante)…

jueves, 20 de abril de 2017

La compañera de viaje

Sven era un joven alto, rubio y de ojos azules. Su padre fue un refugiado político en Alemania oriental y su madre, una fornida habitante del Berlín oriental; ella impartía clases de alemán a los inmigrante y él, bastante ladino y apasionado, lentamente fue logrando aproximarse a su maestra hasta que un día, después de una sonrisa y un beso, ella terminó cediendo a sus encantos. Se casaron y tuvieron un solo hijo; tras la caída del muro decidieron viajar a Centroamérica, buscando olvidar los oscuros días posteriores a la integración del país (cosa que ellos jamás aceptaron, dadas sus férreas convicciones políticas)… Ellos no encajaban con el nuevo modelo y con dificultad conseguían empleos temporales.
Así es como Sven llegó a un nuevo mundo, un mundo donde él era el sujeto diferente que hablaba palabras raras. Su adolescencia fue compleja, ya que no solo debió lidiar con las barreras del idioma, sino que con otros estigmas sociales como el de ser físicamente diferente o ser hijo de un perseguido político.
Ya a los 18 años y tras reunir una suma de dinero, se embarcó en un recorrido místico (tal vez inspirado por su tutor de español, un anciano peruano que ansiaba algún día regresar a su país); el destino elegido fue nada más y nada menos que Machu Picchu.
Ya en Perú, tomó el tren que salía desde Poroy a Aguas Calientes (también llamado Machu Picchu pueblo). Una vez que llegó a la estación su equipaje fue pesado (sólo 3 kilos de equipaje), pero antes de avanzar, una joven de rasgos polinésico le tomó del brazo y le pidió por favor si podía subir al tren con parte del equipaje que ella cargaba. Las normas de la empresa eran estrictas y no se podía cargar más de 5 kilos por persona; ella llevaba 6 kilos,  apartó en un bolso pequeño su equipo fotográfico, y algunas prendas de ropa que él aceptó declarar como equipaje propio. Dado que tenían prisa por abordar, él no notó que el bolso de ella estaba entreabierto y de este cayó un diminuto calzón femenino, colmado de encajes y aberturas. El guardia de la estación lo cogió y él sólo atinó a decir: Es de mi novia; para la suerte… Ambos sonrieron y él se apresuró a guardar la prenda en el raído bolso.
Ya arriba del tren entregó la mochila a la joven, quien le agradeció el gesto con un beso en la mejilla y una mirada coqueta que logró estremecerlo. Se sentaron muy cerca uno del otro y tras iniciar la travesía se aproximaban ocasionalmente para realizar alguna captura o toma fotográfica desde las distintas ventanas del tren. A veces sus codos se rozaban mientras se cruzaban (ya fuera para regresar a sus asientos, o para salir en busca de una nueva toma fotográfica)…
Tras las cuatro horas de viaje en tren llegaron a Aguas Calientes. Casualmente, ambos estaban en el mismo hospedaje, este era una residencial modesta, de precios altos, como todo en la zona; fueron recibidos por una señora de corta estatura, quien les indicó cuales serían sus alojamientos (casualmente, uno al lado del otro). El baño era compartido y los horarios de comida bastante acotados, pero nada de eso les preocupaba a ambos jóvenes; su norte era recorrer la ruta de Putucusi Mountain.
