martes, 20 de diciembre de 2016

Amores del pasado

Los años no pasan en vano y, aunque finjamos que la soledad no nos afecta, en pequeños detalles visualizamos situaciones, vivencias o momentos pasados, al tiempo que nuestro corazón se va ablandando, comenzando a sentir nostalgias por cosas que antes nos eran indiferentes.
En la soledad de la noche, frente al televisor, di con un canal de música que me transportó a los maravillosos años ‘80. Una época colmada de promesas musicales y nacientes grandes artistas; de innovaciones tecnológicas que nos permitían disfrutar de sonido e imagen, los cuales eran muy bien aprovechados por esos visionarios compositores e intérpretes, ávidos de la esquiva fama y bienestar económico.
Descorché uno de mis vinos favoritos, aquél que guardo oculto tras otros más corrientes, y que solo bebo en la intimidad que me brindan las noches de lluvia junto al fuego. Llovía, y bastante; yo casi me había dormido disfrutando de la primera copa, recordando esos maravillosos años. Instintivamente acaricié la alfombra donde por vez primera disfruté de la desnudez de una mujer. Ambos éramos jóvenes, con escasa experiencia. Recuerdo que me temblaban las manos, las que torpemente no atinaban a quitarle el brasier mientras me besaba con inusitada efusividad; ella notó la torpeza de mis dedos y, con un ligero movimiento, hizo saltar la prenda dejando al descubierto sus redondos y turgentes pechos. La erección de sus pezones era una tentación irresistible; tal vez demoré mucho en llevármelos a la boca y ella tomó la iniciativa de atraer mi cabeza hacia ellos… No sabía si succionar o morderlos; tenía miedo de acabar con la magia del momento, pero ella me tuvo paciencia, o tal vez, pudieron más sus ansias y me guió en cada movimiento.
Un suspiro huyó de mi pecho, mientras los recuerdos iban y venían. Bebí otro sorbo de vino, ya casi llegaba al final de la copa. Avivé el fuego mientras los temas musicales habían pasado del rock a los lentos. Lionel Richie aparecía en escena, delgado, con su crespo cabello y su característico bigote... Recuerdo que esa noche bailamos desnudos frente al fuego, precisamente al ritmo de esa canción cuyo título no recuerdo, solo el “Uoho…!” del coro…
Cambió la música en la tv; Madonna y su “Like a Prayer”… ¡Qué intenso recuerdo!... a esas alturas de la noche estábamos tendidos sobre la alfombra y ella realizaba una intensa felación. Era mi primera vez y poco me importó el preguntarme de por qué lo hacía tan bien. La verdad, me daba lo mismos si hubo otros antes que yo; su boca, lengua y labios, estaban realizando una tarea que me tenía al borde del éxtasis... Entonces se detuvo y se montó sobre mí… Fue un estallido intenso, arrebatado y colmado de asfixias que ella acentuó estrangulando sutilmente mi garganta… Quedó marca de ello y debí usar un beatle por una semana (prenda muy de moda por esos años).
Volví a llenar la copa. Aunque algo adormecido por el vino, los recuerdos venían a mi mente con más lucidez. Ahora recuerdo que dejé una marca en uno de sus sutiles pechos, un “chupón” que le duró varios días. Lo sé porque nos reunimos más de una noche, repitiendo el ritual de besos, felaciones y sexo intenso.
Veinte años habían pasado desde aquellas noches, tras las cuales nunca más la volví a ver. Pensaba en ella mientras seguía oyendo música añeja; Phil Collins sonaba en ese momento. Recuerdo que ella me hizo un strip tease con esa lenta melodía; mi corazón latía intensamente y no la dejé terminar. La tomé en el aire y como si fuera algo hecho siempre, abrazó mi cintura con sus piernas y devoró mi ser, arqueando la espalda para sentirlo más adentro…
Una lágrima corrió por mi mejilla mientras la recordaba. Tomé mi teléfono, pero no tenía su número. Entonces recurrí al infalible Facebook; no debía haber muchas mujeres con su nombre, aunque solo recordaba un nombre y un apellido… ¡Había como cien mujeres con ese nombre!…
Una fotografía llamó mi atención. Me recordó a mi madre. Tenía su misma mirada y las margaritas en sus mejillas. Comencé a ver sus fotografías. Las clásicas fotografías de jovencitas, donde toman el celular con ambas manos y su rostro cubre el 70% de la imagen…, hasta que tropecé con una en que abrazaba a su madre… Era ella, no cabía duda al respecto; la madre de aquella jovencita era mi primer amor. NO fue el único “amor”, pero sin duda fue la que dejó mayor huella en mí.
Intenté encontrar más información de ella; busqué entre las amistades de la joven para saber si tenía una cuenta, pero no encontré nada. Respecto de la joven, vi fotografías de una casa; amplié la imagen y ya tenía un número… A esas alturas me sentía como todo un detective. ¡Es increíble lo estúpido que uno se puede volver tras algunas copas de vino!.
Al día siguiente, algo más lúcido, tomé mi automóvil y recorrí los 150 km que nos separaban. Aunque no tenía el nombre de la calle, emplee una estrategia que no podía fallar, me fui en zig-zag entre las cuadras que se correspondían con la numeración. Primero las de norte a sur, y luego las de este a oeste y “Bingo”, encontré la casa de la fotografía. Entonces caí en cuenta de que no sabría cómo llegar. Tal vez podría preguntar por una “doña Juanita” o “doña Mercedes”, como opción para buscar un diálogo más prolongado. Tal vez solo debía presentarme. ¿Y si un sujeto me abría la puerta?, peor ¿Y si ella abría la puerta?...
Mientras pensaba en qué decir, bajé del automóvil y encendí un cigarrillo. Hacía meses que no fumaba, pero la ocasión lo ameritaba; era lo único que me calmaba los nervios en momentos de mucha tensión.
Cuando ya tenía claro lo que iba a decir, siento una voz que se me hacía conocida, pronunciando mi nombre; un escalofrío recorrió mi espalda. Para cuando voltee sentí un golpe  de caída; ella se había desmayado. Corrí a auxiliarla; con la mano le abanicaba, pero ello no surtía resultado alguno. Sentí que la gente se aglomeraba a mí alrededor, mientras yo sostenía su cabeza. Un grito me hizo presumir que su hija había llegado. Me ofrecí a cargarla hasta la casa. Tal vez ella había subido de peso desde aquella vez en que abrazó mis caderas con sus piernas, o tal vez yo me había vuelto débil. Alguien más notó mi falta de fuerza y me ayudó en el traslado. Una vez que la tendimos sobre el sofá, la joven le acercó un vaso con agua y ella bebió sin abrir los ojos. Yo me iba a retirar cuando le oí hablar. Me detuve unos instantes para prestar atención a lo que decía y sus palabras fueron: “Hija, creo haber visto un fantasma; alguien que me causó mucho dolor… Creo haber visto a tu padre”…
Abrí los ojos en una habitación de paredes blancas y mucha luz; por alguna extraña razón imaginé que estaba en el limbo, pero el verme rodeado de más gente (en especial una que olía muy mal), asumí que seguía en el mundo de los vivos… En esos momentos solo tenía cabeza para preguntarme qué día era y cuánto me iba a costar tan prolijo cuidado…
Una palabra hacía eco en mi cabeza: “Padre”… ¿Es que acaso ella…?... ¿Pero por qué no me lo dijo? ¿Acaso no me amaba de la forma en que me lo había hecho sentir? ¿Acaso le hice sentir que conmigo no tenía futuro?...
Tras un par de días hospitalizado, sin recibir visita alguna, fui dado de alta. EL doctor me dio algunas recomendaciones y una onerosa factura…
“onerosa factura”… recién ahí caí en la cuenta de qué podría haberme separado de ella; siempre me quejé por las cuentas, por el dinero que gastaba… Hasta el hecho de tener un vino “escondido” solo para mí, era reflejo de mi obsesión con el ahorro. Recuerdo que la última noche le dije que no estaba preparado para armar una familia, que mis ingresos apenas cubrían mis gastos, que no podía sostener una relación estable y menos pensar en formar una familia con hijos, mascota de por medio…
No le permití pronunciar palabra alguna, a pesar de notarla angustiada. Probablemente esa noche pensaba confesarme que seríamos padres, pero por mi estúpido individualismo no le permití abrirme su corazón o contarme sus temores…
Ha pasado una semana y nuevamente junto al fuego, copa en mano, intento digerir esta verdad que me ha sido revelada. Suena el timbre y aunque es algo tarde, me dirijo a la puerta a ver quién toca; me entregan una citación al tribunal.
Tras veinte años de vivir sin saber que tenía una hija, ahora debo hacerme cargo de su manutención, pagar sus estudios, y pagar los años de ausencia…
A estas alturas el dinero da lo mismo, el desengaño es lo que más duele. Por un instante pensé que podría recuperar el tiempo perdido, formar una familia; familia que tantas veces eludí formar por miedo, o tal vez por evitar apremios económicos, ya acostumbrado a mi eterna soltería…
Acudí a la audiencia y tras ver los fríos números, puse en venta mi departamento; deposité en la cuenta del tribunal lo que obtuve por este y me dejé algo de dinero para comprar una cuerda. Es navidad y una vez más no tengo con quién compartir las fiestas; tampoco cuento con un espacio para invitar algunos de los pocos amigos que me quedan. Entonces me dirijo al parque, trepo un árbol y ato un extremo de la cuerda.

