Los años no pasan en vano y,
aunque finjamos que la soledad no nos afecta, en pequeños detalles visualizamos
situaciones, vivencias o momentos pasados, al tiempo que nuestro corazón se va
ablandando, comenzando a sentir nostalgias por cosas que antes nos eran
indiferentes.
En la soledad de la noche, frente
al televisor, di con un canal de música que me transportó a los maravillosos
años ‘80. Una época colmada de promesas musicales y nacientes grandes artistas;
de innovaciones tecnológicas que nos permitían disfrutar de sonido e imagen,
los cuales eran muy bien aprovechados por esos visionarios compositores e
intérpretes, ávidos de la esquiva fama y bienestar económico.
Descorché uno de mis vinos
favoritos, aquél que guardo oculto tras otros más corrientes, y que solo bebo
en la intimidad que me brindan las noches de lluvia junto al fuego. Llovía, y
bastante; yo casi me había dormido disfrutando de la primera copa, recordando
esos maravillosos años. Instintivamente acaricié la alfombra donde por vez
primera disfruté de la desnudez de una mujer. Ambos éramos jóvenes, con escasa
experiencia. Recuerdo que me temblaban las manos, las que torpemente no
atinaban a quitarle el brasier mientras me besaba con inusitada efusividad;
ella notó la torpeza de mis dedos y, con un ligero movimiento, hizo saltar la
prenda dejando al descubierto sus redondos y turgentes pechos. La erección de
sus pezones era una tentación irresistible; tal vez demoré mucho en llevármelos
a la boca y ella tomó la iniciativa de atraer mi cabeza hacia ellos… No sabía
si succionar o morderlos; tenía miedo de acabar con la magia del momento, pero
ella me tuvo paciencia, o tal vez, pudieron más sus ansias y me guió en cada
movimiento.
Un suspiro huyó de mi pecho, mientras
los recuerdos iban y venían. Bebí otro sorbo de vino, ya casi llegaba al final
de la copa. Avivé el fuego mientras los temas musicales habían pasado del rock
a los lentos. Lionel Richie aparecía en escena, delgado, con su crespo cabello
y su característico bigote... Recuerdo que esa noche bailamos desnudos frente
al fuego, precisamente al ritmo de esa canción cuyo título no recuerdo, solo el
“Uoho…!” del coro…
Cambió la música en la tv;
Madonna y su “Like a Prayer”… ¡Qué intenso recuerdo!... a esas alturas de la
noche estábamos tendidos sobre la alfombra y ella realizaba una intensa
felación. Era mi primera vez y poco me importó el preguntarme de por qué lo
hacía tan bien. La verdad, me daba lo mismos si hubo otros antes que yo; su
boca, lengua y labios, estaban realizando una tarea que me tenía al borde del
éxtasis... Entonces se detuvo y se montó sobre mí… Fue un estallido intenso,
arrebatado y colmado de asfixias que ella acentuó estrangulando sutilmente mi
garganta… Quedó marca de ello y debí usar un beatle por una semana (prenda muy
de moda por esos años).
Volví a llenar la copa. Aunque algo
adormecido por el vino, los recuerdos venían a mi mente con más lucidez. Ahora
recuerdo que dejé una marca en uno de sus sutiles pechos, un “chupón” que le
duró varios días. Lo sé porque nos reunimos más de una noche, repitiendo el
ritual de besos, felaciones y sexo intenso.
Veinte años habían pasado desde
aquellas noches, tras las cuales nunca más la volví a ver. Pensaba en ella
mientras seguía oyendo música añeja; Phil Collins sonaba en ese momento. Recuerdo
que ella me hizo un strip tease con esa lenta melodía; mi corazón latía
intensamente y no la dejé terminar. La tomé en el aire y como si fuera algo
hecho siempre, abrazó mi cintura con sus piernas y devoró mi ser, arqueando la
espalda para sentirlo más adentro…
Una lágrima corrió por mi mejilla
mientras la recordaba. Tomé mi teléfono, pero no tenía su número. Entonces
recurrí al infalible Facebook; no debía haber muchas mujeres con su nombre,
aunque solo recordaba un nombre y un apellido… ¡Había como cien mujeres con ese
nombre!…
Una fotografía llamó mi atención.
Me recordó a mi madre. Tenía su misma mirada y las margaritas en sus mejillas. Comencé
a ver sus fotografías. Las clásicas fotografías de jovencitas, donde toman el
celular con ambas manos y su rostro cubre el 70% de la imagen…, hasta que
tropecé con una en que abrazaba a su madre… Era ella, no cabía duda al
respecto; la madre de aquella jovencita era mi primer amor. NO fue el único “amor”,
pero sin duda fue la que dejó mayor huella en mí.
Intenté encontrar más información
de ella; busqué entre las amistades de la joven para saber si tenía una cuenta,
pero no encontré nada. Respecto de la joven, vi fotografías de una casa; amplié
la imagen y ya tenía un número… A esas alturas me sentía como todo un
detective. ¡Es increíble lo estúpido que uno se puede volver tras algunas copas
de vino!.