La escalada a la cima de Machu Picchu era antes del alba, ya que la meta era ver el amanecer desde la cima. La ruta era hecha por habitantes de la zona, quienes llevaban víveres y provisiones, y los turistas (la mayoría jóvenes), quienes básicamente cargaban agua, y alguna prenda adicional de ropa.
Ya en la cima los jóvenes se separaron, aunque Sven sintió curiosidad por la rara actitud de Enua (que es como se llamaba la joven de la estación). Siguió por el camino que ella había tomado aunque no logró ubicarla, así es que buscó un lugar alto desde donde vio la cámara de ella montada en un trípode, pero Enua no estaba visible. Recorrió algunos pasillos con absoluta discreción y tras dar la vuelta entre gruesas paredes logró verla. Ella estaba desnuda; se estaba tomando fotografías que la incluían a ella y el paisaje. Había oído que este tipo de fotografías se habían vuelto una moda y sin pensarlo dos veces se desnudó y aproximó a ella para acompañarla. Al principio ella se sorprendió y cubrió sus partes íntimas con las manos, pero al ver la naturalidad con que él se aproximaba, ver su sonrisa y el brillo en su mirada, le indicó que se apresurara antes de que fueran descubiertos por los guardias. Hicieron varias tomas en pareja, algunas con claras alusiones sexuales y Sven no pudo evitar una erección involuntaria (cosa que ella aprovechó para nuevas tomas aún más osadas). Se abrazaron y estaban a punto de acceder a sus deseos carnales, cuando sintieron unas pisadas que se aproximaban; rápidamente tomaron sus ropas y corrieron a refugiarse, mientras se vestían. Pronto se reunieron al grupo principal, pero la semilla de la pasión ya había sido sembrada, solo faltaban el momento y la oportunidad para concluir lo que en la montaña había iniciado.
De vuelta en Aguas Calientes decidieron tomar un baño, juntos. En ese pequeño espacio, en ese modesto espacio, quisieron dar rienda suelta a sus pasiones, pero la altura les jugó una mala pasada, más bien dicho, Sven no pudo mantener su pasión en alto y Enua lo dejó solo, retirándose decepcionada. “Es la altura”, pensó Sven; “ya llegaremos a Cusco y verá”…
Los días siguientes coincidieron en algunos puntos como el museo y su jardín botánico, o los sobrepoblados baños termales (a los cuales no accedieron); pero fue en los Jardines de Mandor el lugar en que se las jugó por una segunda oportunidad. Sven le habló dulcemente y la acompañó en cada escala que ella realizó, un beso selló el acuerdo de paz y dio luz verde a una segunda oportunidad.
Al día siguiente abordaron el tren de regreso a Cuzco y de ahí viajaron a Lima. Visitaron el puerto y sus cocinerías, lugar donde él pidió un contundente mariscal que lo dejó extasiado. Paso siguiente era regresar a su lugar de alojamiento, llenar la bañera y continuar donde habían quedado.