Desde aquí se ve la ventana de mi departamento, la observo mientras me balanceo al ritmo del viento; se extingue mi aliento pero mis ojos siguen fijos en aquél lugar donde viví tantas pasiones, tantos bellos momentos y tantas ausencias. Ya no oigo el viento, solo siento mi cuerpo entumecido de la cabeza a los pies. Intento arrepentirme; deshacer el nudo que se ata a mi cuello, pero no tengo fuerzas para mover mis brazos. El horizonte se vislumbra lejano y la luz se extingue lentamente a pesar de ser mediodía. Ya no siento mis manos y mi último pensamiento se lo dedico a ella, a ese baile en que se despojó de sus ropas y me hizo sentir el hombre más fantástico de la tierra…

domingo, 13 de noviembre de 2016

La llamada

Era un día soleado y yo me preparaba para salir cuando sonó el teléfono, después de varios meses de ausencia ella me volvía a hablar. Su distanciamiento había sido mi culpa; no supe comprender sus silencios o lo que me comunicaba con sus palabras.
Ella nuevamente me estaba abriendo la puerta a su mundo, a su vida y yo, entré temeroso; no quería arruinarlo nuevamente. Yo, que era tan seguro de mí, por primer vez titubeaba y no me agradaba esa sensación de inseguridad, inseguridad que también ella debió haber experimentado la primera vez que charlamos y me abrió su corazón.
Inicialmente hablamos de cosas cotidianas, yo tenía dudas de si ella volvería a confiar en mí, así es que tampoco preguntaba cosas demasiado personales; una vez más ella dio el primer paso y me contó de sus actividades durante este tiempo, de sus viajes y de sus nuevas creaciones. Ella era una artista y sus obras eran expuestas en galerías de arte contemporáneo, donde además podía comercializarlas a buen precio, dado que estas solo abrían sus puertas a un público ávido de adquirir obras nuevas, pero de calidad.
Mientras charlábamos me conecté a la web y pude ver fotografías de su última exposición (y de ella también). Aunque sus obras eran impresionantes, yo solo tuve ojos para ella. Sus labios, su sonrisa; esa mirada dulce y pausada, serena y colmada de ternura. No cabía duda de que seguía causando un efecto cautivador en mí.
Suspiré, sin medir que todavía estaba al teléfono y ella dejó de hablar. ¿Me habría escuchado? Balbucee algunas palabras, retomé la conversación y le manifesté que estaba viendo las imágenes de su última exposición. Me pareció oír una sonrisa; ¡me encantaba oírla sonreír!
Entonces todo fluyó mágicamente, las palabras, el diálogo; como si nuevamente fuéramos los mejores amigos, como si nuevamente estuviésemos juntos.
Tras una hora al teléfono y varias anécdotas intercambiadas, quedamos de volvernos a reunir (en territorio neutral, ya que nadie sabía qué podía pasar; aunque lo adivinábamos muy bien).
Colgué el teléfono y seguí observando las fotografías. La desvestí una y mil veces, como en el pasado había hecho. Recorrí sus lunares y me vi reflejado en sus ojos, como cuando con sus piernas abrazaban mi cintura. Le hice el amor una vez más, sin que ella se enterase. Me preguntaba si tras colgar el teléfono ella seguiría pensando en mí, ¿O tal vez pensaría que fue un error el haberme llamado?; no tenía cabeza para pensar en ello, aún sentía el aroma de su piel junto a mí, percibía como sus labios se humedecían con mis besos y mis caricias, sentía la sutileza de sus piernas cuando las acariciaba con mis mejillas, sentía como arqueaba su espalda cuando mis dedos se deslizaban por ella y mis labios provocaba su ambrosía.
Algo no estaba bien. Ella solo me había llamado y yo ya me veía sumergido entre sus sábanas. Además, aún estaba el detalle de que yo la había herido y no sabía si ella me había perdonado. No podía pensar bien, eran muchas emociones juntas como para tener la serenidad que necesita mi mente, mi fría y poco ordenada mente. Demasiado disperso como para merecerla, pero a la vez demasiado imprevisible; lo suficiente como para sorprenderla cada amanecer.
Ella dio el primer paso, ahora qué haría yo. ¿Le devuelvo la llamada? ¿Tomo el primer avión y corro a sus brazos?, aunque no sé si sigue sola, si ya me olvidó entre otros brazos o si alguien más acaricia su mejilla y le besa sutilmente el lóbulo de su oreja, cada amanecer.
No puedo pensar bien, solo pienso en su piel, en cada vez que hicimos el amor y ella se estremeció entre mis brazos. Tal vez por eso se marchó, tal vez no necesitaba un amante ávido de sexo y placer, tal vez necesitaba alguien que la oyera, que prestara atención a sus inquietudes y disipara sus dudas; en eso siempre fallé. A decir verdad, nunca he sido muy bueno para oír, para prestar atención a lo que quieran mostrar y sólo me centro en mis propios intereses; ese es mi pecado mortal. Me pregunto, si ella sabía tan bien cuales eran mis defectos, ¿por qué estuvo a mi lado?
Volví a la web, a revisar las imágenes de sus exposiciones, de sus obras y allí estaba la respuesta que buscaba: Las flores en su primer cuadro son las que le di cuando la conocí. La doncella junto al lago tenía una esclava en su tobillo, idéntica a la que le obsequié en navidad, una que tenía una pequeña esfera con forma de ojo, situada a medio camino entre su tobillo y un dedo del pie. Los aretes de la chica del balcón, son los que ella llevaba la noche de nuestra primera cita. La botella de vino en su obra “la cena”, es el vino que llevé a su casa esa noche en que por vez primera hicimos el amor…
Ella me amaba, me seguía amando. ¿Y yo?, ¿qué había hecho durante este tiempo que representara lo que por ella sentía?, ¿acaso había algo significativo en mi vida, que la hiciera sentir recordada?; ella estaba colmada de detalles, de gestos en que yo estaba presente. Busqué en mi memoria, entre mis letras, entre mis recuerdos, en mi playlist y sí, ahí estaba ella presente, tan presente como si nunca se hubiese marchado.

Por fin comprendí lo que tantas veces sus silencios me gritaban y yo no supe oír.