Al día siguiente, algo más lúcido,
tomé mi automóvil y recorrí los 150 km que nos separaban. Aunque no tenía el
nombre de la calle, emplee una estrategia que no podía fallar, me fui en zig-zag
entre las cuadras que se correspondían con la numeración. Primero las de norte
a sur, y luego las de este a oeste y “Bingo”, encontré la casa de la
fotografía. Entonces caí en cuenta de que no sabría cómo llegar. Tal vez podría
preguntar por una “doña Juanita” o “doña Mercedes”, como opción para buscar un
diálogo más prolongado. Tal vez solo debía presentarme. ¿Y si un sujeto me
abría la puerta?, peor ¿Y si ella abría la puerta?...
Mientras pensaba en qué decir,
bajé del automóvil y encendí un cigarrillo. Hacía meses que no fumaba, pero la
ocasión lo ameritaba; era lo único que me calmaba los nervios en momentos de
mucha tensión.
Cuando ya tenía claro lo que iba
a decir, siento una voz que se me hacía conocida, pronunciando mi nombre; un
escalofrío recorrió mi espalda. Para cuando voltee sentí un golpe de caída; ella se había desmayado. Corrí a
auxiliarla; con la mano le abanicaba, pero ello no surtía resultado alguno.
Sentí que la gente se aglomeraba a mí alrededor, mientras yo sostenía su
cabeza. Un grito me hizo presumir que su hija había llegado. Me ofrecí a
cargarla hasta la casa. Tal vez ella había subido de peso desde aquella vez en
que abrazó mis caderas con sus piernas, o tal vez yo me había vuelto débil.
Alguien más notó mi falta de fuerza y me ayudó en el traslado. Una vez que la
tendimos sobre el sofá, la joven le acercó un vaso con agua y ella bebió sin
abrir los ojos. Yo me iba a retirar cuando le oí hablar. Me detuve unos
instantes para prestar atención a lo que decía y sus palabras fueron: “Hija, creo
haber visto un fantasma; alguien que me causó mucho dolor… Creo haber visto a
tu padre”…
Abrí los ojos en una habitación
de paredes blancas y mucha luz; por alguna extraña razón imaginé que estaba en
el limbo, pero el verme rodeado de más gente (en especial una que olía muy
mal), asumí que seguía en el mundo de los vivos… En esos momentos solo tenía
cabeza para preguntarme qué día era y cuánto me iba a costar tan prolijo cuidado…
Una palabra hacía eco en mi
cabeza: “Padre”… ¿Es que acaso ella…?... ¿Pero por qué no me lo dijo? ¿Acaso no
me amaba de la forma en que me lo había hecho sentir? ¿Acaso le hice sentir que
conmigo no tenía futuro?...
Tras un par de días hospitalizado,
sin recibir visita alguna, fui dado de alta. EL doctor me dio algunas
recomendaciones y una onerosa factura…
“onerosa factura”… recién ahí caí
en la cuenta de qué podría haberme separado de ella; siempre me quejé por las
cuentas, por el dinero que gastaba… Hasta el hecho de tener un vino “escondido”
solo para mí, era reflejo de mi obsesión con el ahorro. Recuerdo que la última
noche le dije que no estaba preparado para armar una familia, que mis ingresos
apenas cubrían mis gastos, que no podía sostener una relación estable y menos
pensar en formar una familia con hijos, mascota de por medio…
No le permití pronunciar palabra
alguna, a pesar de notarla angustiada. Probablemente esa noche pensaba
confesarme que seríamos padres, pero por mi estúpido individualismo no le
permití abrirme su corazón o contarme sus temores…
Ha pasado una semana y nuevamente
junto al fuego, copa en mano, intento digerir esta verdad que me ha sido
revelada. Suena el timbre y aunque es algo tarde, me dirijo a la puerta a ver
quién toca; me entregan una citación al tribunal.
Tras veinte años de vivir sin
saber que tenía una hija, ahora debo hacerme cargo de su manutención, pagar sus
estudios, y pagar los años de ausencia…
A estas alturas el dinero da lo
mismo, el desengaño es lo que más duele. Por un instante pensé que podría
recuperar el tiempo perdido, formar una familia; familia que tantas veces eludí
formar por miedo, o tal vez por evitar apremios económicos, ya acostumbrado a
mi eterna soltería…
Acudí a la audiencia y tras ver
los fríos números, puse en venta mi departamento; deposité en la cuenta del
tribunal lo que obtuve por este y me dejé algo de dinero para comprar una
cuerda. Es navidad y una vez más no tengo con quién compartir las fiestas;
tampoco cuento con un espacio para invitar algunos de los pocos amigos que me
quedan. Entonces me dirijo al parque, trepo un árbol y ato un extremo de la
cuerda.
Desde aquí se ve la ventana de mi
departamento, la observo mientras me balanceo al ritmo del viento; se extingue
mi aliento pero mis ojos siguen fijos en aquél lugar donde viví tantas
pasiones, tantos bellos momentos y tantas ausencias. Ya no oigo el viento, solo
siento mi cuerpo entumecido de la cabeza a los pies. Intento arrepentirme;
deshacer el nudo que se ata a mi cuello, pero no tengo fuerzas para mover mis
brazos. El horizonte se vislumbra lejano y la luz se extingue lentamente a
pesar de ser mediodía. Ya no siento mis manos y mi último pensamiento se lo
dedico a ella, a ese baile en que se despojó de sus ropas y me hizo sentir el
hombre más fantástico de la tierra…