Ella tenía una piel canela dorada por el sol, con una delgada cintura y amplias caderas, así como firmes pechos que se clavaban en el vientre de Sven tras cada pasional abrazo; por su parte Sven, si bien era delgado, estaba muy tonificado debido a que realizaba mucha actividad física. Tras reconocerse nuevamente y alzar lo que debía estar alzado, Sven tomó a Enua por sus nalgas, la levantó y poseyó sutilmente. Esta vez iniciaron bien, ya que la sonrisa y cara de éxtasis de ella era la respuesta que él necesitaba. Se amaron, y se amaron con toda la intensa pasión de quienes tienen todo un futuro por delante. Se amaron sin guardarse nada, hasta que calmó el último estertor de sus sudados cuerpos, entonces se retiraron a su habitación y durmieron abrazados hasta el amanecer, momento en que el alba los sorprendió amándose otra vez…

miércoles, 19 de abril de 2017

Nativa II

Rayén era única y yo sentía en mi alma que jamás encontraría otra mujer como ella. Aún me pregunto cómo fue que logré convencerla de que trabajara conmigo, aún más, cómo fue que ella accedió a salir conmigo y terminamos disfrutando de la tarde más intensa y ardiente que jamás haya vivido.
El local de comidas marchaba bien, aunque ella no gustaba mucho del nombre; decía que “Nativa” sonaba a imperialismo, a sometimiento de los pueblos, a violencia, sangre y muerte. Yo la oía con detención y me admiraba la determinación con que hablaba, del corazón que ponía en cada palabra y la gentileza con que solía expresarse de aquellos que muchas veces la insultaron o trataron con desprecio.
Con el tiempo, y sin el afán de violentar su intimidad, fui enterándome de su vida antes de conocerla. Su madre trabajaba de asesora doméstica en un hogar de ingresos altos, en el barrio más acomodado de la ciudad, y vivía en la misma casa. Cierta noche fue visitada por el hijo mayor de la señora de la casa, quien era un par de años menor que ella; este la había estado seduciendo con regalos y bellas palabras a las que terminó cediendo. Tras quedar embarazada fue despedida y debió regresar al campo, a casa de unos tíos porque sus padres no la recibieron. Como pudo crió a Rayén, debiendo internarla en un colegio para que completara sus estudios. A su vez, en el internado trabajaba un joven que iba a hacer mantenciones eléctricas y sedujo a Rayén, quien fue expulsada del internado tras saberse de su embarazo.
Ambas, madre e hija, vivían en una modesta vivienda que recibieron gracias a un subsidio indígena. Millaray (que es como se llamaba la madre de Rayén), siempre había sido cautelosa con los ahorros y sabía administrar bien cada peso que llegaba a sus manos. Si bien el patio de la vivienda era pequeño, en él cultivaban algunos vegetales y hierbas que vendían en el mercado, además de otras que compraban para revender, cuando los cultivos no se daban bien.
Yo oía las historias que me relataba Rayén, y mi corazón se partía al enterarme del enorme sufrimiento vivido por ella, entonces más apegado a ella me sentía, y más feliz estaba por tener a mi lado una mujer tan sorprendente.
Nos casamos y nos fuimos a vivir a mi departamento. Jaimito estaba feliz, pero Millaray no se sentía muy cómoda; ella decía que los casados deben estar solos, porque solos deben solucionar sus diferencias. Como nos estaba yendo muy bien con el local de comida, decidimos ampliarnos y adquirí el local que quedaba al lado, el cual tenía una pequeña vivienda en el segundo piso; Millaray era la más contenta, ya que ese espacio era más amplio que su antigua vivienda social, además, yo sospechaba que ella tenía un romance con uno de mis meseros y esa intimidad le sentaría muy bien.
Una vez más Rayén y yo teníamos privacidad, en especial cuando Jaimito pedía irse a dormir a casa de la abuela. En tanto llegábamos del trabajo el ritual era pasar por la ducha y acostarnos desnudos; ella me tentaba un poco, y yo cedía a los placeres del cuerpo. Rayén amaba como ninguna, porque no se guardaba nada. Nuestros cuerpos jadeaban, sudados y extenuados, viviendo la pasión al extremo, experimentando nuevas formas de amarnos, nuevas formas de sentirnos y complacer al otro. Su cuerpo, sus labios, y la forma en que a mí se entregaba, o de mí se apoderaba, eran tan intensas que varias veces nos quedamos dormidos y llegamos tarde a nuestras labores; ahí era cuando mi suegra nos miraba con ojos inquisidores, adivinando el motivo de nuestro retraso. Ella trabajaba con nosotros, y abría cuando nos retrasábamos.
Sin duda éramos felices, pero no éramos los únicos. Cierta noche regresé al local a buscar unas facturas que debía entregar al contador, me pareció oír unos golpes y unos gritos; presté más atención y caí en cuenta de que mi suegra estaba teniendo su minuto feliz, un largo minuto feliz. Pero más sorpresa me causó el saber que ella sería madre por segunda vez, al igual que mi Rayén.
Como en todo ambiente de feria, la gente cuchicheaba y hacía circular rumores como el que yo podría ser el padre de ambas criaturas. Ambos bebés nacieron la misma noche, pero a distintas horas. Millaray tuvo un varón al cual llamó Francisco, mientras que Rayén tuvo una niña a quién llamó Lucía. La vida nos sonreía, tanto en lo económico como en lo familiar; el único triste era Jaimito, porque “su lela” tenía a “panchito” y ya no se podía quedar con ella, mientras que en casa Lucía lloraba y no lo dejaba dormir.
Después de Lucía nació Fernanda, y al final llegó Mateo; la felicidad era máxima y la pasión aún no se extinguía… Ni la nuestra, ni la de mi suegra…