domingo, 16 de octubre de 2016

Inocencia y pasión

Aún recuerdo la primera vez en que la vi; el viento jugueteaba con sus cabellos y a ella parecía no incomodarle, tenía la vista fija en el horizonte como si esperase a alguien importante.
- Disculpe, ¿Me puede decir la hora? – manifestó.
Me hablaba a mí. Tenía una voz dulce y melodiosa que armonizaba perfectamente con sus ojos claros, sus pálidas mejillas y su tierna sonrisa. Durante algunos instantes la miré fijamente a los ojos, como si no hubiera entendido la pregunta.
La hora – recalcó - ¿Me puede decir la hora por favor? – Reiteró.
- Faltan 5 minutos para el mediodía. – Manifesté.
Tras mi respuesta, se le descompuso el rostro y una solitaria lágrima rodó por su mejilla. Me aproximé a ella y le di un abrazo; en ese instante estalló en llanto, maldijo, me dio golpes de puño en el hombro ante lo cual, decidí abrazarla con mayor intensidad. Al sentir mi abrazo se tranquilizó, pidió disculpas y se apartó de mí; pensé que sería la última vez que la vería y cuando volteé para preguntar su nombre, había desparecido entre la gente que circulaba por los alrededores.
Pasaron algunas semanas y me volví a encontrar con ella, sospecho que también me había reconocido, el rubor de sus mejillas me hizo pensar que así fue, pero pasó por mi lado sin pronunciar palabra alguna.
Un mes después nuestros caminos se volvieron a cruzar; esta vez yo pasé a la ofensiva, me paré frente a ella y cuando alzó la vista se encontró con que yo la estaba observando.
-Me llamo Miguel – Manifesté.
Ella balbuceó algunas palabras ininteligibles y continuó su camino. Yo no podía creer que me hubieran rechazado por segunda vez. La observé mientras se retiraba, por si se volteaba a verme, pero debe haberlo sospechado y mantuvo la fría actitud de la vez anterior.
Yo no sé de qué forma se me habrá desfigurado el rostro tras ese desaire, pero lo que sí tenía claro es que tras ese nuevo rechazo, debía evitar cruzarme en su camino. Si ser ignorado parecía penoso, más lo podía ser el que me pusiera la etiqueta de acosador.
Para la siguiente vez que la divisé a lo lejos, crucé la calzada y tomé un rumbo diferente. No sé si lo notó, aunque dado los rechazos anteriores, creo serle indiferente. Me dirigí a un café tradicional, y ya que me quedaban algunos minutos de tiempo libre, bebí con calma mientras leí la sección de economía; ahí sentí una voz que me llamaba por mi nombre, era ella, me había seguido hasta el café y buscaba hablarme.
Fue al mesón, pidió un café y se sentó frente a mí. Me manifestó que el primer día, aquél en que la conocí, esperaba a su pareja; debían reunirse para emprender un viaje. Ella había dejado su hogar, su familia y su pequeño hijo por ir tras el hombre que le arrebató el corazón, aquél que le cumpliría todos los sueños y le haría volar hasta el cielo, sin despegar los pies de la tierra. La realidad fue distinta, cruelmente distinta. El sujeto resultó ser un estafador que seducía mujeres, las enamoraba, les pedía dinero y cuando lograba su objetivo, desaparecía.
Mientras ella salía a reunirse con su amante, había dejado una carta dirigida a su marido, en que le explicaba las razones de su ausencia. Pero su amante no llegó, la dejó plantada; ya era tarde para deshacer sus acciones y fingir que nada había sucedido.
Según me siguió relatando, ella volvió a su hogar totalmente humillada, no sin antes haber pasado a hablar con su abogado. Fue directa y clara al manifestar que no deseaba seguir con su matrimonio, que había recapacitado sobre su actuar, que jamás buscó irse tras un canalla que en realidad solo la había estafado de la manera más ruin y miserable, y que si había regresado era para buscar algunas prendas de vestir, ya que se mudaría a un hotel.
Bebió otro sorbo de café y me miró a los ojos… Cuando se encontró conmigo por segunda vez, acababa de firmar el divorcio, era un pésimo día ya que su ex marido no solo le había quitado a su pequeña, sino que además una buena parte de su dinero, el cual había ahorrado con mucho esfuerzo, trabajo y dedicación. Ahora que ya había ordenado su vida, su espacio y sus prioridades, solo le restaba disculparse conmigo por su actitud.
Me recordaba, y lo que es más, buscaba hablar conmigo. Esa mañana no me presenté a trabajar, charlar con ella era lo único que me importaba en la vida.
Continuamos frecuentándonos, siempre en el mismo café y a la misma hora. Nuestros horarios de trabajo eran similares y eso me permitía disfrutar mejor de su compañía, sin la presión del tiempo (aunque la oficina donde ella trabajaba quedaba algo más apartada, razón por la cual debía retirarse unos instantes antes).
Yo la amé desde el primer día y ella parecía saberlo, sin embargo, tras un fallido matrimonio, un amor fugaz que le destrozó el corazón y la dejó en una posición desmejorada, era muy probable que sólo buscara un amigo, un paño de lágrimas, y no una nueva pareja.
Transcurrieron los días, las semanas y los meses. Intenté sacarla de mi corazón, pero eso me era imposible; se clavó como una espina en él, y de esa misma forma dolía. En cuanto a ella, jamás dio pie para el romance; sentía aprecio y amistad, pero no llegaría más allá de ello.
Sentí que no era justo sufrir de esta manera, así es que en la oficina pedí que me trasladaran a otra ciudad; yo era un “buen elemento” y además, ofrecí irme por menor renta. Mi jefe comprendió mi situación y me apoyó. Junto con mudarme, cambié mi número telefónico. Al despedirme de ella (como lo hacía siempre), le dejé un sobre con una carta en que explicaba mi actuar. Le pedía en la misma, que no me buscara nuevamente.
Fueron semanas tristes, de días grises y paseos sin rumbo; el simple aroma del café me recordaba nuestras charlas, y su angelical sonrisa. La seguía amando, de eso no cabía duda, pero debía olvidarla…
En la oficina conocí a una dama, una mujer un tanto mayor que mostró serio interés en mí. Yo no estaba para romances, pero un día de copas cedí a sus encantos e insistencias. Amanecimos en su departamento; fue una noche de intensa pasión en que me hizo recordar todo lo que sentía por la mujer que había dejado atrás, y a la vez me hizo sentir como si estuviera amando a esa mujer.
Yo no había contado a nadie de mi decepción amorosa, pero ella parecía saber cómo yo me sentía. Me facilitó tanto las cosas, que reaccioné después de haberle hecho el amor como jamás lo había hecho con mujer alguna.
Esa mañana en que amanecí en su departamento, mientras ella tomaba una ducha, vi que tenía algunas fotografías en la pared; al observar con detención palidecí al reconocer la chica que aparecía junto a mi amante. ¿Es que acaso sería su hija?
Cuando ella salió del baño, me sorprendió con una de las fotografías entre mis manos. Es mi hija – Manifestó – Yo enmudecí y por la cara que puse, imagino que ella adivinó que nos conocíamos. No pude callar, le conté toda mi verdad. Como la había conocido y de la forma en que me había enamorado de ella.
Alice (que es como se llamaba mi amante), reaccionó bastante bien a mi relato. Me abrazó y me estrechó contra su pecho. Tomó mi rostro entre sus manos y tras un sutil beso manifestó:
“Yo sé que no soy como mi hija, que tengo varios años más que ella y una vitalidad que está comenzando a mermar con el paso del tiempo, pero si te sirve de algo, siempre estaré para ti; no solo tendrás disponible un espacio en mi lecho, sino que además, te puedo acoger en mi corazón. No te pido que me ames, yo ya viví el amor; solo pido disfrutar de tu compañía, de noches intensas y amaneceres fugaces…”
Jamás hubiera imaginado que cosas así sucedieran en la vida real, pero me estaba pasando. Mientras ella hablaba la miré fijamente a los ojos, y sentí la sinceridad de sus palabras. Si bien yo no la amaba, y ella no pedía que lo hiciera, mi corazón latía fuerte en su presencia.
Con el transcurrir del tiempo, me mudé a su departamento. No nos amamos, pero nos complementamos tan bien, que pareciera haber sido ella la mujer que tanto anhelé; y yo para ella, el hombre que la hizo sentir viva otra vez (cada noche y cada amanecer)…