En cuanto al nombre del local, lo cambiamos por “Amanecer”…

viernes, 14 de abril de 2017

Nativa

Dicen que la cocina es ese laboratorio místico donde se crea la magia que seduce paladares y estómagos, donde se mezclan los frutos de la creación y, de su adecuada combinación, nacen sabores que jamás la naturaleza por sí sola podría crear.
Yo comencé como ayudante de cocina, desempeñaba una labor de sumo cuidado, era el encargado de higiene. Mis herramientas se componían por un par de guantes, una escoba y una pala. Así también me correspondía realizar un correcto aseo de platos y cubiertos, ordenarlos, y dejarlos dispuestos para el uso. Marcel, el chef, tenía por costumbre decir que la estrella de la cocina no era ni el chef, ni la servidumbre, sino que los platos debidamente colmados de manjares culinarios, por ende, un plato sucio o mal aseado, enlodaba los alimentos, así como el trabajo de todos.
Con los años, ascendí a ayudante de cocina y luego me convertí en el chef principal. Todo ese tiempo sirviendo a otros fue mi mejor escuela para ir aprendiendo secretos de la cocina; secretos que no eran revelados en las academias, secretos que no se compartían, y que solo descubrían aquellos seres dignos de llamarse “Chef”.
Entre las labores que realizaba cada mañana, al despuntar el alba, estaba el ir a comprar productos frescos y elegirlos personalmente. No daba lo mismo usar frutos maduros que frutos verdes, o verduras frescas que verduras remojadas en agua e hidratadas a la fuerza. Esta labor diaria, además me permitía tener contacto no solo con los distribuidores, sino que con algunos pequeños productores estacionales; conocimiento que yo utilizaba para enfocar mis platos de acuerdo a la temporada de cultivo y origen de las materias primas.
Cierta madrugada acudí a un pequeño puesto atendido por una modesta joven, de quien adquirí ajos y semillas. Al cancelar los productos vi sus manos, ajadas por el trabajo directo con la tierra; se despidió con una sonrisa y una mirada que cautivó mi alma. Sus ojos eran de color café, no oscuro ni claro, ni castaño ni caoba… al verla de perfil destacaban sus pestañas, cortas pero rizadas. Sus rasgos físicos daban cuenta de su origen nativo. Tez levemente oscura, baja estatura y el característico sobrepeso de aquellas que ya han parido un hijo.
Acudía a diario a su puesto, y siempre se despedía con la misma sonrisa y el mismo brillo en su mirada. Del supuesto pequeño hijo no supe nada hasta que un sábado de verano, vi un pequeño de unos tres años cubierto con un manto, apoyado en un rincón del modesto puesto. Yo había estado en lo cierto la primera vez que la observé, y ella efectivamente tenía un pequeño. Cada día yo le realizaba las mismas preguntas: ¿De dónde vienen sus productos?, ¿cuándo fueron colectados? y ¿qué forma de almacenamiento habían tenido hasta llegar al mercado? Ella ya me conocía y respondía antes de que yo pronunciara palabra alguna, entonces yo reía y ella me respondía con una sonrisa alegre, que me permitía ver sus blancos dientes.
Poco a poco, tanto su sonrisa como su dulce mirada se fueron alojando en mi corazón. Yo sentía que la conocía de otro lugar, de otra vida tal vez; entonces un día tomé la decisión de invitarla a salir para conversar con ella, o pedirle que fuera a mi restaurant a degustar algunos de los platos sazonados con los productos que me vendía. Me armé de valor y una mañana me quedé más tiempo de lo habitual; la invité a salir, a beber un café en el mesón que quedaba a algunos puestos de donde ella vendía sus productos. Se excusó con que no podía dejar sola su mercadería y que dependía de sus ventas para llevar el sustento a su hogar. En un arrebato poco usual en mí, le manifesté que compraba toda su mercadería, toda, sin excepción; ya yo vería qué hacía con los productos adquiridos, lo importante era obtener un sí, para conocerla y dialogar con ella.
Mientras yo tomaba un té, ella se servía un café de cebada. No había muchas opciones para elegir, pero quién era yo para criticar el emprendimiento de las personas, simplemente me serví lo que me ofrecieron, mi norte era estar con ella. De un café pasamos al segundo, y la conversación la llevé al punto en que conseguí aceptara salir un tarde cualquiera. Aunque perdí la mitad de la mercadería que le había comprado, pude comprobar que ella lo valía. Era una mujer de mucho esfuerzo, maltratada por una sociedad clasista y racista, no aceptada en su comunidad nativa por ser mestiza, y estigmatizada en la sociedad urbana, por su modesto origen.
Nos reunimos esporádicamente una a dos veces por semana; mi trabajo demandaba mucho de mi tiempo, y ella no podía salir demasiado tarde, dado que debía estar muy temprano armando su puesto y ordenando sus mercaderías. Esa forma de romance se mantuvo así por algunas semanas, pero algo en mi ser me pedía permanecer más tiempo con ella y, al parecer, ella deseaba permanecer más tiempo conmigo. Tomé la radical decisión de renunciar a mi trabajo y atender mi propio negocio. Casualmente, muy cerca de donde ella vendía sus productos había cerrado un local de alimentos. Poner ese local en reales condiciones de uso iba a costar algo más que solo trabajo. Las paredes eran mohínas, sucias, cubiertas con lo que parecía ser una capa de pintura sobre otra. Tenía mala iluminación, ventanas pequeñas, y la cocina, ese templo que yo exigía mantener profundamente aseado, asqueaba mis sentidos con solo oler el hedor que manaba a través de la puerta. Había fecas de rata, insectos de todo tipo, estaba provisto de un mobiliario arcaico y en muy mal estado, ni hablar del baño. Tras una semana de arduo trabajo en cuanto a aseo y desinfección de los distintos espacios, raspado, estucado y pintado de paredes y cielos, cambio de pisos y muebles, ampliación de ventas y cambio de cortinas, por fin reunía las condiciones necesarias para su funcionamiento. Otra cosa fue conseguir los permisos sanitarios, iniciación de actividad comercial y patentes de funcionamiento. Nada de eso importaba tanto, como el poder estar cerca de aquella mujer que se alojó bien profundo en mi pecho.
Antes de inaugurar mi emprendimiento soñado caí en cuenta que necesitaría un ayudante en la cocina, alguien que sirva y cobre las cuentas, así como alguien que maneje la caja recaudadora. Inmediatamente pensé en ella para que me ayudara con la atención de las mesas, cosa que además nos permitiría estar juntos todo el día.
Inauguramos sin ceremonia alguna, los primeros días la gente pasaba y se retiraba sin pedir alguno de los platos ofrecidos, otros solo pedían un café y los menos probaban algún plato, como si fuera algo exótico que estaban comiendo. Debí ajustar la oferta a los requerimientos de quienes transitaban por la zona, aunque seguí manteniendo en el menú algunos platos especiales.
En cuanto a nuestro romance, acercarme a su familia fue todo un tema; ella vivía con su madre, quien le ayudaba con el cuidado de Jaimito (su pequeño hijo). Paralelamente, la señora tejía, bordaba o lavaba ropa ajena para sustentar sus necesidades. Su casa era modesta, muy pequeña y escasamente amoblada, muy diferente a la casa en que yo vivía (o casa en que yo pernoctaba, dado que pasaba casi todo el día en mi trabajo).
Otro tema era darle vida y vitalidad a nuestro romance. Cada vez que nos besábamos, la sangre nos ardía pidiendo más. Lo notaba por sus coloridas mejillas, tal vez igual de coloridas como sentía las mías. Cierto día en que se decretó feriado irrenunciable y todos los locales comerciales estaban obligados a cerrar, tuvimos la oportunidad de estar juntos desde la mañana hasta el atardecer, en privado, y sin que alguien nos interrumpiera.
La invité a almorzar. Mientras ella me ayudaba a ordenar la mesa, yo preparaba un plato afrodisíaco. Claramente mis intenciones no eran tan buenas ni tan nobles, y asumo que ella algo sospechaba pero no tenía una actitud defensiva.
El almuerzo transcurrió en calma, comimos pausadamente, nada nos apresuraba, tampoco abusamos del vino (tal parece que ambos queríamos tener control sobre nuestras acciones), pasamos al postre, mientras de fondo se oían temas románticos; nos sentamos en el sofá y nos besamos intensamente. Ella era apasionada, más de lo que yo esperaba; no recuerdo cómo fue que terminamos tendidos sobre la alfombra, con mis manos bajo su blusa, y las suyas en mis nalgas. De ahí a desnudarnos solo fue un paso.
Sus manos no eran suaves, pero me acariciaba con sutileza. Su piel no era tersa, pero sentí que me abrazaba con cada uno de sus poros, con cariño y delicadeza. Ella no retiraba el bello de su piel, pero eso no me incomodaba en lo absoluto. Su vientre era abultado, marcado por estrías y la cicatriz de un par de cirugías (probablemente, cesárea y apendicitis), pero yo la tomé por la cintura, y besé cada cicatriz y cada marca, pausadamente y cariño. Besé sus labios húmedos, y ella mi cimiente. Estábamos excitados, pero no queríamos que se acabara la magia. Nos sorprendió el atardecer amándonos en la cocina, ella fue por un vaso de agua y yo tras ella, siguiendo la cadencia de sus nalgas. La tomé, la hice mía, tanto como yo le pertenecí a ella. Entonces en un arrebato de pasión (uno más extenso que todos los vividos ese día), estallamos al unísono, mientras caían rendidos nuestros laxos y sudorosos cuerpos…