martes, 4 de octubre de 2016

Tras un imposible

Muchos creían que yo no era de correr riesgos, que me mantenía en mi zona de confort esperando que las cosas sucedieran, que llegaran a mí. Tal vez, solo tal vez, tenían algo de razón.
Yo había crecido en un pequeño poblado donde, por ser todos conocidos, nos sentíamos muy seguros y apoyados en  nuestro actuar; parecía ser que no tomábamos mucha conciencia de lo que nuestras acciones causaban. Con el correr de los años salí al mundo exterior, un ambiente más hostil y competitivo que el habitual, pero confiaba en mis méritos, así es que pude estabilizarme en un trabajo, tener mi independencia y darme maña para algunos “vicios”. Es así que vagando por las redes sociales, usando un léxico del tiempo de mis abuelos (quienes me criaron), alguien me llamó la atención; manifestó que mi planteamiento era erróneo. Aclaré el punto y desde ese día me di a la labor de averiguar quién era esa doncella. Comenzamos un fluido diálogo por mensajería interna, claramente buscaba seducirme; sin duda alguna, era lo suficientemente atractiva como para no pasar desapercibida ante mis ojos.
Con el correr del tiempo, comenzamos a enviarnos mensajes de propuestas con énfasis en situaciones sexuales; tanto sus hormonas como las mías estaban en sintonía, en rebelde sintonía. Aunque yo estaba libre, ella ya había comenzado una vida junto a alguien más; un sujeto que se esmeraba en hacerla feliz, en rodearla de comodidades que no le satisfacían del todo, ella quería algo más.
La distancia era un inconveniente no menor, pero mi independencia y mis pocos vicios me dejaban espacio para el ahorro. Tomé un avión y viajé a sus tierras, a su país.
Llegué sin avisar, con unas cuantas prendas de vestir en la maleta, y muchas ilusiones de que ella cumpliera sus propuestas al pie de la letra (y así fue).
En el aeropuerto tomé un taxi que me llevó al hotel, el cual se convertiría en mi base y nido de amor. Luego me di a la tarea de dar con su domicilio; no fue fácil dado que vivía en los suburbios, en un barrio residencial acomodado.
Me aposté en una esquina con buena visual hacia su domicilio y esperé que todos se marcharan de casa; ella quedaría sola. Tomé mi celular y le envié un mensaje, la convencí de salir a la puerta de su casa y me presenté de improviso; enmudeció de la sorpresa. Tras algunos instantes, y luego de observarme de pies a cabeza, incrédula y confundida aún, me invitó a pasar a su casa. En tanto la puerta se cerró, se abalanzó a mis brazos y me dio un intenso y pasional beso; debí contener mis manos que ya iban de medio camino hacia sus pechos, no pude evitar asirla por las nalga y estrecharla contra mi pelvis, a esas alturas, bastante abultada.
No sé qué fue primero ni en qué orden fueron cayendo nuestras vestimentas, solo sé que terminamos desnudos sobre la alfombra, cada uno cumpliendo con el ritual tantas veces descrito en nuestras conversaciones. Nos besamos mutuamente, recorriendo con los labios las partes más sensibles de nuestros cuerpos; realmente era una bomba de pasión, dispuesta a estallarme en el rostro.
Esa mañana fue intensa, pero nada me hacía adivinar lo que sucedería en la noche. Su pareja debió salir de la ciudad y ella fue a mi hotel; vestía un traje negro de dos piezas con sutiles e insinuantes transparencias, su cabello estaba suelto y su mirada me desnudó al primer parpadeo. Cenamos en la habitación, ella era el postre. Esta vez disponíamos de un espacio más cómodo y sin la presión de que alguien pudiera llegar de improviso.
Comencé besando su cuello y retirando con calma todo aquello que estorbara al recorrido de mis labios. Me detuve algunos intensos momentos, besando bajo su vientre; provocando su incontenible lascivia. Su cuerpo se arqueaba y parecía faltarle el aire cuando un solitario “tómame” huyó de su pecho, mitad gemido, mitad espasmo. Arremetí con pasión, con inusitada pasión, hasta que al unísono logramos conquistar ese efímero pero intenso último gemido.
Esa fue la primera de varias noches, mi hora de partir se acercaba y ella quería aprovechar cada instante junto a mí. Apenas y me sostenían mis piernas; era fogosa como ninguna otra y asumo que cumplí con la expectativa que, a la distancia, había generado.
Tras mi regreso seguimos en contacto por algunos meses; ahora espero que ella viaje y se quede a mi lado. Su pareja se marchó con otra. Ya era libre de partir a mi encuentro.


sábado, 30 de julio de 2016

Es ella

Cierro los ojos y la veo frente a mí,
sus cabellos castaños caen sobre sus hombros,
y un sutil escote me permite ver su cuello.
La miro, me sonríe, y toda su pena muere
en la pausa de un abrazo.

Me abraza y no me suelta,
y yo tampoco quiero que me suelte;
quiero cobijarla junto a mi pecho,
y que sienta como mi corazón late de alegría
cuando está cerca de mí.

Es tarde, casi amanece y ella sigue aquí,
clavada en mi pecho, aunque esté de cuerpo ausente.
Clarea el alba y los primeros rayos de luz
traen a mí su sonrisa, diáfana y etérea.
Ya no quiero despertar si ella no está.

Me levanto y miro las nubes
razgadas por un suspiro de cielo.
Ella vendrá, lo sé, mi corazón lo siente.
Alguien toca la puerta, es ella,

la abrazo y le robo un apasionado beso.

La Adopción

Yo ya tenía mis años vividos, pero sentía que algo le faltaba a mi vida, y si bien, amaba a quien compartía mi lecho, mi espíritu intranquilo necesitaba algo más; una amiga o confidente que me escuchara y me tendiera una mano en momentos de crisis. Y es que sí, necesitaba una amiga incondicional, que no se enamorara de mí, pero que a la vez me quisiera a tal punto, que soportara mis idioteces y que a pesar de la distancia, la sintiera cercana (y ella a mí).
Cierto día, una desgracia sacudió al continente y me recordé de una dulce joven de nobles palabras, que vivía en el epicentro mismo de la catástrofe. Le escribí un mensaje, el cual ella respondió cordialmente. Así nació un intercambio de mensajes que día a día nos iban aproximando. Ya la distancia y nuestras vidas no eran un impedimento como para compartir nuestras penas, o vibrar con nuestras alegrías.
¿Suena raro que quiera compartir intimidades con alguien que jamás había visto? A mí me parecía muy raro, pero ahí estaba; contando de mi familia, mis logros, penas y más, así como ella me compartía las suyas.
¿Y qué rol jugaba mi pareja entonces? Pues bien, ella tenía todo lo demás. Mi corazón, mi tiempo, mi piel, y mi muy especial forma de hacerla sentir amada, querida y admirada. Pues sí, la amaba y admiraba.
¿Y es que no confiaba en ella? La verdad, no al punto de contar ciertos anhelos y ciertas aspiraciones. Yo quería crecer expresando mi sentir en letras, y ella no sería el juez objetivo que yo buscaba; en cambio mi amiga, ella jamás sentiría mi piel, mis risas y rabias, ella vería de mí lo que yo quisiera exteriorizar. Precisamente esa parte de mí que nadie, además de mi pareja, habían logrado ver.
¿Y por qué? Desde la primera vez que me rompieron el corazón, apenas entrando a la adolescencia, sentí las ganas de escribir, en verso o en prosa, aquello que me desgarraba por dentro. Era una necesidad insatisfecha. No lo hice en ese entonces por temor al ridículo, pero ahora tenía las herramientas para hacerlo en forma anónima y discreta. Dedicar letras de amor a musas imaginarias, es la peor pesadilla para una mujer enamorada. Ahí es que mi amiga jugó un rol importante.
De ella nació la propuesta, que la adoptara como su hermana. Yo jamás había tenido una hermana real y esa propuesta me pareció genial. Sin dudarlo acepté y poco a poco comenzamos a compartir temas personales, del alma, de la vida, de nuestras vidas en pareja. Poco tardó en conocerme por completo, pero yo, yo sentía que poco sabía de ella.
La vida transcurrió, tomamos distancia y cuando uno estaba mal, recurría al otro. Un mensaje llevaba al otro y así eran horas de charla virtual, de contar anécdotas, alegrías, penas, éxito y fracasos. Me conocía tan bien como mi pareja, pero ella era mi hermana de otra sangre, una que llegó a mi vida no para tocar mi corazón, sino que para compartir y apoyar, sin ir más lejos de una abrazo virtual. Aunque el abrazo fuera apretado, intenso, de oso mañoso o gorila cavernario; era un abrazo que nacía del alma y se compartía con cariño.
Llegó el día de su cumpleaños; estaría sola. Él (su pareja) debía trabajar unos días fuera, su madre estaba de visita donde sus hermanas, muy lejos también, así es que pasaría esa fecha sin sus seres queridos. Aunque no del todo.
Viajé un día entero para llegar a ella. Almorzamos y luego paseamos junto al mar; nos sentamos sobre la arena y pasaron eternos minutos en que no dijimos nada, sólo mirábamos el horizonte como si nada más pasara en nuestras vidas.
Caminé con ella hasta su casa y me dirigí a mi hotel. A media noche una llamada interrumpió mi sueño. Ladrones habían querido irrumpir en su casa y como no tenía a quien recurrir, me llamó. Cuando llegué, la policía se estaba retirando. Los rufianes habían roto un virio de la terraza, pretendiendo entrar por ella.
Me abrazó y no me quiso soltar. Nos sentamos en un sillón y se durmió con su cabeza apoyada en mi pecho. Cuando desperté, ella me estaba observando en silencio. Noté un extraño brillo en sus ojos. Se colgó de mi cuello y me robó un beso. Yo no buscaba eso, pero tampoco supe cómo reaccionar. Para cuando me di cuenta, estábamos semidesnudos tendidos sobre la alfombra. Sin duda era bella, bella e intensa. Los primeros rayos del amanecer se reflejaban en su piel, en sus pechos desnudos, los cuales besé como si fuera un bebé, pero con toda la pasión de un hombre. No me reconocí. Tampoco me detuve a pensar en ello. La tomé entre mis brazo y sobre ella estremecí toda mi pasión, toda la lujuria que antes sólo tenía mi amada. Yo siempre fui mesurado con mis actos y consecuente con mi manera de pensar, pero no pude resistir su piel y sus besos.
Nos amamos. Ella pudo sentir en su ser todo aquello de lo cual había leído en mis textos. Jadeó y estalló de manera sublime, especial. Entonces, una lágrima rodó por su mejilla. Sabía que yo me debía marchar; que ambos teníamos una vida hecha y que ese instante no se volvería a repetir.