Ese fue el inicio de nuestro romance, de una gran pasión desenfrenada… Hoy le pedí que se casara conmigo; aún espero su respuesta…

domingo, 2 de abril de 2017

Labios de tinta

Era un día más; un ajetreado, extenuante y frío viernes en la ciudad. Yo caminaba a realizar mi último trámite del día y esperaba llegar a la notaría antes de que cerraran, o debería esperar hasta la semana siguiente; corrí los últimos metros al ver que el guardia se aproximaba a la puerta, quien ya tenía en su mano la llave de esta. Ingresé apresuradamente, aún faltaban unos minutos para el cierre y debía esperar a que revisaran los antecedentes que portaba. Me atendió una secretaria nueva, muy amable y diligente. La verdad es que en principio no le presté mucha atención, pero cuando me hablaba pude notar que tenía un acento diferente; tal vez era extranjera, o tal vez solo había trabajado en el extranjero. Es del caso que llevó el portafolio al notario y me pidió que tomara asiento mientras revisaban la documentación.
 Yo tomé mi celular, pero las paredes del lugar eran muy gruesas y no me llegaba señal alguna; en la sala de espera no había revistas o periódicos, así es que me dediqué a ver los cuadros de las paredes, contar las baldosas del piso y al final, comencé a observar a otras personas que también estaban realizando trámites. Un señor calvo sudaba bastante mientras sostenía un maletín, probablemente estaba adquiriendo una propiedad e iba a cancelar en efectivo. Otra señora, frente a otro escritorio, parecía estar haciendo una declaración jurada… mi mente divagaba mil ideas, mientras intentaba prestar oído a lo que decían… Licencia, robo, asalto… Tal parece que la señora realizaba el trámite para obtener un duplicado de su licencia de conducir…
Pasaban los minutos y aún no me llamaban, miré a la secretaria que me había atendido, esperando que me hiciera una seña o me indicara que todo estaba bien, pero ella estaba concentrada en otras labores… Ahí fue cuando realmente comencé a mirarla. Lucía una blusa blanca, lentes de marco rojo intenso, tan intenso como su labial. Sus mejillas parecían estar ruborizadas, pero luego noté que esa tonalidad era debido a su maquillaje. Vestía una blusa blanca y sobre esta, una chaqueta roja. Usaba una falda roja que le cubría hasta poco más arriba de la rodilla; su calzado también era rojo… Pero había otro detalle que antes había escapado a mi vista, y pude notarlo cuando se dirigió a la oficina de su jefe; ella usaba unas pantis con su liguero bordado.
Cuando ella regresó a su puesto atendió un llamado, en principio bajó la vista, pero luego la dirigió directamente a donde yo me encontraba; al parecer, alguien más me había sorprendido observando a la señorita y le habían advertido. Sentí que me ardía el rostro y solo atiné a sonreírle; la seriedad en su rostro fue la estocada que me faltaba… Se retiró, regresó con mis documentos debidamente certificados y me los entregó sin pronunciar palabra alguna. Le di las gracias, intenté sonreír pero ella se refugió en su escritorio, tras el monitor, por lo que me retiré sin más que decir.
Regresé a la oficina, guardé la documentación y me retiré sin destino claro. Era viernes y no estaba de ánimo para salir con los chicos de la oficina, así es que decidí caminar a casa. Pasee por el parque, me senté en una banca, cuando a lo lejos divisé a una joven con un traje rojo; no era la chica de la notaría, pero por su vestuario intuyo que debían trabajar juntas, y bueno, es viernes, happy hour, ella iba al barrio bohemio, así es que imaginé que se reuniría con sus colegas. La seguí a prudente distancia e ingresó al mismo local donde se reunirían los chicos de la oficina. La mano estaba dada y yo, dispuesto a jugarla. Ingresé al local intentado ubicar a mis compañeros de trabajo (y de paso, viendo si se encontraba la bella morena de la oficina); ellos estaban en una sala apartada y si bien se sorprendieron al verme, me hicieron un espacio y pidieron otra cerveza. Charlamos un rato (del trabajo, de la vida) y pronto llegó la segunda ronda, además de una tabla con quesos y jamones (la especialidad de la casa). Ya era algo tarde cuando uno de mis compañeros se paró de su asiento y manifestó que se retiraba, que alguien especial lo estaba esperando; lo vi irse y para mi sorpresa, se reunió con la joven que yo intenté encontrar.