No se fue a despedir de mí. Emprendí el regreso con una gran angustia en mi interior. Le fallé a dos mujeres. A la mía, que tanto amor me había entregado durante nuestra vida juntos; y a ella, mi “hermana de otra sangre”, la que veía en mí a un amigo, y encontró solo a otro hombre, débil y promiscuo.

martes, 5 de julio de 2016

La pintora

Tras la luna de miel, había que regresar a la realidad, regresar al hogar. Ella, mi dulce artesana manos de ángel, seguía queriendo vivir esas dulces noches de nuestros viajes y yo, me esmeraba en cumplir sus deseos (y ella los míos). Cierta tarde, tras regresar del trabajo, sentí una melodía como de las mil y una noches, había velos de colores en nuestra habitación y ella vestía de odalisca (con insinuantes transparencias), e intentaba danzar al ritmo de la música; le seguí el ritmo, hasta que comenzaron a caer los velos y sólo cubría su rostro… Fue una de las noches más apasionantes que recuerdo haber vivido hasta ese momento (y no creo que sería la única o la última).
Así transcurría nuestra vida, ella de vuelta a su sala de artesanías y yo a mis negocios, cuando un día cualquiera, una tarde de fin de semana en que el día era gratamente fresco y el aire se sentía puro, la invité a caminar por la ciudad. Entre besos, abrazo y muchas risas, nuestros pasos nos llevaron a una de las galerías de arte que había en la ciudad. Sentí curiosidad por visitarla y, aunque ella se mostró algo reacia a ingresar, accedió a mi pedido. Habían obras de varios artistas locales y hubo una en particular, que llamó mi atención; era un torso desnudo que, aunque no incluía el rostro de la modelo, pude reconocer el par de lunares que conectaban su cuello con el sutil escote que me fascinaba; ni hablar del delicado detalle de sus pechos y el colgante que pendía de su ombligo… Era ella, mi dama adorada. Nada quise decir, dado que junto a esa pintura había un segundo cuadro; el rostro de un sujeto en actitud “orgásmica” (curiosamente la obra se llamaba ‘orgasmo masculino’). Aunque el rostro no era muy definido, pude reconocer al sujeto por una fotografía en casa (una que estaba entre los muchos álbumes que mi amada guardaba).
Noté que ella se incomodó y antes de que dijera nada, la invité a ir por un helado. Fue un caminar silencioso; ella llevaba la vista perdida y, aunque sonreía con cada una de mis locuras, un brillo gris opacaba su vista.
Terminado el paseo, ya en casa, sorpresivamente me abrazó y besó con inusitada pasión. Los botones de mi camisa volaron por los cielos y antes de que alcanzara a sentirme cómodo, ya me había bajado los pantalones (y se quedó ahí, estimulando mi ser)…
Fue un intenso momento pasional, sin embargo, me hizo sentir incómodo. Algo no andaba bien. A pesar de que estaba disfrutando de su inconmesurable pasión, tomé su rostro por la barbilla y nuestras miradas se cruzaron; vi rodar una lágrima por su mejilla y solo atiné a darle un fuerte abrazo. Lloró por algunos instantes y de manera espontánea me confirmó lo que yo ya había deducido: Era la mujer de la pintura.
Ella conoció a la artista en uno de los talleres a los que había asistido. Se hicieron amigas desde el primer día, compartían sus ropas, salían juntas y hasta dormían en la misma cama (no quise preguntar si habían intimado), es del caso que ella le pidió que posara para una pintura (la misma de la galería) y luego de esa, dos más. Por su parte Mel (que es como llamo a mi mujer), había conocido a un muchacho, el cual pronto se integró a sus salidas y actividades.
Estaban a punto de casarse cuando su amiga pintora le pidió que posara para un cuadro especial. Por esos días Mel no asistió al taller de su amiga, ni quiso ver la pintura hasta que estuviera lista. El día en que la vio, sintió que algo se clavaba en su pecho. Ese rostro lo conocía a la perfección, era el mismo que ponía cuando estando juntos, ella devoraba su virilidad. ¿Sería posible que ellos la hubieran traicionado de esa forma? No, no lo creía… Pero así fue; entre pincelada y pincelada, la artista devoraba su cimiente provocando y manteniendo ese instante de orgásmico placer. El magnífico cuadro fue creado entre jadeos, ahogos e intensas arremetidas sexuales.

Descubrir esa parte de la vida de Mel, tampoco resultó grata para mí. Ella me amaba y yo a ella, nos lo demostrábamos a diario, pero surgieron inseguridades que afectaban nuestras vidas. Un amor que duraría hasta el fin de los tiempos, peligraba por una herida del pasado, que no había sanado del todo.

domingo, 3 de julio de 2016

Manos de Ángel

Parecía cuento de hadas, la forma en que pedí su mano. Música suave, juego de luces, una cena junto al balcón de su restaurante favorito, admirando los últimos rayos del atardecer.
Luego de cenar fue cuando sin que lo esperara, puse un anillo en su dedo; le dije que quería formar parte de su vida y quería que ella formara parte de la mía… Le dije que no me respondiera de inmediato, que se tomara su tiempo y lo pensara, pero que fuera usando el anillo que le había obsequiado. Así ella podría sentir el peso del compromiso y su respuesta sería tras una ejercitada y meditada reflexión.
Pasaron un par de semanas antes de que me diera el “Sí”, que tanto esperaba. Aunque ya llevábamos algún tiempo viviendo juntos, esa noche fue especial; sería la primera noche de una nueva vida, una que habíamos elegido de manera libre, sin presión alguna.
Nada podía quedar al azar. Ese día me retiré de mi trabajo un par de horas antes. La cena correría por mi cuenta y todo debía ser perfecto. Puse en el horno una carne exquisitamente adobada y, mientras esta se cocinaba a fuego lento, me dispuse a preparar la mesa, la entrada y las ensaladas que acompañarían la carne. Refrigeré una botella de vino blanco, un Chardonnay que era de su agrado, puse las velas y me vestí para la ocasión.
Ella llegó puntual y yo la esperaba en la puerta. Tomé su abrigo y le pedí que me acompañara a la terraza. Las velas ya estaban encendidas y mientras se acomodaba en su silla, serví cada plato dispuesto para la cena. Ella comía con calma, disfrutando cada corte de carne y saboreando la salsa que la acompañaba. Terminada la cena le pedí que me acompañara y ambos tomamos un baño de espuma… Recién en ese instante nos besamos, y nos dimos tiempo para amarnos intensamente. Nos colmamos de caricias, de besos, y de miradas dulces, tiernas. ¿Así será el resto de nuestras vidas?, preguntó. Le respondí que sí, que era el principio de una nueva vida, una en que compartiríamos muchos momentos inolvidables.
Ya en la alcoba, nos sorprendió el alba haciendo planes y amándonos dulcemente. Nuestros cuerpos armonizaban sus movimientos, buscando brindar placer al otro, y atesorando esos sublimes instantes; esos jadeos incesantes que rasgaban el silencio y eran dulce melodía para nuestros oídos.
A ratos, solo nos mirábamos de frente sin decir nada, recorriendo mutuamente la figura de nuestros cuerpos, poniendo acento en aquellos puntos que nos estimulaban y provocaban nuestro placer. Ella tiernamente miraba como yo jugaba con su areola y la estimulaba antes de posar mis labios en ella y yo, disfrutaba como ella enredaba sus dedos en los vellos de mi entrepierna, provocando mi virilidad, la cual se escurría entre sus dedos, entre sus manos de ángel. Y así permanecíamos largo rato, sin que el tiempo nos apremiara, ni siquiera el amanecer de un nuevo día; porque nuestra nueva vida sería así, plena, sin presiones, tomándonos el tiempo que fuera necesario para disfrutar nuestro amor y nuestra intimidad.

Aunque la vida, nuestra vida, no era miel sobre hojuelas; y si bien, teníamos nuestras diferencias en cuanto a orden, limpieza y determinadas situaciones domésticas. Nunca entre las sábanas, hubo pareja con mayor armonía o sincronía…

lunes, 6 de junio de 2016

Mi artesana

Ya había transcurrido algún tiempo desde aquella primera cita en que la hice mía, en que fui de ella; tal vez era mi impresión, o tal vez fue la rutina lo que había menguado nuestro apetito, nuestra mutua devoción.

En mi mente aún estaba presente esa vez primera, en que un dulce y tierno beso desató toda esa pasión contenida, acumulada por quien sabe cuánto tiempo, pero que estuvo dispuesta a entregarme sin reparo alguno. Desde un inicio resultó ser una magnífica amante; intensa, candente y sin prejuicios a la hora de experimentar nuevas sensaciones, nuevas emociones. Se entregó a mí como una colegiala quinceañera, pero con la experiencia de una mujer vivida, vivida y gozada.

Pasado el encuentro inicial, aquél en que uno se juega todas sus cartas, venía lo más difícil de una relación nacida al fulgor de una pasión intensamente vivida, y era precisamente, sobrevivir a la monotonía. Cada día intenté sorprenderla con algo distinto, con una canción romántica (que le trajo malos recuerdos), con flores (que le causaron alergia), con chocolates (que provocaron enrojecimiento en su rostro); ante tanto error, un vino blanco no podía fallar (pero este le causó mareos y un dolor de cabeza que le duró días)…

Tras tamaña cadena de errores, mi cortesía e intentos de sorprenderla cada día, se tornaron en angustia. Probé con un poema, sobre el cual me atribuí autoría (era de una autor desconocido, un ebrio que tenía una sola publicación a lo largo de su vida; pero justo era el ebrio de la ciudad donde ella había nacido… Era toda una leyenda). Vi la decepción en sus ojos cuando recité cada palabra, y lo peor, en sus labios vi que las iba pronunciando al tiempo que yo lo hacía. Por suerte paré a tiempo y reconocí en el acto que en realidad yo no había escrito esos versos, pero que los sentía como si fueran míos… Una lágrima rodó por su mejilla y se retiró en silencio.

No supe de ella en varios días; no contestaba mis llamadas, no respondía mis mensajes, entonces me replantee nuestra relación (si es que así se podía llamar lo que había entre nosotros). Toqué el timbre de su casa y llegué con un ramo de flores (distinto del anterior) y una botella de vino tinto (un carménère exquisito), dispuesto a darlo todo por ese amor (y pasión), que ella había despertado e incitado en mi maduro (y más de una vez dañado) corazón.

Pasamos a su terraza, tal cual sucedió esa primera vez en que fuimos uno (uno y todo a la vez), ella llevó un par de copas y puso las flores en agua (hasta ahí, todo marchaba muy bien); luego charlamos largo y tendido, me disculpé por la serie de errores que había cometido y que prometí no volver a cometer. Bebimos pausadamente ese exquisito vino, que resultó ser de su absoluto agrado; ella agregó algunos quesos y rebanadas de jamón que complementaron perfectamente con la embriagadora bebida.

Tal como la primera vez, nos dirigimos a la sala de su casa y una vez más la hice mía, pero esta vez me aseguré de que fuera diferente. No solo cubrí de sutiles besos cada parte de su cuerpo, sino que además mis labios le provocaron un intenso y muy prolongado orgasmo, como ningún otro que hubiera sentido en su vida. Para cuando su cuerpo, laxo y completamente satisfecho yacía tendido junto a mí, mis manos se dieron a la dulce labor de estimular nuevamente sus sentidos y, una vez más, hacerla vibrar y estremecer hasta que se durmió en mis brazos… Fue el momento más sublime e intenso de nuestra relación. Fue un momento que marcó un antes y un después.
A la mañana siguiente la sorprendí con un exquisito desayuno que además de su infaltable café, incluía una porción de strudel, tostadas y jugo de naranja; pero eso no era todo, ya que lo serví tal cual me había levantado (sin prenda alguna que me cubriera)… Valió la pena, ya que tras su bella sonrisa y su insaciable apetito, nos dimos a la tarea de solucionar un punto muy importante: La noche fue su momento y la mañana debía ser el mío.

Terminado ese apetitoso desayuno, un beso llevó al otro y pronto ella se volvió la mujer intensa y sensual que me había sorprendido la primera vez. Estampó sus labios en mi pecho, en mi vientre, y sus labios dieron cuenta de mi pasión acumulada, tensa, fielmente dispuesta a sus deseos... No solo fue mi momento, sino que fue la coronación de una noche intensamente pasional…

Esa noche se consolidó nuestra relación; hicimos un pacto firmado con piel, sudor y dulce ambrosía que manó de nuestros cuerpos, hasta endulzar nuestros labios.

Aunque parecía que eso era suficiente para consolidar nuestra intensa pasión, decidimos cambiar de ambiente; viajar a una isla paradisíaca, para luego embarcarnos en un crucero a bordo del cual pedí su mano; sin presiones, sin plazos y del mismo que sigo esperando una respuesta (que llegará próximamente), y por lo que vi en sus ojos, no dudo será positiva…

martes, 31 de mayo de 2016

Manualidades

Parecía ser un día más dentro de mi rutina, cuando al dirigirme al taller en busca de mi automóvil, mi vista se clavó en unas manualidades que se exhibían tras una vitrina. A simple vista pude notar que tras cada obra, había mucho trabajo y dedicación. Mientras yo estaba absorto, maravillado por la sutil combinación de colores y elementos, vi que una atractiva mujer agregaba una par de nuevos objetos en la vitrina. Sin pensarlo dos veces, decidí ingresar a esa tienda y ver qué otras novedades poseía.
Tras cruzar el umbral, pude notar que había distintos tipos de manualidades: vidrios decorados al estilo de vitrales antiguos, yesos muy bien trabajados (pintados con tonos metalizados que daban la impresión de estar hechos con cobre fundido o acero envejecido), cajas pintadas y ataviadas con coloridos motivos, cuadros donde había telas enmarcadas (telas sobre las que se había realizado minuciosos bordados a mano), y cuadros con diseños de conocidas obras maestras (realizados enteramente con semillas)... A cada paso mi admiración era mayor.
¿Le puedo ayudar? – Manifestó una dulce voz de detrás de un mesón (era la dama que había visto tras la vitrina).
Si las artesanías eran llamativas, esta dama lo era aún más. Tras unos cristalinos marcos, pude ver unos oscuros ojos que me observaban con curiosidad (tal vez no era habitual que ingresaran hombres a su tienda). Me apresuré a manifestar que sólo estaba admirando las obras, a lo cual ella desvió la vista y continuó en lo suyo. Además de sus ojos, algo más llamó mi atención; un sutil escote dejaba adivinar su bella anatomía. No pude evitar quedarme con la vista pegada en un discreto lunar que se perdía tras la blusa, cuando fui descubierto. Ella se sonrojó y cubrió su escote; yo morí de la vergüenza. Solo atiné a disculparme por mi imprudencia, lo cual sellé con una sonrisa (esperando que así se diera por zanjado el incómodo momento).
Daba la casualidad de que una amiga gustaba mucho de este tipo de artesanías y pronto estaría de cumpleaños. Pregunté quién era la persona que creaba tan maravillosas obras, a lo cual ella me contestó que eran de su autoría, poniendo distancia entre ambos y respondiendo con un tono de voz menos dulce que la primera vez. Le conté sobre mi amiga y le consulté si tenía alguna otra “obra” además de lo que ahí se exhibía, a lo cual contestó que en su casa estaba realizando un cuadro de la última cena, bordado en “Tela de Aída”; eso llamó mi atención, pero ya que había perdido su confianza decidí romper el hielo, me presenté y le invité un café para que disculpara mi mala educación. Dado que el café quedaba junto a su tienda, aceptó sin poner mayores reparos.
Me habló de su trabajo, de cómo había comenzado en el rubro de las artesanías, los cursos que había realizado y la combinación de técnicas que había desarrollado, buscando su estilo personal. Su voz nuevamente era dulce y serena. Nos despedimos tras terminar ese café, pero prometí regresar. Y regresé varias veces más.
Al cabo de algunas semanas, la invité a cenar y un fin de semana, ella me invitó a su casa; ya casi tenía terminado el cuadro del que me había comentado.
Llegué puntual; ella me recibió en la entrada y me pidió que le acompañara hasta su terraza, que era donde estaba trabajando en ese momento. Sobre la mesa había un café que olía exquisitamente; ella me pidió que me sentara y se ubicó en la silla que estaba en frente. Mientras trabajaba continuamos la charla de días anteriores, en tanto ella hacía algunas pausas, cuando cambiaba de hilos o de colores. Realmente era una obra maravillosa, pero en ese instante mi atención estaba en ella. Otra vez vestía un escote (esta vez un poco más pronunciado que el día en que la conocí). Su ceñida blusa me permitía adivinar la sutil belleza que había tras ella. Mi libido despertó, sin que lograra disimular la incómoda situación.
El bordado estaba terminado, realmente tenía unas manos divinas (y también pude adivinar un par de piernas celestiales). En ese instante me aproximé a ella, la miré a los ojos y sin mediar palabra alguna le robé un beso, un sutil y breve beso. Ella me miró a los ojos y se quedó perpleja. Me sonrojé, pero no titubeé al darle un segundo beso más intenso y prolongado que el anterior. Esta vez, ella me respondió de igual manera.
La tomé entre mis brazos y la levanté, en tanto ella abrazó mi cintura con sus piernas. Aferré una mano a sus firmes nalgas e ingresamos a la casa; en tanto se cerró la puerta, nos estregamos a la pasión. Deslicé mis manos bajo su blusa y pude sentir un firme bustos, asfixiado por el brasier; no dudé en liberarlo y entrar en contacto con él. Al tiempo que nos besábamos, íbamos desnudando nuestros cuerpos; tras varios besos intensos, la hice mía (o más bien dicho, ella se adueñó de mí ser). Sus gemidos erotizaban mi cuerpo y la danza que realizamos fue perfecta. Tras mi estallido sublime sentí el de ella; un fuego intenso que devoraba mi virilidad…