Pasaron algunas semanas y me olvidé del tema, yo no iba a entrometerme en la relación de un compañero de oficina; la última vez que lo hice (en mi anterior trabajo) todo terminó mal. Mi colega de ese entonces nos descubrió, él tomó su automóvil y salió a toda velocidad con rumbo desconocido; fue la última vez que lo vi vivo. Era una tarde de lluvia y él, fuera de sí, condujo de manera imprudente; un camión detuvo su loca carrera, murió de forma inmediata. En cuanto a ella, no se pudo perdonar lo ocurrido, se alejó de mí. A días de su muerte yo fui despedido, en la oficina se enteraron de mi aventura y fue el fin de mi carrera.
Así es como pasé de subgerente de personal en una gran empresa, a corredor de propiedades en el ala menos comercial de la ciudad. A ella yo no la amaba, y asumo que ella tampoco me amaba. Lo nuestro era una relación netamente sexual; ella me llamaba, yo iba a buscarla a su departamento y nos íbamos a algún discreto hotel. Ninguno de los dos contaba con que el auto fallaría y él pasaría junto a nosotros cuando yo estaba cambiando una rueda. Quise dejarla, pero la verdad es que ella era increíble en la cama. Me lograba estremecer como jamás nadie había hecho; además, no titubeaba a la hora de utilizar ciertos artilugios que le dieran más emoción a esos íntimos encuentros. Sus labios, su larga cabellera, su sensual voz, su hermosa figura y cadencioso andar… Era demasiada mujer para el difunto… Pero era su mujer y yo no tenía derecho… En ese entonces tampoco tenía moral y eso fue lo que me llevó a sus brazos… Nunca más seducir a una mujer comprometida… Fue el juramento que me hice.
Un par de veces debí regresar a la notaría; a veces me atendía ella y otras veces, alguna de sus colegas. Yo ingresaba serio, saludaba, manifestaba lo que requería, retiraba los documentos y me iba en silencio. Todo marchaba bien, hasta que ella un día me habló, me consultó si trabaja con Javier, su primo. ¿Primo? Dije. Ella sonrió y dijo: “Sí, primos”. ¿Es que acaso pensaba que éramos algo más? – agregó.
No sé cuál sería mi cara de sorpresa, o tal vez de bandido, porque en el acto me puse a charlar con ella como si fuésemos grandes amigos; la verdad es que necesitaba asegurarme de que estuviera sola y, al tener certeza de ello, decidí invitarla al mismo local donde me reunía con mis colegas del trabajo.
Esa tarde pedimos mesa aparte, cenamos, bebimos y luego la acompañé a su departamento. Cuando pensé que me invitaría a pasar, me detuvo en la puerta y se despidió con un beso en la mejilla. Tal vez yo iba demasiado rápido, o ella no buscaba nada conmigo; el hecho es que al día siguiente le envié flores a su oficina. Al pasar por ella la noté algo congestionada, la verdad es que era alérgica al polen. Probé con chocolates, pero me los devolvió (también le ocasionaban alergia)… Le pregunté si era alérgica a los peluches y su cara cambió, tal vez pensó que me burlaba de ella, o que yo era un insensible. NO – manifestó – No soy alérgica a los osos de peluche… Le envié uno diario durante una semana completa… Todos llevaban una tarjeta que decía: “Lo siento”.
Seguimos saliendo algunas semanas, pero yo no llegaba más allá de la puerta de su departamento, y ella no quería conocer el mío. Le hablaba de las bondades de mi vivienda. La ventana de mi habitación daba al parque, se veía el amanecer en todo su esplendor y cuando el sol asomaba por sobre los edificios vecinos, la habitación se iluminaba como si fuera primavera. Ella se mostraba interesada, pero no cedía terreno.