Desnudos y exhaustos nos sorprendió la noche, entonces fue que me dediqué a cubrir su piel de sutiles besos y suaves caricias… Ese fue el primero de muchos encuentros… Por fin había encontrado a la mujer de mi vida, y no la dejaría ir…

Una nueva oportunidad

Aunque dicen que el tiempo todo lo cura, no podía sacar de su mente ese momento tan decepcionante, esa primera experiencia amorosa que se llevó su virtud, su tesoro más preciado, el que generosamente había entregado a alguien que sólo buscaba sexo, donde ella creía estar recibiendo amor.
Junto a ella tenía a un muchacho bueno, noble, de dulces sentimientos, pero que lamentablemente no amaba. No importaba lo que él hiciera; flores, chocolates, peluches, helados, galletas, cd’s de música, lápices… Nada, nada, nada. Ninguno de esos dulces y tiernos detalles lograban tocar su corazón; aún tenía presente aquella noche en que inocentemente se entregó a los brazos de su primer amor.
A pesar de todo, cierta noche aceptó la invitación a una fiesta en casa de unos amigos. Era primavera y la noche estaba agradable; se puso un vestido negro y una lencería nueva que había comprado esa misma tarde, medias, y sus zapatilla regalonas, unas Converse negras. Él lucía jeans, una remera y unas zapatillas idénticas a las de ella. Se fueron caminando y mientras hacían el trayecto, él hablaba bastante (de diversos temas); a pesar de su corta edad, tenía una enormidad de anécdotas. Uno de esos sucesos ocurrió en el colegio; estando en las duchas, junto a unos compañeros decidieron salir desnudos al gimnasio, cubrieron sus cabezas con las toallas y asomaron a toda carrera, para luego regresar a las duchas y vestirse rápidamente… Hubo un detalle que lo delató, era el único del grupo que usaba reloj (y no se lo había quitado). Estuvo una semana ayudando a mantener el aseo del gimnasio.
Ella sonrió con gran algarabía… Ese día estaba en el gimnasio, y por si fuera poco, una de sus compañeras había grabado el suceso con su teléfono celular (su secreto mejor guardado era que ella tenía una copia de ese video). De entre las cosas que recordaba, estaba el hecho de que el chico del reloj era el más dotado del grupo (incluso, más que su gran amor). Miró al suelo y una pícara sonrisa se dibujó en su rostro, le miró de reojo mientras él relataba otras historias, pero ella ya no prestaba atención, sólo pensaba en que todo ese tiempo tuvo a su lado al chico “súper dotado” y lo había estado ignorando.
De improviso, ella le tomó de la mano y luego lo abrazó, quería sentirlo muy cerca, que todos supieran que era de ella y no iba a ser de nadie más. La noche había comenzado muy bien y, en su mente, ya maquinaba cómo iba a terminar.
Durante la fiesta disfrutó cada canción, cada instante, cada una de las cosas que él relataba; lo abrazaba, sonreía, y en un momento de silencio, tomó su rostro y le robó un beso (el cual fue correspondido con otro más prolongado e intenso). Desde ese momento, ya no había nada más en el mundo que distrajera la atención que el uno mostraba por el otro. No esperaron a que terminara la fiesta, ella lo llevó a su casa y lo arrastró hasta una bodega que había en el patio trasero (era el cuarto de costuras de su madre). Tras cerrar la puerta se besaron apasionadamente y, a medida que avanzaban los minutos, se iban desprendiendo de sus ropas. Ella deslizó su mano hasta la entrepierna de él y pudo palpar su hombría, firme y húmeda… Era lo que esperaba encontrar.
La luz de la luna se colaba por la ventana y hacía resplandecer sus sudorosos cuerpos. En tanto ella no solo palpaba esa viril hombría, sino que además, la envolvió con sus labios y, cuando pensó que la noche no podía ser mejor, él tomó la iniciativa; besó desde su cuello a su vientre y se detuvo en su húmedo sexo. Fue un momento sublime, único; sus piernas no podían sostenerla y se tendió en el piso, en tanto que él no detenía sus pasionales besos… y lamidas…
Era una noche que ella jamás iba a olvidar.  No solo sintió ese hormigueo en su vientre, sino que sintió estremecer sus piernas hasta no tener fuerzas para moverlas. También su cuerpo parecía no responder; estaba laxo, pleno, colmado y satisfecho a más no poder.
Tal vez ella no sentía amor por ese muchacho, pero era un amante único e inigualable que no pensaba dejar ir así como así; de hecho, solo pensaba en qué usaría para seducirlo y, tener un próximo encuentro que fuera más intenso... más prolongado… más salvaje y alocado…




domingo, 8 de mayo de 2016

La pequeña princesa

Siendo la menor de varios hermanos, siempre creció en un ambiente protegido, tal vez, demasiado protegido. Aún no estornudaba, cuando alguien ya le estaba aproximando un pañuelo; lloraba un poco y mientras uno le cambiaba pañales, otro le entibiaba la ropa, para que no pasara frío. Y así fue creciendo, en ese ambiente en que todos estaban pendientes de cada uno de sus movimientos.
Pero llegó la adolescencia y, junto con los cambios físicos y hormonales, también variaron sus intereses. Ya no le atraían las muñecas o estar en casa jugando Just dance; ella quería salir, deslizarse en un monopatín o dar vueltas usando rollers, reunirse con sus amigas y platicar… de chicos…
Ella resultó ser una adolescente muy atractiva, y dado el ambiente en que creció, también era bastante segura de sí misma. Pocos eran los chicos que osaban aproximarse a ella dado que, con su desbordante personalidad, los dejaba en su lugar, sin que estos pudieran pronunciar palabra alguna.
Pero hubo un chico (siempre lo hay), quien era un completo desastre (según los padres de ella). Él era rebelde, de bajos resultados académico y de limitados recursos. ¿Dónde habían quedado aquellos padres que le enseñaron a respetar a todos y no mirar las diferencias sociales?, parecía ser más fácil cuando es otro el que discrimina, pensaba ella.
Sin embargo, ella era voluntariosa y siempre hacía lo que le venía en gana. Vivir ese romance prohibido, era algo que le atraía de sobremanera.
Poco a poco fueron aumentando las citas clandestinas. De los besos pasaron a las caricias, y de ahí al primer encuentro sexual sólo fue cosa de tiempo. Ese día ambos estaban muy nerviosos, los padres de él habían salido y no volverían hasta tarde. Ella dijo que estaría en casa de unas amigas, así sus padres no sospecharían nada de su prolongada salida.
Se besaron con inusual pasión, temblaban y se dejaban llevar por el otro. Poco a poco se fueron despojando de las ropas, él besó su cuello y bajó hasta sus pechos; ella  sintió un hormigueo en su vientre (¿serían esas las mariposas de las que tanto hablaban?). A medida que aumentaba la pasión y los besos, aumentaban los latidos de su corazón. Pronto sintió un ardor y un gemido escapó de sus labios, al tiempo que sintió un indescriptible ardor entre sus piernas, un ardor y un calor insoportable. Comenzó a mover su cintura según sus ansias, intentando seguir el vaivén de su desesperada pareja. Varias veces se interrumpió la cópula, por causa de esa descoordinación. Pronto él la apresó entre sus brazos y ella sólo sintió su entrecortado respirar al tiempo que detuvo sus embestidas.
¿Es que acaso eso era todo?, se preguntó ella. Él pronto se retiró y cogió sus ropas al tiempo que ella quedaba ahí, perpleja, perturbada, desnuda y desflorada de una manera diferente a la que había imaginado.
Él la acompañó algunas cuadras y se despidió fríamente. Ella seguía ensimismada, perturbada. Llegando a casa se fue a su cuarto, presa de una gran congoja. Tomó su viejo oso de peluche y se abrazó a él, llorando desconsoladamente.
Aunque él la buscó un par de veces, ella lo rechazó con evasivas. Ya no era tan segura de sí misma, ya no era tan extrovertida. Sentía que todos la miraban raro, como si hubiese cometido un delito. Hasta que un día se tropezó con un muchacho que jamás había visto. Al menos, eso creía ella, ya que eran compañeros de salón desde hacía varios años. Cayó en la cuenta de que él debe haberse enterado de su anterior relación.

Cada vez que conversaba con él, en su ser interno revivía ciertos recuerdos, hasta que un buen día comprendió que ella no había cometido delito alguno. Sólo tuvo una mala primera experiencia, una que jamás olvidaría pero que de seguro, la próxima vez ella tomaría el control de la situación y esa vez sí sabría lo que era vivir una relación plena, sexualmente satisfactoria…

¿A dónde vuelan las mariposas?

Era un día de primavera, cuando la pequeña mariposa abrió sus alas por vez primera. Estaba feliz al salir de su capullo; por fin dejaría de arrastrarse y disfrutaría ver el mundo desde una perspectiva diferente.
Esa mañana de primavera, se dedicó a recorrer los alrededores; coloridas flores llamaban su atención, y quería conocerlas a todas. Revoloteaba por aquí y por allá, sin cesar. De pronto sintió en sus alas que el aire se enfriaba, y que ese punto brillante que atravesaba el cielo, comenzaba a ocultarse en el horizonte.
Las flores también sintieron frío y comenzaron a refugiarse cerrando sus pétalos, conservando en su interior el calor del día, pero la joven mariposa no sabía qué hacer; voló hasta su capullo, pero este estaba roto y sus alas le impedían ingresar a él.
¿Dónde irán las mariposas, durante la noche? – Se preguntaba
Y entre todas las vueltas que dio, de pronto apareció aquel punto luminoso que la acompañó durante el día. Se extrañaba que la temperatura siguiera bajando; tal vez si se acercaba, podría sentir su calor. Para cuando la alcanzó había otras mariposas, más pequeñas y de deslustrados colores, que intentaban seducir su luz; pero ella, altanera y orgullosa, aleteó sus brillantes alas y se convirtió en la envidia de todas.
Aunque la temperatura seguía bajando, ella no sentía frío; ese cuerpo luminoso era cálido y no se movía de su lugar, como el otro que había iluminado todo, cuando salió al mundo.
Seguía bajando la temperatura y unos extraños cuerpos cristalinos comenzaron a cubrirlo todo; recuerdo esto – reflexionó- los antiguos lo llamaban lluvia.
Debía buscar refugio pronto – pensó.
Logró descubrir un pequeño orificio por donde pudo aproximarse más a aquella luz. Reposó un poco y sintió su calor. Pero por el mismo orificio se coló la lluvia, la cual comenzó a humedecer la cubierta del foco y este se quemó. La oscuridad era absoluta; por más que revoloteaba la mariposa buscando la salida de ese frío refugio, no lograba encontrarla. Hasta que el frío y el cansancio la vencieron y sucumbió.
El agua mojó sus delicadas alas y borró sus hermosos colores. La mariposa no podía volar y el agua comenzó a cubrirlo todo, hasta que no pudo luchar más.
Al día siguiente unos sujetos abrieron la cubierta del foco, y reemplazaron la bombilla quemada. Cubrieron el agujero por el cual se filtraba el agua y vaciaron la que se había acumulado en el cristal. Junto con el agua cayó la mariposa muerta.
¡Ahora sé a dónde se van las mariposas durante la noche!, dijo el electricista, y se dirigió a reemplazar la bombilla del siguiente farol.


martes, 19 de abril de 2016

Cerrando ventanas

Habían compartido 19 años de vida amorosa, lo cual era mucho más de lo que sus familias o amigos hubieran imaginado. Eran como el agua y el aceite, pero a pesar de ello, fluían como si fueran miel sobre hojuelas.
Como toda pareja, su inicio no fue sencillo. Hubo carencias, discusiones, incomprensión y muchas lágrimas por parte de ambos; pero el amor que se tenían podía más que las legítimas diferencias y, siempre llegaban a un punto de consenso. En realidad, siempre había uno que cedía,  que sacrificaba parte de sí, por el bien común. El problema era que casi siempre terminaba cediendo la misma persona.
Aunque las salidas y los paseos no eran algo frecuente, siempre supieron compartir lo poco que tenían. Una bebida, algunas galletas, o un humilde (pero valioso) vaso de agua. Lo que se buscaba, era disfrutar de la libertad, pero esa libertad que se disfruta de a dos. Aquella en que se avanza juntos todo el camino, donde ambos se detienen al mismo tiempo y disfrutan de las mismas bellezas naturales, y de sí mismos inmersos en ella.
Con los años, junto a mejores niveles de vida, vino el crecimiento de la familia. El cariño se diluyó entre biberones y pañales; situación que colmaba sus corazones. Ver crecer el fruto de su amor era algo indescriptible; el amor compartido era muy valorado y se enriquecía día a día.
Pero dos almas libres no podían permanecer ancladas; extrañaban enterrar sus pies en arenas húmedas, y sentir el aire marino acariciando su rostro. Había que turnarse y tranzar con las libertades individuales. Pero el tiempo no se detiene y pronto el colegio fue el ancla que los ataba a la tierra, a un pedazo de tierra, casi todo el año.
El roce con otros padres, el socializar en demasía, hizo mella en su corazón. Un día se miró al espejo y notó el paso del tiempo; las huellas de la maternidad, huellas que otras no tenían (huellas que las hacían ver notoriamente más “apetecibles”). ¿Peligraba la relación?, Al fin y al cabo, él era sólo un hombre y, “los hombres suelen abandonar lo que aman, por aquello que desean”…
Esas actitudes llevan a un enclaustramiento del alma; ciegan el corazón conduciendo a los sentimientos a una demencia colmada de soledad, abandono y vacío. Celos, es lo que mejor definiría ese estado. De la nada brotan lágrimas suicidas que inundan la almohada, sin lograr brindar el consuelo necesario. Se rompe la paz y la quietud, se quiebra el equilibrio de dos almas que se amaban. Todo sucumbe a la oscuridad y las palabras se convierten en filosas dagas que hieren, sin necesidad de cortar la carne.
Pero dos corazones que se aman siempre pueden más. Siempre se dan una nueva oportunidad. Ella se convierte en una máquina de seducción. A los 40 actúa con la osadía que no tuvo a los 20. Ahora es más segura, intensa y apasionada; sobre todo, apasionada. No teme experimentar, bajar la guardia y ceder todo. Colmarse por todas las partes posibles, casi simultáneamente, sin disimular su gozo, su lujuria exacerbada. Hasta se sorprende de sí misma, de lo fogosa que se ha vuelto. Se sorprende y se atemoriza un poco, pero lo disimula siendo más ardiente y apasionada de lo que siente.
Sin embargo, él ya no es el mismo. La vida no ha sido fácil; el sedentarismo, el abandono y la rutina lo han vuelto débil, débil y falto de ingenio (y de pasión). De tanto ceder, el corazón se le ha vuelto desconfiado; desconfiado y huraño. Aunque intenta estar a la altura, colmarla de todas las maneras posibles, nunca es suficiente (Salvo en fortuitas situaciones en que sus corazones se han sincronizado y han caído rendidos al unísono; sus pieles tienden a separarse).
Nuevamente surgen los demonios que acosan el alma: La desconfianza.  Secretos, actitudes, miradas, silencios… Todo es sospechoso, todo es bochornoso.
Puestas las cartas sobre la mesa, se tensa la afilada cuerda que los unía. Al final la cuerda cede, y de rebote los daña a ambos.
Ensimismados, tensos, heridos, navegan por las aguas de la soledad; sin remos, a merced de traicioneros vientos que, como venenosos susurros, llevan y traen mensajes de más allá de su imaginación. No hay ancla, no hay destino, ya nada queda de la cuerda que los unía, sólo el afilado metal de sus torcidas ideas.
La decepción es un enemigo silencioso, que mina el alma y descompone el cuerpo. Ese fuego que había en la mirada ya no es de pura pasión, por el contrario, es odio, rabia, coraje y desilusión.
Lentamente se muere ese sentimiento en común y con ello, un fragmento de sus almas; porque de un amor nadie salva ileso. Nadie huye sin dejar parte de sí; ambos se llevan parte del otro, aunque no lo deseen.

Y así acaba lo que nunca debió empezar, pero que fue maravilloso mientras sus corazones latían al unísono.