Cierto viernes fuimos al cumpleaños de Javier (su primo). Ella jamás se excedía con las copas, pero al parecer la cena le cayó mal y me pidió que la acompañara a su departamento. Ella estaba pálida, pero aun así era bella... Por fin cruzaba el umbral de su puerta, pero no en las condiciones que yo anhelaba. La acompañé a su recámara y ella se recostó sobre la cama; cuando estaba por retirarme me pidió que me quedara.
Me recosté junto a ella y ella apoyó su cabeza en mi hombro. Se durmió un par de horas, mismas en que yo recorrí con la mirada cada una de sus facciones… Sus cejas estaban bien delineadas, al centro del rostro eran más anchas que en dirección a los extremos, negras y suaves. Sus pestañas no eran muy largas. Sus labios siempre estaban cubiertos de labial, parecía que no bastaba un intenso beso para quitarlo de su boca. Su mentón tenía una pequeña hendidura, su cuello era fino y tras su escote, un misterio que causaba cierto cosquilleo en mi cuerpo. Sus piernas eran delgadas y sus tobillos finos… Eso es lo que saltaba a la vista… Lo que yo imaginaba bajo sus prendas, era algo más intenso… Pero ahí permanecí, haciendo un gran esfuerzo por contener mis manos, y no enredar mis dedos bajo su falda o entre los botones de la blusa…
Me quedé dormido junto a ella; desperté cuando ya el sol estaba en lo alto. Intenté apartarme de su lado y fue en ese instante cuando ella despertó; me observó con cara de extrañeza, como si hubiera olvidado lo de la noche anterior. Registró sus ropas y notó que cada botón permaneció en su lugar. Sonrió, quiso besarme pero se contuvo, quizá sería por mi aliento, o tal vez por el de ella.
Se levantó de la cama y fue al baño, echó a correr el agua de la ducha y, estando la puerta entreabierta, pude ver que se estaba quitando la ropa… Así es como vi la piel de su espalda, y más abajo también… No lo pensé dos veces, me quité la ropa e ingresé con ella a la ducha. Me miró algo extrañada, pero no me detuvo. Nos besamos suavemente, nos miramos a los ojos y mis manos se refugiaron en sus pechos; dibujé círculos en sus areolas y tal estímulo rindió frutos, luego fueron mis labios los que se posaron en ellos. Ella acarició mis cabellos, mientras la tibia agua de la ducha caía sobre nosotros. Mis manos fueron a su cintura y luego a su entrepierna, suavemente, como si sobre ella escribiera un poema. Llegué a su hoguera, la cual ya comenzaba a arder. Mis dedos recorrieron sus labios los cuales aparté suavemente para luego perderme en ella. Tras eso la tomé por la cintura y su pelvis se unió a la mía. El agua tibia caía entre nosotros y salpicaba tras cada choque de nuestros cuerpos. El espacio era reducido, por lo que tras bañarnos, y besarnos, y acariciarnos, continuamos en la alcoba, sobre su lecho… Se tendió de espalda y me miró a los ojos; en su mirada había un atisbo de duda, aún estábamos a tiempo de detenernos… Apresó mi cintura con sus piernas; nunca más me aparté de ella. Un gemido, un orgasmo y un río de ansias complacidas, que manaba de nuestros laxos cuerpos.
Nos sorprendió el atardecer tendidos sobre la cama, besándonos y acariciando nuestros cuerpos. Llamamos a un fono-pedido y eso permitió calmar nuestra sed, y el apetito que sentían nuestros cuerpos… Para cuando despertamos ya era la mañana del domingo; habíamos estado durmiendo desnudos, nuestros cuerpos estaban agotados, pero contentos…

Nos besamos una vez más y yo cogí mis ropas para vestirme e ir por nuevas ropas a mi departamento, entonces noté sobre mi piel ciertas marcas; algunas de labial rojo y otras como pequeños moretones (y mordidas). Escrito llevaba en mi piel el candente momento que entre ella y yo había surgido, poema épico de pasión desenfrenada, versado por aquella joven que supo ser más que una dama en la cama… En cuanto a su labial, aún permanecía el mismo rojo intenso, enmarcando una alegre y bella sonrisa…